Los adjetivos de la democracia
En el marco de las Conferencias Magistrales que organiza el Instituto
Federal Electoral como parte de sus actividades para difundir la cultura
política democrática y con el propósito de propiciar la reflexión teórica del
más elevado nivel, el prestigiado doctor en Filosofía Michelangelo Bovero,
miembro destacado de la Escuela de Filosofía Política de Turín abordó, en el
auditorio del Instituto, el tema "Los Adjetivos de la Democracia".
En esta conferencia magistral, que contó con los comentarios del Lic.
Federico Reyes Heroles y de la maestra Silvia Gómez Tagle, el doctor Bovero
analizó los adjetivos que en diferentes contextos políticos han sido asignados
a la democracia. Como enseña la Escuela de Turín, la democracia es, en
perspectiva histórica, una forma de gobierno que no siempre ha tenido la
valoración positiva de que goza en la actualidad. Hoy difícilmente se puede
encontrar alguien que muestre abiertamente rechazo a la democracia. En efecto,
en nuestra época esta forma de gobierno cuenta con un amplio consenso. Sin
embargo, las variadas y en ocasiones ambiguas concepciones de los diversos
actores políticos dan lugar a equívocos que dificultan la consolidación
democrática. De ahí la pertinencia de la estrategia de indagación del doctor Bovero,
quien al analizar las adjetivaciones de la democracia responde a las preguntas
acerca de qué es y qué ha sido ésta, así como qué debe y qué no debe ser, tarea
irrenunciable de la filosofía política.
En este mismo tenor, es esclarecedora la afirmación del doctor Bovero en
el sentido de que "la democracia es una forma de gobierno que puede
hospedar una amplia gama de contenidos y de orientaciones políticas diferentes
y alternativas entre sí". Ello hace de la democracia un espacio legítimo,
pacífico e institucionalizado para la competencia de los diversos programas y
proyecto políticos, con sus respectivos valores, perspectivas y orientaciones
de gobierno.
En fin, el trabajo del doctor Michelangelo Bovero que aquí se presenta como el segundo número de la serie "Conferencias Magistrales" merece, por su importancia, una acuciosa lectura frente a los retos que la democracia encara en nuestra época.
MICHELANGELO
BOVERO
Los adjetivos
de la democracia
En el ensayo Si dejamos de ser una nación1, Gian Enrico
Rusconi afirma: "la más importante de las virtudes cívicas de la
resistencia contra el fascismo fue la capacidad de asumir y practicar en los
hechos la democracia sin adjetivos por parte de hombres y partidos que tenían
concepciones diferentes y antagónicas acerca de la democracia (democracia con
tantos adjetivos contrapuestos formal, sustancial, liberal, burguesa, social,
progresiva, socialista, proletaria, y hasta, polémicamente, fascista)." No
'pretendo retomar la discusión, iniciada hace algún tiempo por Rusconi, sobre
la revisión del significado histórico de Resistencia, es decir, de la lucha que
una gran parte del pueblo italiano llevó a cabo entre 1943 y 1945 contra los
fascistas y los nazis.
1 Gian Enrico Rusconi, Si
dejamos de ser una nación, 11 Mulino, Bolonia, 1993, p. 85.
Aquí me interesa comentar, como punto inicial, la que parece ser la
tesis implícita de Rusconi en el fragmento citado, según la cual la única
democracia auténtica sería la democracia "sin adjetivos", mientras
que las concepciones, por decir así, "adjetivadas", serían
limitativas, distorsionadoras o potencialmente peligrosas. En su contexto es
una tesis que se puede sostener con buenos argumentos: en un cierto sentido,
aún por especificarse, yo mismo sostendré una tesis parcialmente similar. Ahora
bien, de ninguna manera es cierto en términos generales, que la operación de
precisar la idea de la democracia, calificándola mediar te adjetivos
apropiados, sea de por sí engañosa dañina. Todos sabemos lo vaga y retórica que
resulta la acepción de democracia presente en el lenguaje común. Antes bien,
para ir más allá de esta vaguedad retórica, los adjetivos de verdad son
indispensables. O mejor dicho, es indispensable discernir entre la abundancia
de adjetivos de la democracia, ejercer sobre cada uno de ellos el juicio
crítico, el análisis cuidadoso sobre su pertinencia.
Ello, sobre todo desde que la teoría democrática se volvió "la
jerga oficial del mundo moderno", como afirma John Dunn: "La jerga
-explica- es el instrumento verbal de la hipocresía, y ésta es el tributo que
el vicio le rinde a la virtud. Hoy todos los Estados se profesan democráticos
porque la virtud propia de un Estado es la de ser una democracia".2
2 La teoría política frente al
futuro, Feltrinelli, Milán, 1983, p. 27.
¿Pero qué democracia? En el siglo de hierro y fuego que está por
terminar, dictaduras de todo tipo y color han intentado disfrazarse de
democracias, o por lo menos justificarse como necesarias para preparar el
arribo de una verdadera democracia. Ahora bien, ¿cuál es la verdadera
democracia?
Durante muchos decenios y hasta poco antes del derrumbe del socialismo
real, los regímenes políticos occidentales tuvieron que sufrir la competencia
en cuanto al derecho de llamarse democracias por parte de los Estados
orientales, que se autodefinían como "democracias populares". No es
suficiente limitarse a afirmar que se trataba de una colosal mentira: ¿cuál es
la verdad de la democracia? ¿Existe una sola interpretación auténtica? ¿O no es
acaso verdad que conocemos muchas concepciones y modelos rivales de democracia?
¿Sabemos precisar sus contornos, compararlos, evaluarlos? ¿Cómo podemos hacerlo
sin "adjetivos"? El triunfalismo democrático que siguió a la
revolución pacífica de 1989 difundió e hizo predominante una noción de
democracia que se puede considerar heredera de las batallas ideológicas de la
Guerra Fría. Implícitamente definida en oposición a comunismo, ésta indica no
sólo un modelo de sistema político, una forma de gobierno, sino el arquetipo de
todo un sistema social, o incluso, como dicen algunos filósofos, una
"forma de vida". Así, la idea corriente de democracia se ha vuelto
aún más imprecisa y equívoca que antes. Para remediar la confusión, podría no
ser peregrina la idea de hacer un censo de los adjetivos que a lo largo de la
historia del pensamiento político se han empleado en las diversas
circunstancias y desde diferentes puntos de vista para precisar la noción de
democracia.
Ciertamente sería una investigación de amplio aliento. Quisiera intentar, como primer experimento de reordenación mental, delinear un mapa de los principales adjetivos que se le han atribuido a la democracia en los tiempos más recientes, y que por ello influyen todavía de alguna manera en el lenguaje común.
Desde que se encendió el debate sobre las reformas institucionales y
constitucionales en Italia, los periodistas empezaron a hacer un amplio uso, y
hasta abuso, de algunos de los adjetivos más comunes con los que los juristas y
politólogos designan las principales variantes y subespecies de la democracia
contemporánea, a saber: presidencial y parlamentaria, mayoritaria y consensual
(o, en sentido peyorativo, coasociativa). Las formas presidencial y
parlamentaria de democracia se distinguen a partir de un criterio que tiene que
ver con el poder de gobierno en sentido técnico; o sea, el Poder Ejecutivo y su
relación con el Poder Legislativo.
En la forma parlamentaria el carácter democrático del Ejecutivo
constituye una emanación del Legislativo, el cual a su vez fundamenta su
carácter democrático en el voto popular. En la forma presidencial el jefe de
gobierno es elegido directa y periódicamente por el pueblo. En el primer caso
el gobierno responde por su ejercicio frente al Parlamento; en el segundo
comparece directamente ante los electores (hace poco tuve oportunidad de
subrayar, haciendo referencia a Kelsen, la tendencia autocrática que está
implícita en el régimen presidencial, a despecho de -y en contradicción con su
legitimación en la elección directa). En cualquier caso, la distinción entre
democracia presidencial y parlamentaria no debe ser confundido con aquella otra
entre democracia mayoritaria democracia consensual; esta última distinción se
basa en un criterio que se refiere a la diversa formación de los grupos de
representantes en el Parlamento, como consecuencia de la adopción de dos
diferentes sistemas electorales, que son –tomemos los tipos puros- el de
colegio uninominal y el proporcional. Pero en Italia, como lo he indicado, ha
prevalecido la costumbre de llamar coasociativa a la forma de democracia
derivada del sistema electoral proporcional. Esto porque, se dice, el sistema
proporcional favorece la fragmentación de la representación política, lo que a
su vez induce a pactos y repartos de poder, a programas diluidos ya acuerdos
genéricos y engañosos, todos ellos fenómenos que se recogen bajo la etiqueta de
"coasociativismo". A quienes sostienen esta tesis se les puede
contestar que el sistema mayoritario de por sí, como lo han demostrado los recientes
acontecimientos en Italia, no está exento ni de la fragmentación política, ni
de los acuerdos de puro poder.
De otra parte, es preciso subrayar que no cualquier acuerdo político es necesariamente genérico y engañoso. Por desgracia, la incultura democrática dominante usa ahora el adjetivo "coasociativo" como arma para arrojar al desprecio público cualquier búsqueda de acuerdos y compromisos razonables. Ello, con el resultado de prejuzgar una reconsideración meditada sobre el problema de la legislación electoral.
Si a partir de los adjetivos más usados (y abusados) en el debate
corriente en Italia, sobre las reformas institucionales, quisiéramos trazar una
ruta explorativa hacia las otras regiones del mundo de los adjetivos de la
democracia, un hilo conductor nos podría llegar de la observación de que, por
la naturaleza misma del objeto, los adjetivos de la democracia siempre tienden
a presentarse en parejas de opuestos. Las dos parejas consideradas:
presidencial y parlamentaria, mayoritaria y consensual (o coasociativa), se
refieren, ambas, al problema de las reglas y de las instituciones de la
democracia representativa; pero como tal, cualquiera que sea la variante
institucional, ésta encuentra su oposición "natural" en la democracia
directa. Oposición, se entiende, en el ámbito del mismo género: democracia
directa y representativa son formas concretas, y específicamente contrapuestas
entre sí, de democracia. ¿Tiene sentido preguntarse cuál de las dos es la
"verdadera " democracia? Yo diría que no. No es cierto que sólo la
democracia directa tenga derecho a llamarse democracia, en cuyo caso la
democracia representativa sería una falsa imitación de aquélla o un simple
subrogado. El criterio para distinguir una democracia de una no-democracia no coincide
con el de distinguir la forma directa de la representativa.
Un régimen político puede ser definido como una democracia -cualquiera
que sea su forma específica- cuando todos los sujetos a los que se dirigen las
decisiones colectivas políticas (leyes y disposiciones válidas erga omnes «para
todos» ) tienen el derecho-poder de participar, con igual peso con respecto de
cualquier otro, en el proceso que conduce a la asunción de dichas decisiones.
Así, tanto la democracia directa como la representativa son tales en la medida
en que el derecho de participación política es equitativamente distribuido
entre todos los ciudadanos, sin exclusión de género, raza, religión, opinión o
censo. El contraste entre democracia directa y representativa se evidencia en la.
Diferente estructura del proceso decisional político. Dicho de la manera más
simple: democracia directa es aquella en la que los. ciudadanos votan para
determinar, ellos mismos, el contenido de las decisiones colectivas, como en la
democracia de los antiguos griegos; democracia representativa es aquella en la
que los ciudadanos votan para determinar quién deberá: tomar las decisiones
colectivas, o sea, para elegir a sus representantes. La institución
fundamental, común a todos los regímenes democráticos contemporáneos, es la
elección de representantes por medio de sufragio universal.
Naturalmente, tiene mucho sentido preguntarse si la democracia directa
no es "más democrática" que la representativa. y se debe admitir que
en principio así es, no por otra cosa sino porque en el curso de un proceso
decisional indirecto las orientaciones políticas de los ciudadanos pueden ser
"mal representadas". Ello no significa, sin embargo, que una
democracia directa, o un proceso decisional menos indirecto, deba ser erigido
como la mejor forma de democracia en cualquier circunstancia en la que sea
posible en términos prácticos.
Un instituto de democracia directa como el referéndum ciertamente puede
ser invocado como correctivo democrático para eventuales distorsiones de la
democracia representativa, pero siempre y cuando se aplique a un problema de
decisión limitado a un asunto específico y circunscrito (formulable en términos
de una alternativa neta entre un sí y un no), y sólo luego de un debate público
suficientemente amplio que permita a los ciudadanos formarse una opinión
ponderada.
Como es obvio, estas condiciones no se presentan con frecuencia: al
contrario, la mayor parte de los problemas de decisión política en las
sociedades contemporáneas de ninguna manera se reducen a una alternativa neta
entre un sí y un no. En muchos casos, el llamado directo a la "voluntad
del pueblo" esconde peligros antidemocráticos: el verdadero poder no es el
del pueblo que selecciona, si no el de quien plantea la alternativa entre la
que se debe seleccionar. U n poder de ninguna manera oculto, sino visible
(incluso ahora ultravisible: televisible); no obstante, pocos parecen darse
cuenta.
No debería olvidarse que con base en el plebiscito se rigen los sistemas
autoritarios, las dictaduras más o menos enmascaradas. La expresión "
democracia plebiscitaria" es un oxímoro, el adjetivo contradice al
sustantivo. y esa lluvia de microplebiscitos -una verdadera tempestad
electrónica llamada " democracia de los sondeos" en realidad es una
caricatura de la democracia, y en la medida en que se contraponga a los
procedimientos institucionales de las decisiones democráticas, o peor aún sea
impulsada a sustituir a estos procedimientos, se transforma en un engaño
colosal: una manipulación continua, un Intento sistemático y constante de
enajenar a los ciudadanos, a los que se finge reconocer autonomía de juicio,
presentando problemas burdamente simplificados y distorsionados, proporcionando
criterios de evaluación arreglados.
La frecuente y ridícula incoherencia perceptible entre los resultados de un mismo grupo de sondeos -efectuados en una misma ocasión sobre una misma muestra de público- constituye una grotesca confirmación del hecho de que la obra de idiotización de masas puede llegar a niveles profundos.
Regresemos a nuestra ruta explorativa. Se ha visto que la distinción
entre democracia directa y representativa se establece en la diferente
estructura del proceso decisional político; o mejor dicho, atañe a las diversas
reglas de procedimiento para alcanzar decisiones colectivas, aquellas reglas
que establecen las condiciones bajo las cuales una decisión puede considerarse
colectiva, es decir, válida erga omnes (para todos), si es tal (para
simplificar) la decisión de la mayoría de la asamblea de loS ciudadanos, o la
de la mayoría de los representantes elegidos por loS ciudadanos. Sea como
fuere, en un caso y en otro es indispensable un cierto conjunto de reglas para
decidir. Directa o representativa, la democracia consiste esencialmente en un conjunto
de procedimientos -las "reglas del juego"- que permiten la
participación (precisamente directa o indirecta) de los ciudadanos en el
proceso decisional político. Ello quiere decir que la democracia es
esencialmente formal.
No obstante, quien usa correctamente tales adjetivos para calificar la
democracia se topa con fuertes malentendidos: comúnmente, el atributo
"formal" es entendido como una atenuación del significado y del valor
del sujeto "democracia", cuando no Como la indicación de una
devaluación o desnaturalización del concepto. Prueba de ello es que en el
lenguaje común todavía se contrapone (aunque con menos frecuencia que hace
algún tiempo) la democracia fo17nal a la sustancial. He aquí otra pareja, no
menos relevante, de adjetivos de la democracia.
Jamás se insistirá lo suficiente en que la noción de democracia
no debe confundirse con la de democracia aparente. Cuando los marxistas
(especie ahora en vías de extinción, lo que ha provocado una catástrofe
ecológica, como la desaparición de los lobos) criticaban la democracia formal,
llamándola también "burguesa", lo hacían en nombre de una democracia
más verdadera. En su lenguaje, el adjetivo "formal", aplicado a la
democracia, no tenía otro significado más que el de aparente y engañoso, y el
opuesto adjetivo "sustancial" representaba lo auténtico y verdadero.
En realidad, los dos conceptos no eran correctamente comparables (y también por
esto las discusiones eran, por lo demás, inconcluyentes), porque estaban en
planos diferentes o, dicho de otra manera, uno de los dos estaba "fuera de
foco", esto es, fuera de tema. Mientras que el concepto de democracia
formal era referido por sus (no muchos) defensores, a las formas de
distribución y ejercicio del poder político, el de democracia sustancial hacía
referencia sobre todo al contenido, propósito y resultado social de conjunto
del ejercicio del poder. Había en el origen, pues, una confusión conceptual.
Una confusión que perdura, aunque de maneras diferentes y un poco descoloridas,
en el sentido común político que asigna al adjetivo "formal",
predicado de la democracia, el sentido de insuficiente, vacío o engañoso.
Pero la democracia es formal por definición. En cuanto forma de gobierno
se concibe como un conjunto de reglas que se refieren, para usar el lenguaje
simplificante de Bobbio, al quién y al cómo de las decisiones políticas -a
quién le toca decidir y con base en qué procedimientos-, no al qué cosa, al
contenido de tales decisiones. El carácter democrático de una decisión política
-de una ley, de una norma asumida como decisión colectiva válida, como
"voluntad general "- depende de su forma, no de su contenido. La
democracia consiste no en ciertas "reglas por decidir", para ser
asumidas como decisiones colectivas excluyendo otras, sino en ciertas
"reglas para decidir". Una versión (todavía más) simplificada de la
conocida "definición mínima" de la democracia propuesta por Bobbio
podría ser la siguiente: la democracia resulta de la suma de dos elementos
esenciales: el principio "a una cabeza un voto", en el que se basa el
sufragio universal, y la regla de la mayoría, en la que cada individuo debe
contar (antes bien, ser contado) por uno, y ninguno debe contar menos que otro.
En suma, las reglas de la democracia prescriben la distribución lo más equitativa posible del poder político o, con más precisión, del derecho-poder de influir en las decisiones colectivas; pero no indican, no pueden indicar, para qué es usado tal poder, para tomar qué decisiones, para optar por cuál orientación política, para perseguir qué ideales. En consecuencia, la llamada democracia sustancial, entendida en el sentido de democracia pour le peupIe -de gobierno "en favor" del pueblo, o de los sectores desfavorecidos, etcétera-, identificada con una particular orientación o contenido político de las decisiones colectivas, no es en cuanto tal democracia; solamente lo es la democracia par le peuple, "mediante" el pueblo o, mejor aún, a través de las reglas que permiten y favorecen la participación de los ciudadanos en el proceso de las decisiones políticas. La sociedad democrática -vale decir, gobernada democráticamente- asumirá de vez en vez como orientación política la que resulte seleccionada por los ciudadanos con base en la aplicación y el respeto de las reglas democráticas, cualquiera que sea el contenido concreto de tal orientación, liberal o socialista (o, por ejemplo, ecologista).
Es así como nuestra ruta explorativa se encuentra con la oposición entre
la democracia liberal y la social o socialista. Una oposición que ha sido (y en
parte continúa siendo) asumida por muchos de manera radical. Según la
concepción que predomina ampliamente hoy, y que incluso ha triunfado después de
1989, no hay democracia sin liberalismo, porque no hay democracia con el socialismo;
según la concepción, si no predominante sí ampliamente difundida en la época de
la llamada hegemonía cultural marxista, no hay democracia sin socialismo porque
no hay {verdadera) democracia con el liberalismo.
Ahora bien, con base en las consideraciones desarrolladas hasta aquí se
puede argumentar que ambas nociones, la de democracia liberal y la de
democracia socialista, son aporéticas {contradictorias) porque contrastan con
la única concepción de la democracia analíticamente rigurosa, la concepción procedimental
según la cual la democracia consiste esencialmente en un conjunto de reglas.
En este sentido debe recuperarse {precisándola) la tesis de Rusconi de
la que partí, que defiende la "democracia sin adjetivos": yo diría
sin esta clase de adjetivos, los que indican constelaciones de valores
políticos finales. En cuanto formal por definición, en cuanto método para
decidir, la democracia es de suyo agnóstica respecto de los fines sociales
últimos y de los modelos prescriptivos de buena sociedad propugnados por las
diferentes ideologías.
Luego de estas puntualizaciones, la noción puede reformularse de la
siguiente manera. La democracia es una forma de gobierno que puede hospedar una
amplia gama de contenidos, o sea, de orientaciones políticas diferentes y
alternativas entre sí. En este sentido, la "democracia sin adjetivos"
-sin ese tipo de adjetivos que indican constelaciones de valores finales,
contenidos ideológicos equivale simplemente a la "democracia formal",
esto es, a la democracia definida por un adjetivo de tipo diferente, que no
sólo conviene al sujeto, sino que está implícito en su significado. "La
democracia es formal" es un juicio analítico, no sintético.
En rigor, toda forma de gobierno es "formal". Incluso la
autocracia es formal: un autócrata puede imprimir las más distintas
orientaciones políticas a su gobierno. Aunque a primera vista pareciera
extravagante, puede ser también liberal: el déspota ilustrado, del que hablaban
los filósofos de la escuela fisiocrática en el umbral del siglo XIX, era tal,
es decir, un autócrata liberal (en uno de los sentidos históricamente
plausibles del liberalismo, aquel que se resuelve en el modelo del Estado
mínimo, aunque fuerte, dedicado a imponer el orden para permitir el desarrollo
libre de las leyes "naturales" de la economía). Sin embargo, mientras
una autocracia puede ser religiosa -teocrática o, más en general, puede
sostenerse (también) en el principio cuius regio, eius et religio (los
habitantes del país tienen que asumir la religión del rey)-, la democracia es
necesariamente laica. Una democracia confesional -cristiana o, por ejemplo,
islámica o budistase muestra como una contradictio in adiectum (una
contradicción en los términos). Así, hemos encontrado un adjetivo que parece
especialmente pertinente para la naturaleza de la democracia, y en el cual vale
la pena detenerse pues permite una profundización no banal en la noción de
democracia formal.
La democracia, se podría decir, es la forma de gobierno que es "más
formal", o lo que es lo mismo, es la única propia y rigurosamente formal.
En efecto, no soporta en ningún caso ser rigidizada hasta el punto de
identificarse con un contenido determinado, con una verdad oficial, con un
dogma público indiscutible e inmodificable, sino que por el contrario, coincide
con la institucionalización de la posibilidad de cambiar, periódica y
pacíficamente, el propio contenido de valores políticos finales, es decir, las
perspectivas y las orientaciones de gobierno.
He sostenido [en Laicita, IV, núm. 3, junio de 1992} que los fundamentos del pensamiento laico pueden ser reconocidos en un principio teórico, el antidogmatismo, y en un principio práctico, la tolerancia. Laico es aquel que reivindica el derecho de pensar de manera diferente de los demás, porque no cree que haya certezas tan arraigadas que puedan ser elevadas a dogmas indiscutibles, y por ello considera que nadie puede ser obligado a pensar de una determinada manera. Si intentamos sustituir el término "laico" por "democrático", el significado y la validez de estas afirmaciones me parece que permanecen intactos. (Aquí se abriría la puntillosa y muy actual cuestión de si la democracia, en cuanto posee una naturaleza laica y por tanto tolerante, puede o debe admitir en su seno a sujetos políticos cuyo programa sea dogmático e intolerante; tanto, que amenace el derecho al disenso. Pero éste podría ser el tema de un debate para otra ocasión.)
Lo dicho hasta aquí de ninguna manera significa que la democracia, en
cuanto es esencialmente formal y laica, no tenga alguna relación con el mundo
de los valores políticos (como tal vez lo sugeriría una interpretación
nihilista, a mi parecer limitante y engañosa, del laicismo). Ante todo, porque
el valor laico de la tolerancia también es un valor político (iY de qué
importancia en el mundo contemporáneo!), Y es un valor intrínseco de la
democracia como régimen que aspira a permitir la convivencia de las diversas
creencias Y valores que habitan el mundo ya transformar su potencial conflicto
en diálogo y competencia no violenta. Pero también es verdad que la
interpretación axiológica de la democracia como régimen de la simple tolerancia
puede animar (con o sin razón) una visión escéptica. En ella la relación de la
democracia con los valores aparece de cualquier manera tenue y sutil más o
menos extrínseca.
En consecuencia parecería que la democracia no puede ser calificada con
adjetivos de valor propiamente dichos que debe ser considerada simplemente como
un pragmático modus vivendi y que por
tanto no debe considerarse la mejor forma de gobierno si no a lo más como decía
Churchill "la peor... a excepción de todas las demás". Así y todo a
dimensión axiológica de la democracia no se agota completamente en el valor
"mínimo" (hoy tan indispensable como pisoteado) de la tolerancia:
antes bien esa dimensión se muestra en extremo compleja. La relación de la
democracia con los valores políticos -y con los adjetivos de valor- es doble:
en primer lugar la democracia se basa en un cierto núcleo de valores en el
sentido de que se hace posible solamente mediante la garantía institucional de
algunos principios de valor determinados que constituyen sus precondiciones; en
segundo lugar la democracia como tal precisamente en cuanto consiste en un
conjunto de "reglas del juego", contiene en sí la afirmación de otro
núcleo de valores. Estos últimos son los valores propiamente democráticos,
contenidos en la noción misma de democracia (en su "definición
mínima"): la relación de los correspondientes predicados de valor con el
sujeto "democracia" es analítica; los primeros no son propiamente
valores democráticos, no están implícitos en la noción de democracia como tal:
la relación de los correspondientes predicados de valor con el sujeto
"democracia" es sintética, pero de cualquier manera necesaria.
Los valores que, aun sin ser propios de la democracia como tal,
constituyen sin embargo su precondición, porque solamente su garantía
institucional permite a la democracia existir, son ante todo los que provienen
de la tradición liberal. Ellos coinciden con las que Bobbio ha llamado las
"cuatro grandes libertades de los modernos": 1) la libertad personal,
que consiste en el derecho a no ser detenido arbitrariamente, y del que puede
ser considerado su corolario: la libertad de desplazarse sin ser obstaculizado
por barreras opresivas (simbólicamente, después de19 de noviembre de 1989,
podríamos decir: el derecho de derrumbar muros); 2) la libertad de opinión y de
prensa o, mejor dicho, la libertad de expresar y difundir el propio
pensamiento, que equivale al derecho de disenso y de crítica pública y que
permite la formación de una oposición política consistente y el control sobre
el poder; 3) la libertad de reunión, que equivale al derecho de protesta
colectiva, y 4) la libertad de asociación, que corresponde al derecho de dar
vida a organismos colectivos propiamente dichos, como los sindicatos y los
partidos libres, y que por ello abre la posibilidad de una alternativa política
efectiva para los ciudadanos, es decir, abre el horizonte de la democracia en sentido
estricto.
Ya que el mismo proceso democrático de participación en las decisiones
políticas no puede desarrollarse correctamente sin la garantía de estas
libertades fundamentales, que son de cuño y tradición liberales, se puede, en
consecuencia, sostener que existe por lo menos un sentido en el cual el
adjetivo "liberal" resulta adecuado para la democracia. Pero en
sentido análogo se puede sostener como lo hizo, por ejemplo, Calamandrei- que,
también y al mismo tiempo, para la democracia debería ser considerado
pertinente el adjetivo ..socialista" (o "social"), porque sin
una equitativa distribución de los recursos esenciales, de los llamados bienes
primarios, o sea, sin la satisfacción de los derechos sociales fundamentales
que han sido reivindicados por los movimientos socialistas, las libertades
individuales quedan vacías, los derechos civiles básicos se convierten de hecho
en privilegio para pocos, y su garantía pierde con ello el valor de
precondición de la democracia.
La contradicción con lo que sostuve anteriormente -que las nociones de
democracia liberal y democracia social o socialista son aporéticas
(contradictorias)- sólo es aparente. Reitero que la democracia no puede ser
considerada como vinculada por un nexo necesario ni con el liberalismo ni con
el socialismo (mucho menos con ambos) en su configuración más general de
ideales (contradictorios entre sí) de buena sociedad. La democracia no puede
ser definida como "liberal" para señalar un supuesto lazo indisoluble
con el proyecto ideológico liberal de realizar un modelo de sociedad en que sea
garantizada a cada individuo la máxima suma de libertades negativas (libertad
como no impedimento y no constricción). De la misma manera, la democracia no
puede ser definida como "socialista" para indicar un pretendido
vínculo indisoluble con el proyecto ideológico socialista de realizar un modelo
de sociedad en el que sea garantizada la mayor justicia social. Lo que se suele
entender con la noción de democracia liberal, cuando se usa correctamente y no de
manera contradictoria con la naturaleza formal de la democracia, es que un
cierto conjunto de principios y valores de la tradición liberal (señaladamente,
las cuatro grandes libertades de los modernos) son su precondición
indispensable. Pero se debería agregar que un cierto conjunto de principios y
valores de tradición socialista (en particular la equidad en la distribución de
los recursos primarios) constituyen la precondición de esa precondición.
Dicho de otro modo: una forma de Estado de derecho que proteja las libertades individuales fundamentales, y una forma de Estado social mínimo, que satisfaga las necesidades primarias esenciales, representan los elementos de valor, respectivamente "liberal" y "social" (o "socialista"), que permiten en principio a la democracia ya no cambiar de formal a sustancial sino que, permaneciendo formal, no convertirse, en mayor o menor grado, en democracia aparente. Si tuviésemos que recurrir a un adjetivo, diría que la democracia formal no aparente es... "liberalsocialista", aunque sólo en sus precondiciones.
Ello no significa que la democracia formal, no aparente, tenga valor
sólo porque descansa en elementos de valor que llegan a ella, por decirlo así,
"del exterior", de las tradiciones liberal y socialista, en las que
radican sus precondiciones. En su núcleo esencial e irrenunciable de reglas
técnicas -las reglas del juego democrático-- efectivamente están implícitos
valores no técnicos, valores éticos, que constituyen la verdadera razón de la
superioridad axiológica de la democracia con respecto de los regímenes no
democráticos.
Tales valores se relacionan con ambos aspectos –el quién y el cómo, para
usar una vez más el lenguaje de Bobbio-- del proceso decisional democrático. En
la famosa conclusión del ensayo acerca de El futuro de la democracia, Bobbio se
refiere a cuatro "ideales", que corresponden precisamente a valores
no instrumentales inscritos en las reglas técnicas de la democracia:
tolerancia, no violencia, renovación mediante el debate libre y fraternidad.
Me parece que todos hacen referencia a la dimensión del cómo, es decir,
que deben considerarse implícitos en la manera democrática en la que se toman
las decisiones. Pero acaso el valor supremo en virtud del cual un régimen
democrático debe ser considerado digno de ser preferido en comparación con un
régimen autocrático tiene que ver sobre todo con la dimensión del quién. En el
principio de "a una cabeza un voto" está contenida la afirmación
puramente ética de la igual dignidad de cualquier sujeto político. Es la
igualdad política -la igual dignidad de todo ciudadano como sujeto de una
opinión política que debe poder contar (ser contada) como cualquier otra- el
valor ético fundamental ínsito en la respuesta democrática a la pregunta
"¿quién decide?" Por lo demás, la igualdad política, la igualdad en
la "libertad positiva" -en la capacidad de contribuir para formar la
"voluntad general", o sea, el contenido de la decisión pública, de la
autodeterminación colectiva- es, desde los orígenes griegos de nuestro léxico
político, la categoría de valor que define la naturaleza de la democracia en su
concepto ideal.
Se trata de comparar el ideal con la realidad: de ver si el proceso
político del cual es acto inicial el voto de cada cabeza, y las condiciones
históricas, sociales, económicas, etcétera, en las que el proceso se
desenvuelve, no llegan a vaciar de significado ese principio, "a una
cabeza un voto" y, por tanto, a privarlo de su valor. Pero hoy,
precisamente, el peligro es ése: que de una u otra manera dicho principio esté,
en la realidad de los regímenes que llamamos democráticos -y en algunos más que
en otros-, mutilado de su significado ético, y esté encaminado a transformarse
en un mero principio de legitimación exterior, en una simple "fórmula
política", como ha dicho Gaetano Mosca, o sea, en un engaño.
Nuestro recorrido explorativo sobre los adjetivos de la democracia toca de esta manera la oposición más general y global, el contraste entre democracia ideal y democracia real o, mejor dicho, entre los modelos normativos de democracia y los efectos nocivos de su aplicación concreta. Hoya nadie puede escapar la importancia de la reflexión en torno a este contraste, junto con la relevancia del continuo redes cubrimiento de los valores de la democracia.
Directa-representativa, formal-sustancial, liberal-socialista,
ideal-real... ¿Intentamos una síntesis ? La democracia puede ser directa o
representativa, y esta última puede conocer
diversas variantes institucionales. Pero en el mundo actual, de manera
paradójica, una democracia directa, o una menos indirecta, corre el riesgo de
ser menos democrática. La democracia es formal por definición; por esto también
es necesariamente laica y constitutivamente tolerante. Pero ello implica a su
vez que la democracia como tal no puede ser ni liberal, ni socialista: eso sí,
puede hospedar de vez en vez uno u otro contenido de valores políticos (y de
otro tipo), pero no se identifica con ninguno de ellos.
Antes bien la democracia consiste en la posibilidad de su recambio y alternancia. No por esto la democracia es incompatible con predicados de valor: libertad individual equidad social tolerancia e igualdad política son la sustancia ética de la democracia en su concepto ideal. No obstante la democracia real en los regímenes reales que llamamos democracia ¿qué tan lejos está de la democracia ideal qué tan cerca de la democracia aparente?
FEDERICO REYES HEROLES
Liberalismo político y democracia
Alrededor de pocas palabras se ha dilucidado, reflexionado, bordado
tanto como en tomo de la palabra democracia. Alrededor de muy pocas palabras se
han convocado tantos tratados y reflexiones de tan largo alcance. Pretender
decir algo nuevo del término es, por lo menos, pretencioso, y muy osado, pero
imprescindible si no queremos asesinar el concepto. Hay que revivirlo,
nutriéndolo. Más difícil aún cuando se tienen unas cuantas cuartillas para
hacerlo. Pues Michelangelo Bovero lo ha logrado. Lo anterior puede sonar a
lisonja o innecesaria alabanza, a ninguna de las cuales soy dado. Ello me
obliga a dar mis razones. Argumentaré entonces sobre por qué es novedosa esta
entrega de Bovero.
Bovero, a cuya filosa espada analítica estamos acostumbrados, efectúa
una suerte de revisión ordenadora de los principales adjetivos que, como a un
tren de capacidad de carga infinita, le han sido colgados a la democracia. Las
parejas de contrapunteo conceptual aparecen: presidencial o parlamentaria;
mayoritaria o consensual; directa o representativa; formal o real (sustancial);
burguesa o socialista; liberal o social, etcétera.
Por este ánimo ordenador, ya partir de la advertencia de que "
...para ir más allá de esta vaguedad retórica, de verdad son indispensables los
adjetivos", Bovero se lanza a desbrozar, a limpiar hermenéuticamente, los
contenidos explícitos e implícitos de esta selva conceptual. Llega así a una
sencilla apuesta que disuelve la tensión manejada durante décadas entre la
democracia formal, que ignora el contenido de verdad social que no llega a las
urnas, y la democracia denominada real, que desprecia las formas.
Para Bovero, se trata de un falso dilema, de una pista engañosa que nos
lanza a perseguir una presa inexistente. "La democracia es formal por
definición pues -nos dice-, se trata de un acuerdo sobre las "reglas para
decidir". Pero Bovero no se queda allí, en la trampa de un formalismo
ignorante de lo social. Recupera así ciertos principios y valores de la
tradición socialista que arrojan luz sobre la equidad en la distribución de los
recursos primarios. Si bien el contenido formal de la democracia es una
precondición, el otro nivel analítico, en palabras del autor, "es la
precondición de la precondición" El carácter formal de la democracia
remite a la tradición liberal, y el estatuto socioeconómico a la socialista. El
único adjetivo omnicomprensivo que podría solucionar esta discusión sería el de
"liberal-socialista" que propone el autor. Habiendo dejado atrás las
arenas movedizas de esta dicotomía, podemos avanzar.
Hasta aquí lo que ha hecho Bovero es desanudar, desenmarañar con
habilidad el enjambre conceptual, tan lejano al sentido común, creado por la
ciencia política contemporánea, disciplina que, por momentos, pareciera
morderse su propia cola, trampa a la que escapa Bovero. Pero, me podría
reclamar alguien, ¿dónde está la novedad, esa aportación novedosa que
justifique la expresión inicial?
Bovero se niega a admitir la tesis de que el carácter formal de la
democracia rechaza los adjetivos y que, por este camino, se termina por vaciar
de contenido a la democracia. Pero tampoco acepta el finalismo democrático; por
ello afirma que la democracia "...es de suyo agnóstica respecto de los
fines sociales últimos, de los modelos prescriptivos de buena sociedad
propugnados por las diferentes ideologías". No puede aceptar, y lo
entendemos, que sean los territorios de la imaginación como meta democrática
los que determinan la esencia de ésta. Si la adjetivación determina la esencia
del objeto, éste no es tal. Estamos frente a una falacia. La pregunta es
entonces qué valores hay implícitos, insitos, en la democracia misma para que
ésta de verdad lo sea.
Aquí, Bovero rompe con la mecánica académica y política de las últimas
décadas: ni la democracia vacía por un formalismo ciego, ni la adjetivación
externa que termina por convertir a la democracia en esclava de sus adjetivos.
Por el primer camino se cae en el garlito de afirmar que entre menos
abarque la democracia, más rica es. Por la segunda vertiente, la democracia se
convierte en un sirviente de las ideologías. En ellas radicaría el contenido
esencial. En el fondo se trata de una discusión ontológica que bien vale la
pena recuperar. Bovero cambia de estrategia. Se introduce entonces por los
vericuetos de la discusión en una frenética búsqueda del Kern [núcleo} mismo
del término. Laica, tiene que ser laica. "Una democracia confesional. ..es
una contradicción en los términos". Una democracia laica implica la
posibilidad de cambios axiológicos, valorativos, que inciden sobre los valores
de las acciones de los gobiernos. Pero Bovero no se detiene allí. El carácter
laico supone un principio teórico, el antidogmatismo, y uno práctico, la
tolerancia. Las certezas y los dogmas indiscutibles son mutuamente excluyentes,
incompatibles con una auténtica democracia.
El derecho al disenso y al cuestionamiento profundo están implícitos en
la democracia como un "régimen que mira a permitir la convivencia de las
diversas creencias y valores que habitan el mundo ya transformar su potencial
conflicto en diálogo y competencia no violenta". La democracia, así vista,
apunta hacia dos núcleos de valores, los de la precondición y los de las
propias reglas del juego.
La democracia, desde esta perspectiva, en teoría debe dar cabida a todo
tipo de regímenes, en cuyo caso la pregunta que se viene a la mente es en qué
se diferencia de los otros regímenes. Es ésta una parte constitutiva de una
totalidad social que puede ser cualquiera, en CUyo caso termina por disolverse
o, mejor, recuperar la aproximación dialéctica de definición del no-ser, del contrario.
Bovero nos responde: "En su núcleo esencial e irrenunciable de reglas
técnicas las reglas del juego democrático, efectivamente están implícitos
valores no técnicos, valores éticos, que constituyen la verdadera razón de la
superioridad axiológica de la democracia con respecto a otros regímenes no
democráticos". Allí retorna a Bobbio, maestro de maestros: el quién y el
cómo de la democracia y la asignación de valores implícitos en esas, para
algunos, simples reglas del juego: tolerancia, no violencia, renovación
mediante el debate libre y fraternidad. Ellas responden al cómo. El quién tiene
una respuesta lineal: a una cabeza, un voto. Igualdad política positiva que
conduce a la formación de la voluntad general.
Formal, laica, constitutivamente tolerante y que encierra la posibilidad
de recambio y alternancia. Lo demás, presidencialista o parlamentaria,
mayoritaria o consensual, directa o representativa, etc., son adjetivos
secundarios que tendrán que ajustarse a esas escasas, pero precisas, cualidades,
en el sentido aristotélico de la palabra, de la democracia.
Ahora permítanme hacer algunas reflexiones con un ánimo de provocación,
más que de lanzar propuestas o conclusiones. Hace algunos años fui invitado
como observador al plebiscito chileno. Mi condición no podía ser más
desprotegida. México y Chile no tenían relaciones diplomáticas. Aún peor, las
tensiones entre ambos gobiernos eran conocidas. Entré a Chile de manera
semiclandestina, por Argentina, jurando no ejercer mi oficio, el de escritor, pero
-eso sí- cargaba mi Olivetti. Por supuesto, envié despachos por todas las vías
imaginables. Para un mexicano que se considera a sí mismo un liberal político
el asunto no podía ser más abigarrado: un pueblo con tradición democrática
había caído en una feroz dictadura que se prolongó por alrededor de 15 años,
régimen conocido por sus atrocidades y en contra del cual existían decenas de
miles de demandas por violaciones a los derechos humanos. Ese mismo país
organizaba un plebiscito para someter a la consideración popular la permanencia
o el retiro parcial del dictador.
Los sentimientos populares estaban divididos: 56% de la población quería
que el dictador saliera, pero un altísimo 43%, deseable por muchos partidos
para gobernar constitucionalmente, se inclinaba, a pesar de todo, por que el
dictador continuara. Los chilenos irían a un ejercicio ejemplar: desde la
perspectiva de la técnica electoral, que podía validar una atrocidad. Debemos
recordar que ese plebiscito se asemejó mucho a un proceso electoral en tanto
que hubo una larga campaña depositada en manos de organizaciones que suplían
los partidos políticos. En esencia estábamos frente a un dilema teórico y de
principios: un pueblo podría votar con una organización ejemplar por un régimen
antidemocrático. Los riesgos de la democracia plebiscitaria estaban allí,
frente a nosotros
La economía marchaba bien, eran días de fiesta programados después de
años de sacrificio. El régimen había aceitado a la sociedad chilena con gasto
social muy crecido. A la oposición se le dieron márgenes de maniobra muy
estrechos, pero había, por decirlo así, ciertas "reglas del juego"
aceptadas por tirios y troyanos.
La noche anterior al plebiscito cenaba yo con Adolfo Suárez y Raúl
Morodo, artífices entre otros muchos de la transición española, allá en el
último piso del Hotel Carrera. De pronto una serie de bombazos hicieron que la
ciudad entrara en la penumbra. Ello azuzó nuestras reflexiones en plena
oscuridad. Los sondeos indicaban que Pinochet perdería el plebiscito. Nuestras
.dudas iban y venían. ¿Sería capaz el dictador de dar un nuevo golpe de Estado
y suspender el ejercicio? ¿Qué haría Con los observadores internacionales,
nosotros incluidos? ¿Cómo taparle los ojos al múndo que había enviado
Corresponsales de todas las latitudes ?
Alumbrados por una vela caímos en ese nivel de la depresión que genera
la incertidumbre. De pronto el mesero noS sacó del marasmo. Se acercó a poner
más vino en la mesa y, mirando la oscuridad citadina, noS lanzó: "iAh qué
Pinocho!" (así se referían al dictador por lo mentiroso)~ "sabe que
va a perder y que a la larga lo vamos a sacar Con los votos". Se hizo la
luz.
Arribamos al final del siglo xx y, contra todas las previsiones, el
mundo se inclina por la diferencia a través de la vía democrática. En 1950 la
UNESCO convocó a una reunión sobre democracia.
Más de cincuenta naciones asistieron a ese encuentro. Cubrían un amplio
espectro que iba desde los típicos regímenes de democracia representativa,
institucionalizada y estable, hasta los autoritarios o francamente
dictatoriales. Lo asombroso es que todos se definían a sí mismos Como
democráticos. El final de siglo ha esclarecido el panorama. El mejor de los
cedazos para saber quién es quién en esta fiesta es el que el propio Bovero nos
ha lanzado: aquellos países en los cuales las reglas por decidir siguen estando
a discusión, es decir, que no han lo grado arribar al estadio en el cual se
aceptan, se validan socialmente las reglas para decidir, esos países no pueden
ser calificados como democráticos.
Ahora bien, ese consenso básico alrededor de la reglas abre las
posibilidades a infinidad de fórmulas político-electorales e incluso a formas
de gobierno, en el sentido aristotélico. Por un lado, la prueba democrática es
muy concreta: reglas no cuestionadas, elecciones regulares, es decir, inserción
programada en el tiempo y, por supuesto, cada cabeza un voto. Por el otro,
pareciera que cualquier forma de gobierno es acreditable por vía de estas
reglas básicas. Esto contradice, o por lo menos introduce cierta tensión, en
las cinco categorías básicas lanzadas por Platón en La República aristocracia,
timocracia, oligarquía, democracia y tiranía. Por supuesto, también sacude a
Aristóteles. El final del siglo xx confirma que la modernidad de la sociedad
industrial y de servicios no este reñida con formas de gobierno que uno
pensaría en desuso o arcaicas. Suecia, paradigma del Welfar State o Estado
benefactor, es una monarquía. La que fuera primera potencia industrial del
mundo y cabeza de un imperio centenario, Inglaterra, apuntala por todas partes
su tambaleante monarquía.
Japón, símbolo de la modernidad del microchip, es un imperio que cuida
el linaje de la casa real.
Pero no sólo se trata de países con tradiciones monárquicas que se han
conservado, sino también de otros que han reinstalado la monarquía, como en el
caso de España después de la dictadura franquista. En algunos de estos países
ciertas tradiciones típicas de los regímenes democráticos se violentan, como en
el caso de Suecia, en donde existe religión oficial e incluso un impuesto
religioso, o como con la prohibición de los partidos comunistas y fascistas en
Alemania, país que extiende el iussaguini más allá de sus fronteras. En el
escenario intermedio las diferencias siguen siendo abismales.
La Quinta República Francesa opta por un régimen de parlamentarismo
modificado, para evitar los excesos del presidencialismo y el parlamentarismo
puros. Estados Unidos de América rechaza la elección directa de presidente y
conserva un vetusto sistema de elección indirecta. ¿ Puede alguien argüir que
estos países no son democráticos? Las diferencias son todas y, sin embargo, el
acuerdo básico es el mismo: en la democracia se permiten todo tipo de
postulaciones ideológicas sustentadas en cosmovisiones, en ideas de vida, total
y absolutamente divergentes, e incluso se acepta el veto a ciertas ideologías,
como en el caso alemán, siempre y cuando exista un consenso sustentado en 'Cuna
cabeza, un voto".
En ese sentido la democracia está ligada indisolublemente a los
liberales políticos clásicos. Marsilio de Padua y el predominio del Legislativo
sobre el Ejecutivo (embrionarios evidentemente); Locke y Rousseau como padres
del contractualismo, en el cual el individuo es la esfera-eje de los valores
sociales; Montesquieu, con una nueva aproximación para catalogar a la
república, la monarquía y el despotismo, la cual, mal que bien, gira alrededor
de las coordenadas del individuo y su inserción en la sociedad; John Stuart
MilI y la idea de mantener la esfera de los derechos ciudadanos que equilibre
al ya para entonces inevitable Estado-nación; Benjamín Constant y su defensa de
los derechos civiles y políticos frente al Estado; Alexis de Tocqueville y su
advertencia sobre los riesgos de la dictadura de las mayorías.
¿Por qué tanta reticencia a admitir que en sus orígenes la propuesta de
la democracia formal, por denominarla de alguna manera, está estrechamente
vinculada al pensamiento liberal y que éste fue parido tomando como eje al
individuo? Mientras que el autodenominado socialismo científico arrojó luz
sobre lo que Bovero llama las precondiciones de las precondiciones, fue el
liberalismo político clásico el que estableció las mojoneras, las fronteras,
las delimitaciones del ejercicio de las libertades políticas plenas. Quizá
todavía merodee la idea de que el liberalismo político es un pensamiento de
derecha y que, en el extremo, puede ser conservador e impulsor de un
capitalismo incontenible, salvaje e injusto. Los tiempos hoy son otros. Las
bondades de la democracia formal están a la vista: frena la opresión, contiene
a los tiranos, encamina hacia las libertades políticas. Ya es mucho.
Ahora bien, si son tantas las bondades de la democracia, ¿por qué nos
queda un resabio de angustia, de ansiedad? Quizá la primera limitación, sana
limitación dirían algunos, es que la carga ontológica, de deber ser de la
democracia, se limita a garantizar el Dasein, el estar ahí social. Un Dasein
pleno en el cual el individuo, raíz de la articulación histórica, es espina
dorsal alrededor de la cual se acomodan los otros componentes: familia,
asociaciones civiles, partidos políticos y, por supuesto, el Estado.
La segunda gran limitación es que la democracia no construye utopías. No
hay utopía sin alguna forma de autodeterminación que se considera a sí misma
democrática.
Pero la autodeterminación no pareciera bastar.
¿ Dónde está lo otro, ese estadio superior que tiene que ser democrático
pero además justo, sin clases sociales, sin opresión, con despliegue de las
fuerzas productivas, estadio en el cual se tocan la religión civil con la
máxima creatividad, resultado del ejercicio libertario sin límite? ¿Quizás es
la imposición de ese estadio imaginativo una de las fuentes de la opresión?
Más vale haber arribado a una terrenal democracia que estar en el
trayecto, necesariamente opresivo, hacia el Edén definitivo. Demócratas han
sido muchos pero, después, los velos de la utopía religiosa, social,
milenarista o ecológica terminan por subyugar o aplastar a la primera. El
presente contra el futuro. Hay algo de vitalismo democrático que subvierte a
favor del presente esta relación.
Allí surgen los autoritarismos, en el rescate utópico de la antigüedad
sacrosanta, en la defensa a tambor batiente de la pureza étnica o racial, en la
guerra sin cuartel contra la injusticia, en la recuperación de los territorios
santos, sean físicos, geográficos o culturales, en la convicción íntima de que
la propia utopía es la mejor, la válida, la verdadera. El carácter unívoco que
cancela la pluralidad, que ahoga el espíritu democrático, es el venero que
alimenta al autoritarismo. La tolerancia como reconocimiento y aceptación del
otro y como prevención en el otro de mis propias deformaciones. Acaso el
encanto y el riesgo de la democracia es precisamente éste, parafraseando a
Gandhi: que su fortaleza proviene de reconocer sus debilidades.
La democracia no es una carta de navegación para arribar al puerto de las utopías sociales. Tampoco resuelve las encrucijadas de los desvaríos personales. La democracia no soluciona, por sí misma, la injusticia. Tampoco nos pone en el camino al paraíso como próxima estación forzosa en nuestra travesía. Cuando más, garantiza que todos los que están a bordo determinen el rumbo, que nadie imponga su criterio en el timón y que, en todo caso el destino individual y social sea compartido.
SILVIA GÓMEZ TAGLE
La democracia históricamente
posible
Es difícil hacer un comentario cuando básicamente se está de acuerdo con
las tesis del autor, como en este caso me ocurre con Bovero. El problema de los
adjetivos de la democracia me ha interesado hace mucho, precisamente por
aquella discusión que me ha tocado vivir desde los años setenta en el seno de
la izquierda mexicana, la cual por fortuna pasó de la indiferencia, y hasta el
desprecio por las elecciones, a una participación activa en la lucha por
alcanzar la transición democrática en este país.
Incluso publiqué un artículo denominado "Los adjetivos de la
democracia en el caso de las elecciones de Chihuahua, 1986", en donde
sostenía que más valía la democracia al estilo del PAN en Chihuahua (cuando
Francisco Barrio pudo haber sido gobernador) que un régimen que perpetuara al
PRI en el poder.1
1 "Los adjetivos de la
democracia en el caso de las elecciones de Chihuahua, 1986", en Argumentos:
estudios críticos de la sociedad, UAM-Xochimilco, División de Ciencias
Sociales, junio, pp. 75-106.
La democracia es ante todo un régimen formal, pero no puede entenderse
como un modelo ahistórico. Podría decirse que México está en el umbral de la
democracia, pero no ha llegado plenamente a ella, ni siquiera en sus
definiciones minimalistas. Por eso, para entender la transición a la democracia
en nuestro país hay que plantearse el proceso histórico por el cual se van
produciendo los cambios institucionales o las rupturas a veces violentas que
llevan a transitar de un régimen político autoritario a uno democrático.
La pregunta que hay que hacer es: ¿cuáles son los procesos históricos
que han llevado a institucionalizar las normas que rigen la vida política en
una democracia, para que la lucha por el poder político y los conflictos de una
sociedad sean procesados en ese marco institucional? El análisis de esos
procesos históricos en otros países contribuye a entender el presente de la
transición mexicana.
A lo largo de los últimos dos o tres siglos la democracia ha adquirido
significados polémicos; ha sido identificada tanto con equidad, libertad,
pluralismo y participación popular como con capitalismo propiedad privada
mediación y manipulación de las masas. De hecho la "democracia" es
una de las utopías occidentales, quizá la única que queda en el posmodernismo,
capaz de movilizar a grupos sociales. Pero al mismo tiempo la democracia es un
sistema político-histórico con defectos y limitaciones.
Los sistemas políticos que han sido catalogados como las "
democracias realmente existentes" según Norberto Bobbio están muy lejos de
ofrecer igualdad, libertad, pluralismo y participación del pueblo en las
decisiones que le atañen. 2
2 Norberto Bobbio, “Los ideales y la cruda realidad”, en el futuri de la democracia, Fondo de Cultura Económica, México, 1986,p.16.
Al extender el sufragio a toda la población adulta, la democracia
política fue descansando cada vez más en formas de representación indirecta, de
tal suerte que la inclusión de un mayor número de votantes en la lucha política
se vio neutralizada por la atomización del electorado y por el surgimiento de
partidos políticos con cuadros dirigentes profesión entre la sociedad y el
Estado. Son estas élites las que finalmente se disputan el poder. "La
introducción del sufragio universal (mass suffrage) hizo posible la
movilización de los ciudadanos de los estratos sociales más bajos,
económicamente dependientes, a través de los partidos políticos, y fue el mecanismo
que permitió el desarrollo de nuevas formas de influencia en los procesos de
decisión en los niveles local y nacional." 3
3 Rokkan Stein, Citizens,
Elections, Parties; Approaches to the Comparative Study of the Process of
Development, David Mckay Co. Inc., Os10 Universitetsfor1aget, Nueva York, 1970,
p. 43.
Algunos teóricos de la democracia política han estudiado en detalle los
mecanismos que llevan a reproducir el poder de las élites partidistas ya
disminuir los efectos de la representación popular, hasta el punto en que la
democracia ha perdido su significado primario: el gobierno del pueblo y para el
pueblo. Ha transcurrido poco más de un siglo desde que los marxistas criticaron
la democracia política por ser un método para encubrir las desigualdades de la
sociedad burguesa, hasta el derrumbe casi catastrófico de los sistemas
políticos de partido único en los países de Europa del Este.
El sufragio universal y la posibilidad de que los partidos de izquierda
participaran en el Parlamento no fueron una concesión gratuita de la burguesía,
ni sólo un engaño manipulador, ya que por más que la intención de la burguesía
fuera ésa (la de un engaño manipulador), en la práctica la presencia de las
clases dominadas en el escenario político del siglo xx ha modificado de manera
sustancial los lineamientos del Estado burgués. Entre otras razones, porque el
Estado, procurando siempre la hegemonía de clase, actúa en el campo de un
equilibrio inestable de compromiso entre las clases dominantes y las dominadas.
Además, los partidos políticos "burgueses'. o de derecha, sobre la
base de la incorporación o vinculación de diverso tipo con movimientos
populares, pudieron competir con los partidos marxistas, muchas veces con
ventaja, para lograr el apoyo de las masas, porque han tenido la posibilidad de
formular proyectos globales más exitosos para la sociedad.
La burguesía también descubrió la importancia de sustentar sus proyectos
sobre bases sociales amplias como un complemento del desarrollo capitalista
nacional.
Es importante subrayar, no obstante, que las clases sociales no sólo se
representan políticamente en los partidos políticos, aun cuando se trate de
regímenes formalmente democráticos, ya que hay muchas otras organizaciones de
la sociedad civil que, en un contexto específico, adquieren peso en la
formación del Estado, como son los sindicatos, las organizaciones patronales,
las iglesias, los grupos étnicos, etcétera. Estas organizaciones, que no forman
parte de la estructura formal de la política electoral, tienen sin embargo gran
importancia para definir las características de un régimen político
democrático, dado que representan una fuerza renovadora de las estructuras
partidarias que tienden al burocratismo.
Hay muchas democracias que se pueden concebir lógicamente, pero no hay
demasiadas formas de democracia históricamente posibles. Es por ello que, para
entender el significado de la democracia política, hay que considerar las
condiciones históricas en que se han desarrollado los regímenes democráticos
que existen hoy en día. Las transformaciones que ha sufrido el término
democracia en Occidente, desde la época de los griegos {cuando se le definía
como el gobierno del pueblo) hasta nuestros días, refleja el significado acumulado de las múltiples
experiencias de gobierno de los dos últimos milenios.
Para establecer algunas de las características de este tipo de régimen
político es necesario tener presentes las etapas de desarrollo de las
democracias occidentales y los procesos históricos, muchas veces coloniales,
por medio de los cuales los países de Europa y Estados U nidos han irradiado su
influencia para extender ese tipo de régimen político a otros continentes.
La consolidación del Estado nacional en Europa y Estados Unidos fue
acompañada de la institucionalización de las relaciones políticas, las
elecciones y los partidos. Desde el punto de vista histórico, la lucha contra
el absolutismo en Europa coincidió con el desarrollo económico capitalista, la
lucha por el libre mercado, la industrialización, la urbanización, el Estado
constitucional o Estado de derecho y la definición de los rasgos fundamentales
de la democracia política. Estas fueron las condiciones de posibilidad
histórica de la democracia, aun cuando no existen razones lógicas para sostener
que éstas son las únicas condiciones en las que se pueden desarrollar regímenes
democráticos.
Interesa destacar las condiciones en las que surgieron las democracias
"clásicas", en contraste con el desarrollo de regímenes similares en
países como México, con tradiciones culturales y políticas distintas, porque
esa historia ha permitido la existencia de normas socialmente aceptadas y
reconocidas como válidas, que regulan la participación y la lucha por el poder
político. Estas normas definen quiénes, cuándo y cómo pueden participar en una
contienda electoral.
La integración nacional y la definición de los sistemas electorales se
produjeron como resultado de un largo proceso que tomó varios siglos, desde la
democracia "censitaria" hasta la institucionalización del sufragio
universal, de las elecciones de mayoría a las formas complejas de
representación proporcional y la definición de los ciudadanos con derecho a
votar, las normas para la actividad de los partidos y de los candidatos, y los
sistemas para contar los votos y calificar las elecciones.
Según Sartori, primeramente se fortaleció el Estado-nación como un
Estado de derecho y se aceptó la idea de la división y el equilibrio de
poderes. Esto implicó definir en la Constitución que el cuerpo político no sólo
podía, sino debía, separarse en "partes'. con el fin de introducir un
cierto contrapeso en el uso -y abuso-- del poder.
El reconocimiento del pluralismo como hecho legítimo en la lucha por el
poder es otro aspecto cultural peculiar de los países donde existen regímenes
democráticos, porque implicó la existencia de centros de poder autónomos entre
sí y la aceptación de formas de lucha por el poder político no destructivas del
sistema en su conjunto. La aceptación de la
pluralidad de partidos fue mucho más tardía, aun cuando los partidos
políticos de hecho (no reconocidos en la ley) existieron desde el siglo XIX, y
en algunos casos sus orígenes deben buscarse en las organizaciones políticas de
los siglos XVII y XVIII.
Los partidos fueron aceptados, afirma Sartori, "al comprenderse que
la diversidad y el disentimiento no necesariamente son incompatibles ni
perturbadores del orden político".4 Sin embargo; el pluralismo
político con todas sus consecuencias sólo se consolidó cuando el Estado
nacional había alcanzado cierto nivel de integración, porque "no resulta
un paso fácil hacer funcionar un sistema político en el que muchos partidos
perturban la comunidad política".1
4 Giovanni Sartori, Teoría de
la den1ocracia, vol. II, Los problemas clásicos, Alianza Editorial, 1989, p.
330.
5 Giovanni Sartori, Partidos y
sistemas de partido; marco para un análisis, vol. I, Alianza Editorial, 1987,
p. 35.
La democracia como forma de gobierno, de régimen político, no puede
dejar de ser vulnerable al problema de la gobernabilidad; la noción de
pluralidad en política supone también traer a la discusión la pluralidad
cultural.
Sin pluralismo no hay democracia posible. Con un exceso de pluralismo se
puede caer en la ingobernabilidad o bien regresar al régimen autoritario.
Para consolidar la democracia es indispensable que existan
organizaciones intermedias en la sociedad, partidos políticos principalmente,
pero también sindicatos, clubes, grupos identificados por su religión o
ideología. La densidad de ese tejido social y su grado de democracia interna
deben tener gran peso en los adjetivos específicamente democráticos
de un régimen político en un país y un momento histórico específicos.
Desde esta perspectiva, el pluralismo es un ingrediente fundamental de
la democracia, la cual se sustenta en la posibilidad que se ofrece al individuo
en una sociedad de gran escala- de escoger entre múltiples asociaciones
voluntarias.
Las sociedades no pluralistas están divididas en castas o etnias
diferenciadas porque cada grupo es un "conjunto cerrado" respecto de
los demás; de tal suerte que la nación se integra por grupos que se relacionan
entre sí como unidades compactas; no hay un sujeto individualizado como es el
ciudadano, que puede emitir un voto secreto por un partido y escoger entre un
'conjunto de posibilidades. El individuo que pertenece a una casta o a una
etnia no tiene opciones, su identidad está previamente definida por su
nacimiento.
Por un lado, la aceptación del "disenso" es lo que mejor
expresa el pluralismo; y, por el otro, el consenso no es igual a unanimidad.
"El consenso es una unanimidad pluralista, no consiste en una sola mente
postulada por una visión monocromática del mundo, sino que evoca el inacabable
proceso de ajustar mentes (e intereses) que disienten en coaliciones cambiantes
de persuasión recíproca." 6
6 Ibidem, p. 372.
En México, la construcción de la democracia tendrá que reconocer la
necesidad de respetar el disenso, primer aspecto difícil después de un régimen
de partido predominante que todavía pretende ser el único heredero legítimo de
la Revolución. Pero además deberá contemplar la participación pluricultural de
los grupos étnicos que conforman la nación.
La democracia sólo puede construirse sobre la base de aceptar que todos los partidos políticos están en condiciones de aspirar legítimamente al poder, y en esa medida todos los proyectos de nación merecen tener la oportunidad de competir en condiciones de igualdad para que los ciudadanos decidan cuál es su preferencia. Supone reconocer que existen diferencias étnicas y sociales que merecen respeto y deben tener oportunidad de participar en el proyecto nacional con sus propios valores, costumbres, idioma y voluntad política. Pero también exigiría de esos grupos étnicos diferentes que forman parte del país el aceptar la vigencia de los principios elementales que caracterizan una democracia; como los ha definido Bovero: los adjetivos de la democracia.
Michelangelo Bovero es doctor en filosofía por la Universidad de Turín,
Italia. Discípulo de
Norberto Bobbio y sucesor del mismo en la titularidad de la prestigiosa
cátedra de Filosofía Política en dicha institución, ha publicado en español los
libros Sociedad y Estado en la filosofía moderna (FCE, 1976) y Origen y
fundamentos del poder político (Grijalbo, 1985), ambos en colaboración con
Norberto Bobbio, además de numerosos artículos y ensayos en revistas
latinoamericanas .
En su país publicó Teoría de las élites (Loescher, 1975) y Hegel y el
problema político moderno (Angeli, 1985). Es compilador de dos volúmenes
titulados Investigaciones políticas (11 Saggiatore, 1982-1983). También es
compilador de Argumentos para el disenso, obra en dos volúmenes que aborda el
tema de la política militante en Italia.
Es miembro del comité editorial de la revista italiana Teoría política.
Es también encargado -junto con Luigi Bonanate de la recopilación y publicación
de una serie de escritos dedicados a Norberto Bobbio publicados bajo el título
de Por una teoría general de la política (Pasigli, 1986).
Coordina, junto con Salvatore Veca (Universidad de Milán) y Remo Bodei (Escuela Superior de Pisa), el Seminario Interinstitucional de Filosofía Política. Desde 1987 ha visitado en diversas ocasiones nuestro país, donde ha establecido profundos lazos de colaboración académica.