I.
La importancia de la libertad y la democracia como valores de la política
II.
Esencia y fundamentos teórico-políticos de la libertad
III.
Liberalismo, libertad y democracia
IV.
El papel de la libertad en la construcción de los gobiernos democráticos
V.
Conclusión: Los desafíos para la libertad y la democracia en el siglo XXI
En
este trabajo, Víctor Alarcón Olguín analiza la relación entre libertad y
democracia dentro de los sistemas políticos contemporáneos en dos vertientes:
en primer lugar, afirma el autor, se trata de una relación "compleja y
multitemática" y, en segundo término, intenta mostrar que tiene características
de "interdependencia y síntesis".
Nos
presenta una revisión histórica y teórica desde la aparente contraposición
entre ambos conceptos y la manera en que han ido desarrollándose los mecanismos
de organización de la sociedad y del poder, por una parte, y los derechos
individuales y colectivos, por la otra, hasta llegar a la concepción del
ciudadano como quien ejerce la soberanía del pueblo, en la cual libertad y
democracia encuentran una primera síntesis. Incorpora una valoración ética,
que considera importante para alcanzar un equilibrio entre el individuo y su
libertad y la colectividad y las formas de poder. Recupera valores como la
igualdad, la justicia, la tolerancia, el diálogo y la responsabilidad, entre
otros, para dar contenido real a una democracia que responda a las necesidades
particulares y generales. En este sentido, Alarcón plantea que la libertad
permite la capacidad crítica de los ciudadanos y el ejercicio de la soberanía,
ambas situaciones fundamentales para un sistema democrático.
En
este punto se refiere a los conceptos de libertad "positiva" y
"negativa", en términos de los límites que deben establecerse a la
libertad individual para lograr la convivencia armónica en sociedad. Surge,
entonces, la caracterización del Estado de derecho, cuya función es encauzar y
moderar la libertad a través de regulaciones comúnmente aceptadas, y hacer
prevalecer los intereses públicos. Sin embargo, de nuevo en el plano histórico,
el autor explica que, en la medida en que el Estado fue desarrollándose -en
particular en el terreno de la economía y cobró formas asistencialistas
primero y rectoras después, especialmente en los sistemas de planificación
central, el equilibrio entre Estado y sociedad se pierde. A partir de las crisis
financieras y productivas de este siglo, de la caída de los sistemas
socialistas y de diversos procesos en que han emergido poderosas
entidades financieras supranacionales, tanto el Estado como los mercados han
atravesado por procesos de reestructuración a fin de restaurar el
equilibrio.
Caracteriza
también el autor diversos enfoques del liberalismo como doctrina de la
libertad, su oposición a las ideologías totalitarias y su desembocadura en el
liberalismo democrático. Asimismo, dedica un apartado a la construcción de los
gobiernos democráticos y al papel que en ello juega la libertad, en tanto que
se manifieste como ejercicio de las capacidades de asociación y participación,
en pluralismo y en equilibrio de fuerzas.
En
un mundo en el que el ejercicio de la política tiende a girar en torno de la
economía, recupera la necesidad de una valoración ética que atienda las
injusticias que persisten y amplíe la participación ciudadana -más allá de
las elecciones de gobernantes y representantes a otros ámbitos sociales de
organización fuera del Estado (la cultura y la familia, por ejemplo). Sostiene
Alarcón que la democracia es perfectible y que deben reconocerse las
limitaciones que las ideologías de cualquier signo han impuesto al desarrollo
político con objeto de incorporar, en un nuevo modelo, una sociedad actuante y
un Estado capaz de responder a las necesidades de justicia de la colectividad.
Para
ello propone "más libertades y más democracia" en un proceso que
encare el futuro construyendo un contexto de asociaciones internacionales ( que
no impliquen subordinación), que genere nuevas instituciones para "la
libre expresión soberana de todos los ciudadanos", así como el
cumplimento de los derechos humanos fundamentales.
Instituto Federal Electoral
En
las páginas que se presentan a continuación se pretende ofrecer al lector un
acercamiento básico a los usos e interpretaciones contemporáneos del concepto
de la libertad en sus ámbitos teórico y práctico. Al mismo tiempo, se
pretende demostrar que dicho valor es un componente insustituible dentro del
funcionamiento de los sistemas políticos modernos. Con este fin, también se
discutirán algunos de los elementos ideológicos, históricos y
legal-normativos que han facilitado la vinculación de la libertad con la
democracia. Por último, se incluye una agenda temática de los retos y áreas
de interés que deben orientar al ciudadano para construir y fortalecer
compromisos de responsabilidad individual y colectiva en la instrumentación de
ambos principios como parte sustantiva de una educación política, por medio
del uso equilibrado de sus capacidades y derechos en un ambiente plural y
recientemente participativo.
Uno
de los principales desafíos que nos revela el mundo actual es cómo revitalizar
la relación entre libertad y democracia, en tanto conjunto de derechos
insustituibles e inherentes a la acción de los individuos, no sólo dentro de
sus ámbitos cotidianos, sino también dentro de las instituciones y prácticas
políticas que han tenido alcances históricos trascendentes. El siglo xx fenece
con una clara contradicción: si bien las ideas de la libertad y la democracia
se han extendido notoriamente dentro del léxico común de muchas sociedades, en
los hechos estamos todavía muy alejados de una plena vigencia en su adopción.
Esto
es, seguimos atrapados en el dilema básico de dilucidar si existe o no una
primacía entre los ambientes público y privado en donde se desenvuelven los
individuos. Igualmente, se cuestionan cuáles son los atributos o actividades
que pueden ser regulados dentro de las instituciones creadas por dichos
individuos. y también se continúa reflexionando acerca de las posibilidades
infinitas o acotadas que tienen la interpretación y el ejercicio de la libertad
conforme a los fines y necesidades particulares, o si ésta puede realizarse a
partir de una lógica de compromiso decisorio de tipo colectivo que pueda ser
dictada por el Estado, la corporación o la comunidad de manera irrestricta.
A
pesar de esta suerte de acuerdo convencional sobre el valor moral y la
conveniencia de que toda sociedad moderna pueda promover un marco político
basado en la libertad y la democracia, para algunas ideologías la relación
entre estos dos conceptos no es una de carácter complementario e
interdependiente, sino que se basa en una de naturaleza conflictiva y de
condicionamiento, incluso llegando a proponer la destrucción de uno de los dos
en aras de justificar la salvación del elemento amenazado por la presencia
excesiva del que se ha convertido en su "contrario".
En
este caso, la pretendida oposición entre libertad y democracia ha derivado en
funestas experiencias tales como los fascismos o los totalitarismos, posturas
que en la supuesta defensa de la libertad o la democracia -según sea el caso
han terminado por destruir a ambas. Desde mi punto de vista, el siglo xx fue
incapaz de generar un equilibrio ideológico que hiciera factible la existencia
de entornos políticos con ámbitos más amplios de libertades y derechos, al
mismo tiempo que estuvieran orientados
mediante decisiones y contextos deliberativos de corte democrático, los cuales
se pudieran traducir, a su vez, tanto en formas renovadas de participación
(individual o masiva), como en instancias de representación que fueran más
accesibles para los ciudadanos. Como se verá, entonces, dentro de las páginas
de este ensayo, la recuperación de la relación entre libertad y democracia en
las sociedades modernas también posee la intencionalidad de reivindicar el
valor de la organización política y económica democrática. Esto es, destacar
la vigencia de principios tales como la división y equilibrio entre poderes, la
concreción de un pluralismo político por medio de organizaciones partidarias
incluyentes e interactuantes con otros segmentos de la sociedad, así como la
necesidad de promover libertades económicas que proporcionen estabilidad,
bienestar y progreso para la ciudadanía.
Igualmente,
resulta importante asumir la presencia insustituible de un Estado de derecho que
contribuya a garantizar la aplicación y respeto universalista de un sistema de
justicia con pleno apego a la legalidad e igualdad de oportunidades. En suma, la
relación entre libertad y democracia sigue siendo, por ahora, una de las más
urgentes tareas en los procesos de construcción política y económica
que se están verificando en muchas partes del orbe.
Desde
luego, se debe indicar que este trabajo tiene una finalidad esencialmente
introductoria, y no pretende agotar todas las
vertientes en que esta asociación entre ambos conceptos pueda sustentarse. Para
ello, remito al lector a que consulte el aparato bibliográfico anexo.
VÍCTOR
ALARCÓN OLGUÍN
I.
La importancia de la libertad y la democracia como valores de la política
1.
LA RELACIÓN ENTRE LIBERTAD Y DEMOCRACIA. PREMISAS BÁSICAS
Contra
lo que pudiera pensarse, la relación entre libertad y democracia no siempre ha
gozado de las mejores condiciones para su manifestación y desarrollo dentro de
nuestras sociedades a lo largo de la historia. Incluso conviene reiterar que en
ciertos contextos y épocas, como ya se indicó en la introducción, ambos
valores se han contrapuesto o negado entre sí. Resulta importante indicar que,
pese a los esfuerzos emprendidos desde diversas ideologías para seguir
manteniendo una separación u oposición doctrinaria entre ambos conceptos, sea
por cuestiones de interés, jerarquía o campos de acción, conviene decir que
dicho antagonismo conceptual es altamente pernicioso y estéril.
Por
el contrario, es menester afirmar que dentro de las instituciones políticas
modernas la materialización de gobiernos representativos y participativos sería
imposible si no se contara con la interacción que generan, por una parte, las
capacidades racionales de elección y decisión abiertas que definen al valor de
la libertad; o, por otra, estuvieran ausentes las condiciones procedimentales
que permiten garantizar el ejercicio de la voluntad humana en su cometido de
satisfacer sus necesidades de una manera justa y sin afectar a las demás
personas, tal y como se puede entender, en primera instancia, un concepto ético
de la democracia.
Más
que verlos como conceptos separados es posible indicar que la relación entre
libertad y democracia, aunque multidimensional en sus alcances, se caracteriza
por una creciente interdependencia y síntesis. Esto es, pensar a la libertad
fuera de un contexto institucional de naturaleza democrática; o viceversa,
pensar a la democracia sin un contexto mínimo de libertades que la apoyen, hace
que se desdibuje en buena medida cualquier defensa de la civilización y la
modernidad, por cuanto que la libertad y la democracia son puntos de referencia
para todo individuo y sociedad en la constitución y expresión de sus acciones
más elementales.
Quienes
se han obstinado en ver a la libertad y la democracia como valores opuestos
asumen, dentro de la historia de las ideas políticas, que la libertad es un
elemento natural e intrínseco a la condición humana, mientras que la
democracia es, acaso, uno de los tantos medios organizativos
"artificiales" de que se dispone para ordenar la administración de
los asuntos públicos y privados. Dicha oposición llega al nivel de manifestar
que la libertad puede verse amenazada por una excesiva demanda de homogeneidad e
igualdad. La libertad se reivindica a sí misma como un derecho permanente a la
diferencia, la innovación y el cambio, que permanece dentro de los individuos y
sociedades, por lo que introducir métodos de asignación de recursos y de
justicia basados únicamente en la mera medida de la igualdad termina por
destruir las capacidades creativas y de conservación de las sociedades, si bien
dependiendo de las circunstancias y los actores involucrados.
En
este orden de ideas, la libertad se convierte en el principio sustantivo de la
convivencia, mientras que la democracia es un factor adjetivo en el desarrollo
de la misma. La libertad debe ser ejercida a efecto de explotar plenamente todas
las capacidades humanas, por lo que cualquier intento por manipular sus
contenidos deviene en su negación. Sin embargo, en reiteradas ocasiones se ha
constatado que la supresión de la libertad, en aras de una idea generalizante
de la democracia, tal como ha acontecido en las experiencias comunistas o
fascistas, termina por cancelar no sólo a la primera, sino también a la
segunda.
Lo
anterior marca una notable diferencia entre las experiencias clásicas de la
antigüedad, la Edad Media y la modernidad, en tanto que la primera privilegiaba
una presencia individual de la libertad en detrimento de la democracia, como
ocurrió en Grecia y Roma (es importante resaltar que los grandes pensadores clásicos,
como Platón, Aristóteles o Cicerón, colocaron siempre a la democracia en los
peldaños más bajos de las formas de gobierno legítimas, por considerarla una
fuente muy proclive a la inestabilidad y la alteración del poder mediante las
guerras civiles).
Por
su parte, la concepción moderna de la libertad -imperante a partir del
Renacimiento y consolidada con la Revolución Francesa- trató de imponer un
valor esencialmente democrático a dicho principio, con una percepción
igualitarista y republicana que permitiera fijar un contexto social homogéneo
para los individuos gracias a la naciente actividad de los Estados-nación.
Debido a esta importante revolución, acaecida en los siglos XVI a 81 XVIII, las
sociedades modernas pudieron crear una práctica de la libertad capaz de
trascender el pluralismo limitado de las cerradas corporaciones de la Edad
Media, cuyas ideas de libertad y derechos estaban reducidas a los espacios que
les eran otorgados por parte de los monarcas absolutos para el ejercicio
privilegiado de los mismos (movimiento que se identificaría con autores que van
desde San Agustín, Santo Tomás de Aquino y Nicolás de Cusa, y llega hasta el
siglo XVII con autores como el inglés Robert Filmer y el francés J.B.
Bossuet). Estos resquicios de libertad operaban, aunque sin comprometer prácticas
decisorias de corte democrático, y sólo eran válidos para ciertos grupos como
las iglesias, la milicia o los gremios, quienes ejercían dichos privilegios
otorgados sobre el resto de la sociedad y, en ocasiones, podían hacerlo incluso
frente al propio poder político, provocando, entonces, que las ideas de
libertad y democracia se colocasen en un contexto excepcional y, por tanto, se
mantuvieran constantemente acotadas a efecto de no poner en riesgo a las propias
instituciones del poder.
En
las concepciones antigua y medieval de la libertad se sacrifica el ideal
colectivo de la sociedad en aras de una sumisión absoluta al poder monárquico,
mientras que en la moderna se procura alentar el factor de la diversidad y la
tolerancia mediante un entorno de igualdad electiva que haga de la libertad un
verdadero "bien común": un derecho que vuelva accesible y ejercitable
para todos los individuos la posibilidad de gobernar dentro de un nuevo modelo
de organización política dominado por el imperio anónimo de las leyes. Todo
individuo tiene igual posibilidad de regir los asuntos de la república; todo
individuo tiene igual derecho a elegir.
Las
posturas greco-romana y medieval de la libertad generalmente terminan por asumir
el valor de una sociedad política excluyente, mismo que se expresa en el
principio de que no todas las personas podían ser vistas como ciudadanos, es
decir, como sujetos con plenos derechos que les permitan opinar y decidir en
torno a los asuntos públicos de la ciudad. La idea de la libertad moderna será
reivindicada, entonces, como un mecanismo convencional que rechaza los supuestos
de la predestinación religiosa providencialista cristiana que justificaban el
llamado "poder natural" de los monarcas, los papados y las
aristocracias, cuyas prácticas habían fortalecido los principios de una
ciudadanía restringida que fue extendiéndose durante la Edad Media, y que
todavía hoy se manifiesta en ciertas posiciones conservadoras.
Contraria
a la lógica que coartaba un ejercicio amplio de los derechos individuales y
colectivos, la concepción moderna de la libertad y la democracia ha querido
privilegiar una dinámica de participación que se concentra en las decisiones
electivas de la sociedad de masas (ya desde la propia Edad Media, autores como
el italiano Marsilio de Padua; o en el siglo XVI, como el francés Etienne de la
Boetie o el alemán Johännes Althusius, se pronunciaban por los derechos del
pueblo para poder expresar y decidir de manera abierta sobre los asuntos de su
propio interés, y con igual derecho que los nobles).
Gracias
a ello, también se puede construir una concepción distinta de la democracia,
la cual rechaza aquellas premisas que pudieran suponer el predominio de una
mayoría artificial que pueda lograr más beneficios y derechos debido al
ejercicio condicionado de la ciudadanía. No obstante este importante cambio,
las nuevas ideas de libertad y democracia deben asumir la obligación de
respetar todas aquellas diferencias que impidan la imposición arbitraria de
voluntades y que vayan en contra de la integridad física o moral de las
personas en los ámbitos público y privado.
Sin
embargo, dentro de estas visiones históricas de la relación entre libertad y
democracia debe indicarse que ambas todavía nos remiten a situaciones de
alcance parcial. Hasta la fecha, para muchos especialistas ciertamente resulta
una paradoja asumir que la democracia moderna todavía necesite de mayores
compromisos de tipo expansivo e igualitario por parte de los individuos en favor
de las instituciones públicas, para así romper con la noción restringida de
ciudadanía, aunque ello pudiera afectar la libertad y los derechos de las minorías.
No
obstante, para muchos otros pensadores resalta el hecho de que la restitución
de las libertades individuales y colectivas debe ser el fundamento de la lucha
democrática de las minorías en contra de los excesos del poder institucional
mayoritario, a partir de la reivindicación de ciudadanos auténticos con
capacidades verdaderas de opinión, posesión y acción sobre sus derechos, y
que sean capaces de defenderse en contra de las estructuras abusivas e
intolerantes que han desviado el cauce de sociedades y Estados enteros mediante
el ejercicio de la fuerza o la manipulación ideológica en contra de segmentos
específicos de la población.
En
condiciones opuestas a la excesiva e inmoderada libertad, como ocurre dentro de
muchas variantes y etapas históricas del capitalismo, la premisa de la protección
de cierta idea de libertad irrestricta, sin principios de solidaridad o
compromiso mutuo entre los ciudadanos, hace que la propia democracia se vea
disminuida en sus posibilidades de concretar una existencia basada en el
equilibrio ideológico y funcional entre las instituciones y los grupos
sociales, para así evitar la tentación por las soluciones extremas.
Esta
oposición también puede ser juzgada desde otra perspectiva, que defina a la
libertad y la democracia modernas como un problema de reconocimiento a los límites
de sus propios actos. La idea moderna de la libertad asume que no puede ser
irrestricta en sus usos, por lo que la democracia le aporta aquí una cuota de
moderación y dirección cruciales. La libertad requiere ser encauzada, como
cualquier fuerza natural, a través de mecanismos convencionales que surgen a
partir de la propia coexistencia humana. En este contexto, la libertad moderna,
si bien puede ser definida como la capacidad de realización sin obstáculos que está presente en cada individuo y,
consecuentemente, en las diversas instancias de la sociedad, debe ser orientada
bajo un principio rector cuya finalidad ética se condense plenamente en un
mecanismo de organización decisoria, como en este caso lo es la democracia.
La
democracia moderna se construye, entonces, como una serie de mecanismos
decisionales y deliberativos que transforman a la voluntad creadora que se
encuentra dispersa dentro de los individuos y las sociedades. La libertad es,
ciertamente, un atributo indispensable, pero en sí mismo insuficiente, para
lograr la integración política de los individuos, ya que la verdadera
manifestación de su ejercicio se cifra en su desarrollo y transformación en un
poder colectivo que debe ser administrado de manera racional y apegado a un
ideal de retribución, utilidad o justicia.
Sin
estas condiciones de reconocimiento mutuo, que convierten a la libertad en un
derecho ya la vez en una capacidad decisoria que permiten canalizar ciertos
acontecimientos de manera aceptable y correcta, más allá de la mera voluntad
de individuos aislados, también resultaría difícil ubicar con claridad el
papel transformador que posee la democracia para garantizar el surgimiento de un
espacio público de relaciones sociales y culturales, como lo constituye la
actividad política en general.
Sin
embargo, cabe decir que la libertad debe manifestarse entonces en dos planos:
como autoafirmación inicial de los individuos y como reconocimiento posterior
entre ellos mismos a partir de la propia mecánica democrática, en tanto que
esta última significa la mejor forma disponible para la realización personal y
la obtención de apoyos mutuos. A su vez, la democracia debe delimitarse también
a partir de dos importantes tareas: dar proyección y contenido funcional a las
libertades individuales, además de convertirse en la manifestación de una
voluntad colectiva; esto es, reconocerse como parte de una libertad de nuevo
tipo producida por la integración y cooperación de grupos con intereses y
actividades diversos dentro de un arreglo institucional determinado.
Desde luego, esta idea de interdependencia resulta imprescindible en el camino para entender que la relación entre libertad y democracia no es sólo meramente circunstancial, sino que también se proyecta como una síntesis que hace, entonces, significativa la vigencia de un principio impulsor (la libertad) sumado a la de su catalizador (la democracia), en tanto puntos de referencia básicos con los que se puede dar sentido y profundidad a una práctica de la política que sea producto de la libre voluntad asociada de los individuos para crear gobiernos justos y equitativos.
2.
LA LIBERTAD Y LA DEMOCRACIA COMO DERECHOS POLÍTICOS
Como
se afirmó en el inciso anterior, el binomio libertad y democracia se define a
partir de un concepto de la política moderna que se ha sustentado con mucha
claridad desde la época de la Ilustración y la Revolución Francesa hasta el
presente, ya que permite superar los contenidos contrapuestos que ambos
conceptos poseían en la antigüedad greco-romana, en el cristianismo gremial
del Medioevo, e incluso en los movimientos contrarreformistas de los siglos XVI
y XVII, todos ellos tendientes a formalizar una visión restringida de la
libertad en aras de preservar los llamados fueros, mercedes, encomiendas, o
cualquier otro atributo que operara como un privilegio por motivos de propiedad,
educación o condición social en perjuicio de la población.
Al
darse la separación ética entre la ciencia y la religión, el diseño racional
de las emociones (atributos producto de las filosofías desarrolladas entre los
siglos XVII y XVIII por el francés René Descartes, el escocés David Hume y el
alemán G. W. Leibnitz) y la trascendencia de las capacidades individuales en
productos técnicos e industriales al servicio de la propia humanidad (que
culminan con el movimiento de la "Enciclopedia" francesa y la Revolución
Industrial inglesa), permiten asumir que la libertad y la democracia no son
meros valores circunstanciales, sino derechos que deben ser defendidos,
sistematizados y enseñados a toda persona para que ésta pueda tener un
involucramiento cabal en los asuntos políticos. La libertad y la democracia
son, entonces, asumidos como derechos inalienables de los individuos; esto es,
que no pueden ser condicionados ni cedidos a otras personas o entidades, a menos
que medie una buena explicación o beneficio para convencer a una persona a
realizar dicha transferencia de sus derechos a manos de otra entidad o sujeto.
De
esta manera, la libertad y la democracia se vuelven piedras de toque para
facilitar la transformación y extensión del hombre en ciudadano; esto es, para
colocar al género humano no sólo como el centro de su propia reflexión -gran
mérito del Renacimiento italiano con Nicolás Maquiavelo y Pico della
Mirandola-, sino también ahora para transitar a un entendimiento de las
acciones humanas mediante la proposición de principios rectores que hicieran
pensable un conocimiento esencial y fidedigno de los comportamientos y
motivaciones de los actos políticos que son llevados a cabo por los propios
seres humanos.
Reconocer
este proceso de formación de las sociedades modernas a través de esta dualidad
hombre-ciudadano permite también a los individuos moverse entre la razón y la
ciencia, en tanto que la libertad se proyecte como un valor contingente del aquí
y ahora necesarios para su realización, con cuya acción se puedan calificar
los atributos y funciones de las instituciones públicas bajo nuevos parámetros,
como lo será considerar la racionalidad limitada en los actos de los líderes
de los Estados y las naciones.
Este
enfoque "técnico" y "científico" de la política implicará
la posibilidad de analizar las condiciones legal y legítima de las decisiones
políticas, que se basaban hasta ese entonces en una naturaleza amorfa,
intuitiva y particular, para pasar así a un reconocimiento de habilidades entre
congéneres que ahora se pueden reunir en torno al estudio de fenómenos y
problemas de naturaleza convencional, pública e intersubjetiva.
Bajo
esta metodología incipiente, la libertad y la democracia son susceptibles de
ser generalizables, siempre y cuando sus significados esenciales no impliquen
una renuncia arbitraria al goce de las posesiones, cuerpos o ideas de los
individuos, más allá de lo que se considere moralmente justo o necesario
conforme al propio derecho y el interés del Estado.
En
una dirección inversa, las ideas de la libertad y la democracia adquieren un
valor más allá de lo práctico y se colocan como valores trascendentes. Este
cambio positivo en favor de las ideas democráticas y liberales ha permitido
que, a partir del siglo XVII, su presencia se contemple como fundamental, y se
comience a revertir la escala clásica de clasificación de los gobiernos, para
así colocarse, como se mantienen hasta la fecha, como los atributos de
organización mínima del poder político más deseables dentro de nuestras
sociedades.
Más
que como instrumentos prescindibles o limitados dentro una concepción
absolutista del poder y de la política, que se sustenten a partir de la
contención y la supresión de todo enemigo potencial, las ideas de libertad y
democracia se fundamentan, a partir del siglo XVII, como los instrumentos
imprescriptibles en el tiempo, capaces de crear una concepción asociativa y
extensiva del poder que vislumbra como necesaria una política de la defensa del
bienestar común, pero que a la vez garantiza la permanencia de las capacidades
individuales básicas de los integrantes de esa misma sociedad. La libertad y la
democracia facilitan que la política pueda ser un oficio cuyo manejo
requiere de instituciones y prácticas convencionales, a las cuales sea cada vez
más fácil y deseable poder acceder para beneficiarse de ellas, por sobre la
actitud de intentar permanecer aislados o separados de la propia sociedad con
fines egoístas.
Este
triunfo del racionalismo constructivo y científico dentro de la comprensión de
la política no podría entenderse sin otros pasos históricos previos, como lo
son el protestantismo reformista de los siglos XVI y XVII, encabezado por Martín
Lutero y Juan Calvino; el surgimiento del derecho de resistencia y la objeción
de conciencia; pero, más específicamente, el desarrollo del contractualismo.
Todos estos movimientos permitieron superar a las clásicas ideas de corte
naturalista e idealista que argumentaban la oposición y disfuncionalidad espontánea
entre la libertad y la democracia.
Al
propiciar el retorno de la razón y los derechos como factores inherentes en la
esencia de los sujetos, el pensamiento republicano y utópico renacentista de
los siglos XVI y XVII permitió, justamente, recolocar la relación entre
libertad y democracia en términos positivos. Aquí conviene rescatar el valor
de las obras de los ingleses James Harrington y Tomás Moro, o del italiano Tomás
Campanella, así como, más adelante, las ideas de reconquista de la condición
humana que se extenderían al desarrollo de las empresas coloniales que pretendían
la recreación de "mundos nuevos" o "paraísos perdidos"
(John Milton), y cuya cauda termina por manifestarse en los movimientos de
inspiración independentista del siglo XIX bajo la influencia de Thomas Paine o
los autores de -El Federalista (Alexander Hamilton, John Jay y James
Madison). Una consecuencia moderna vigente hasta nuestros días son las luchas
de "liberación nacional'" que han determinado la difícil adquisición
de libertades y democracia en nuestros países latinoamericanos durante los últimos
dos siglos.
Todos
estos movimientos permitieron dar un contorno óptimo a la relación entre
libertad y democracia como una entre libertad y democracia como una en donde
prevalecer la moderación, la prudencia y la equidistancia de los
derechos, que deben estar garantizados para todas las personas que pretendan
obtener un reconocimiento en tanto ciudadanos y actores políticos.
El
carácter inalienable de los derechos hace que la libertad y la democracia también
se puedan relacionar mediante otro atributo de la era moderna: la soberanía. El
dominio y alcance de los actos con plena conciencia y uso de la razón y las
leyes (autonomía) hacen que la soberanía sea el vínculo que transforme a la
individualidad en colectividad, a través de los artificios institucionales
creados por el propio género humano.
Sin
un dominio de sí mismos, los seres humanos no podrían conocer con claridad cuáles
serían aquellas prácticas que usurpan su voluntad y su conciencia en aras de
un falso interés colectivo. La soberanía se convierte, por ello, en un vínculo
normativo que permite reglamentar las capacidades y movimientos de los sujetos,
para transformarlos entonces en derechos, leyes y preceptos. Se mueven, así,
desde el entorno moral individual hasta el espacio público intersubjetivo e
institucional que, incluso, permite depositar dicho ejercicio conjunto dentro de
una institución social específica: el Estado.
La
idea de soberanía plasma aquí, con mucha nitidez, la asociación práctica
existente entre la libertad y la democracia, gracias a la llamada "escuela
contractualista". La soberanía es un atributo que permite reconocer con
claridad al titular de todo poder político, así como identificar el ejercicio
correcto o incorrecto de dicho poder.
Esta
cualidad asume que hay una función no compartida del poder, idea que prevalece
inalterada desde los emperadores y monarcas absolutos, mismos que podían
disponer de manera irrestricta de los bienes y personas presentes en sus
territorios, debido a que eran considerados como descendientes de los pactantes
directos con Dios, entidad originaria de su dominio. A pesar de ello, esta idea
de haber sellado un "contrato natural" debía ser avalada por la
Iglesia católica, cuyo poder superior al terrenal venía de un "contrato
divino" directo con Dios a través de la figura papal. De esta manera, la
transferencia y reconocimiento del poder de los soberanos terrenales por parte
del soberano espiritual era simplemente la traslación de una encomienda básica:
poder dominar y disponer de las personas, siempre
y cuando se cumplieran los objetivos
de hacer difundir y prevalecer los principios
cristianos por encima de los de cualquier otra religión o credo político.
Dicha
lógica contractual se extiende, por consecuencia, hacia la creación de las
jerarquías nobiliarias y militares, aunque éstas ya sólo poseen el aval
secular de la concesión o de la compra abierta de dichos privilegios por parte
de los nobles. Por esta razón, los monarcas son vulnerables y limitados, ya que
con frecuencia su sucesión se vería interrumpida por la usurpación de tiranos
que se hacen del poder por la vía de la fuerza o la intriga. Únicamente si se
lograba demostrar suficiente habilidad, fuerza o argumentos para transmitir el
poder a la siguiente generación se podía contar con el aval de la Iglesia y de
la propia nobleza. Otros medios recurrentes para la conservación y transmisión
exitosa de la soberanía lo fueron la concertación de alianzas mediante
matrimonios y el desarrollo de conquistas militares.
El
concepto de soberanía sufre durante la Edad Media una importante modificación
en el siglo XIII, cuando se redacta en Inglaterra la famosa Carta Magna, que
obliga al monarca al reconocimiento de los miembros de la nobleza como sus
pares. Ya también en esa misma época se pone
en cuestión la potestad soberana del Papado y de la comunidad eclesiástica en
los asuntos políticos terrenales, por parte de autores como Guillermo de
Ockham. Este primordial reclamo en favor de las libertades públicas laicas y
seculares -esto es, no dependientes de la Iglesia e insertas en el tiempo
"actual" en que viven los individuos- llegaría a conocerse como el
"dilema de las dos espadas".
Dicha
polémica alcanzó su climax con las llamadas revoluciones liberales y democráticas
que, a partir de la Revolución Francesa, se han prolongado con muy distintos énfasis
hasta el presente. Estos procesos de reforma, separación y eventual subordinación
de las iglesias a la acción suprema de los Estados han permitido que los
gobiernos civiles puedan abrirle paso a la libertad de creencias y de educación
como parte de los requisitos mínimos de coexistencia dentro de las sociedades
democráticas modernas.
Sin
embargo, la parte crucial que vincula la noción de soberanía con el desarrollo
de la figura del contrato social se alcanza justamente a finales del siglo XVI
con la obra del pensador francés Juan Bodino, El concepto de los derechos
naturales logra que el valor de la libertad sea considerado -junto con los de la
justicia, la vida, la propiedad o la igualdad- como un bien supremo asociado con
los fines y obligaciones que deben ser resguardados por todo soberano encargado
del poder político y la preservación de la paz. Si este soberano es incapaz de
cumplir con su cometido, es lícito entonces promover su destituci6n no s6lo por
corresponder a derecho, sino porque es voluntad decidida por los propios
ciudadanos.
Sin
embargo, en todo ello existe una diferencia crucial con las experiencias de la
antigüedad: todos los hombres ahora deben ser tratados como iguales en derechos
y recompensas por su trabajo dentro de la sociedad. Dicha extensi6n de la
franquicia para participar en política confiere, por vez primera, condiciones a
la revocaci6n y reversibilidad de los contratos o pactos históricos entre
gobernantes y gobernados.
En
este sentido, la transferencia de la responsabilidad sobre el ejercicio y
alcance de la soberanía hace que el poder ya no resida en un monarca o persona
física, cuya libertad sea irrestricta y no igualada por ningún otro individuo.
A partir de ese momento, la aportación sustancial de los contractualistas no es
asumir la construcción de un pacto social y político de la ciudadanía en
torno a una persona, sino que se genera la presencia de un contrato suscrito
primero entre la propia ciudadanía, que deposita en uno o varios representantes
suyos las funciones institucionales convenidas que dicha soberanía colectiva
desea proteger y desarrollar, entre ellas el gobierno, la seguridad y el
bienestar común, que alejen los riesgos de la guerra. Dichas atribuciones son
retornables al pueblo en todo momento.
Esto
es, la libertad política moderna también permite construir un concepto de
soberanía que se asociará con dos figuras específicas que sintetizan ahora el
interés colectivo: la nación y el Estado. En la medida en que se extiende el
radio de influencia en el cual se puede convenir la suscripción de alianzas y
pactos entre diversas comunidades, el paso hacia la llamada democracia
representativa hace que las asambleas decisorias se trasladen a la construcción
de modernos parlamentos, en donde, justamente, las decisiones y
responsabilidades sean producto de la elección regular de los propios
ciudadanos para hacer cumplir dicha soberanía de alcance popular. La soberanía
popular es, ciertamente, ese Leviatán que se erige como el producto inteligente
de una sociedad política.
El
movimiento contractual y la soberanía confieren a los Estados y naciones una
libertad que les impide estar formal! mente atados a dominio individual o grupal
alguno, así como les asigna una condición de seguridad y protección en contra
de todo uso arbitrario de la propia autoridad, gracias a las decisiones que han
establecido los individuos mediante la creación de constituciones orales o
escritas; En esta dirección, la condición unitaria de la soberanía popular se
protege mediante la división funcional de sus atribuciones en las distintas
tareas de gobierno.
Debemos
al pensamiento de autores como el barón de Montesquieu el hecho de que desde el
siglo XVIII podamos estar seguros de que las funciones del poder no queden
monopolizadas por una sola persona: la división de poderes. De ahí que un
criterio crucial de nuestras democracias modernas se apoya en su operación
diferenciada en los ámbitos ejecutivo, legislativo y judicial. Desde luego,
también resulta importante indicar que el peso específico de cada una de estas
funciones debe ser equilibrado ya que, de lo contrario, el exceso y la
permisividad harán que los objetivos del contrato se distorsionen y el poder
vuelva a caer en individuos o grupos tiránicos.
En
la actualidad, bajo la figura de 8.. nuestras constituciones, ciertamente
podemos asumir que la defensa de nuestra ., soberanía tiene una afinidad con
los principios populares, nacionales y estatales que históricamente han
construido los integrantes de una sociedad política. Al defender principios
comunes, la idea del contrato social ha permitido colocar en un espacio
coincidente a pensadores tan disímbolos como Thomas Hobbes, John Locke, Baruch
de Spinoza, Jean Jacques Rousseáu, Immanuel Kant o George Wilhelm Friedrich
Hegel quienes, a pesar de sus diversas percepciones de la condición humana,
terminan por mostrar su confianza en que las creaciones humanas puedan
garantizar la armonía y el respeto entre los individuos. En ninguno de ellos se
puede suponer la falta de libertad ni el desinterés por el llamado "espíritu
del pueblo".
La
libertad y la democracia se transforman, así, en los principios activos de la
soberanía -a la que también se puede valorar como la obligación política que
garantice entre los individuos el buen uso de sus instituciones-, mismos que no
pueden ser desatendidos por los individuos contratantes, a menos de que los
medios que se aduzcan para preservar dicha soberanía impliquen un sometimiento
de los propios individuos que
afecte su dignidad, su conciencia o su bienestar.
La soberanía (en tanto tarea colectiva que tienen los individuos para buscar la protección de la libertad a través de la acción de sus gobernantes electos) y el contrato ( que sintetiza los medios y términos por los cuales se comprometen a lograr dicha soberanía) deben asumir que no se puede escoger entre libertad o democracia, sino que la defensa y permanencia de ambos elementos es consustancial y necesaria para la propia sobrevivencia de la actividad política en contra de todo enemigo interno u externo. De ello dependen el alcance y las atribuciones que los individuos concedan para la formación de las instituciones y los derechos sobre los cuales se pacta, de manera colectiva, en materia de las reglas o los bienes que permitan la realización de un bienestar común.
3.
DE LA LIBERTAD A LA DEMOCRACIA. DE LA DEMOCRACIA A LA LIBERTAD
El
parágrafo precedente nos lanza a un nuevo territorio de análisis, que puede
sintetizarse bajo la siguiente pregunta: ¿existe una real secuencia de orden
entre la libertad y la democracia? Desde mi punto de vista sí la hay, pero
siempre y cuando se entienda que la existencia de todo concepto o actividad
humana inicia y culmina en la dimensión individual. Sin la existencia de seres
racionales que sean capaces de pensar, expresarse y transformar su entorno
personal, difícilmente se podría pensar en el paso subsiguiente, que implica
la construcción de entidades y prácticas sociales como lo son las propias
comunidades, las sociedades o las instancias de gobierno que han culminado hasta
ahora con la presencia de los Estadosnaci6n de la era moderna.
Todo
individuo debe cumplir, así, con los papeles simultáneos de configurar no sólo
una entidad política reconocible y con identidad, sino también de asumirse
como parte de un sujeto colectivo de derechos, que lo refiere a sí mismo como
el principal agente de asignaci6n de las obligaciones y los derechos que deben
existir entre los ciudadanos, a partir de los contextos definidos por las
propias instituciones y espacios en los que se desenvuelva.
Sin
embargo, un concepto tal de libertad individual no puede permanecer tan
limitado. Para su proyección y permanencia necesita de otras cualidades que le
permitan reafirmar su contenido específico, como lo son la igualdad (pensada
aquí como el derecho que tienen todas las personas a acceder, en los términos
que determine la sociedad, al goce de todos los satisfactores producidos por ésta),
la justicia (entendida como la condición de razonamiento que permite fijar los
criterios en los que se fundamenten decisiones aceptables entre los individuos),
el diálogo {que es la premisa de reconocimiento al intercambio de opiniones que
facilitan arribar a acuerdos entre los individuos) y, muy especialmente, la crítica
{atributo que permite que los individuos puedan expresar opiniones divergentes
con respecto a otras personas o a los representantes públicos), sin olvidar la
tolerancia (asumida como la protección y reconocimiento de todas aquellas prácticas
que, a pesar de sus diferencias con las costumbres y las acciones de la mayoría
de los integrantes de una sociedad, no se valoren como riesgosas para la
coexistencia social, sino que ayuden a enriquecer las alternativas políticas,
económicas y culturales de dicha sociedad). Visto de esta forma, no puede haber
un contenido único de la libertad política. Pensarlo así sería, justamente,
cancelar la capacidad de autorreflexi6n y autotransfonnaci6n que deben poseer
los individuos tanto en su quehacer particular como a través de sus instancias
colectivas.
Una
situación similar debe operar con el principio de la democracia, en tanto su
significado y alcance se sustentan mediante la agregación de la mayor cantidad
de elementos de responsabilidad social, como los que ya se han enumerado líneas
atrás. Junto a ellos, el principio de la democracia se asume precisamente como
la expresión de la conciencia crítica y tolerante de la propia libertad.
La
libertad debe abrir brecha a un camino que la conduzca a la democracia, en tanto
que facilite la adquisición del sentido de misión común con que los
individuos deciden asociarse dentro de ciertas prácticas a las que consideran
como viables y benéficas. En teoría, ni la libertad ni la democracia podrían
ser sacrificadas en aras de "razones superiores de Estado" (aunque las
situaciones de guerra o catástrofe natural escapan a esta previsión). En caso
de ocurrir, es evidente que un gobierno con ausencia de libertad o democracia no
puede durar mucho, dado que existe la proclividad crítica de los propios
ciudadanos hacia defender la pronta restauración de sus derechos y beneficios
en las condiciones. previas a la emergencia de las crisis que propiciaron su pérdida.
En
términos menos dramáticos, en la modernidad democrático-liberal son ahora los
propios ciudadanos quienes asumen de manera directa la sustitución de los malos
gobernantes y las malas prácticas de gobierno mediante el ejercicio electoral.
Para ello, la información, la comparación y la crítica de las diversas
propuestas de organización de la vida social deben estar orientadas de manera pública
y responsable. En este último aspecto, la manifestación de una democracia
participativa que respeta y se sustenta en tales contenidos mínimos siempre
permite el rápido retorno hacia la libertad, con lo que la relación de
interdependencia y síntesis entre ambas prácticas se refuerza y transita hacia
una evolución cualitativa en el nivel de la actuación de los gobiernos.
De
esta forma, cuando se habla de un ideal en la construcción de una libertad
democrática responsable, no sólo cabe referirnos a una mera asociación de
conceptos con fines éticos, sino que se debe plantear con mucha objetividad por
qué resulta necesario definir que todo sistema político razonable es incapaz
de sobrevivir sin que estén presentes las condiciones materiales y culturales
que conduzcan a la libertad y la democracia modernas, como lo han demostrado
autores como el estadounidense Robert A. Dahl.
Es
importante recalcar este punto, porque de manera recurrente también se puede
observar que la combinación adecua. da de la libertad y la democracia no
resulta tan fácil ni tan obvia en muchas latitudes del orbe, a pesar de las
ventajas teórico. funcionales que ofrecen a los individuos Con frecuencia, la
inmoderación de la propia libertad o de la democracia han dado pauta a
deformaciones y prácticas alta. mente nocivas para el propio desarrollo de la
civilización y la actividad política. En casos específicos, pueden señalarse
las situaciones populistas o demagógicas que terminan por manipular a enormes
masas de población mediante mecanismos personalistas o liderazgos carismáticos
que sólo alimentan la permanencia de divisiones sociales oligárquicas, y que
llegan hasta el punto de generar conflictos o crisis cuya virulencia finalmente
no puede ser contenida por los cauces institucionales, arrojando así a muchas
sociedades a reacomodos drásticos que sólo pueden ser combatidos a través de
mecanismos antidemocráticos, con lo que se cae en una espiral degenerativa y en
la negación total de los presupuestos mínimos de un régimen político que
garantice las libertades y derechos universales básicos inherentes a todo
individuo.
Si
bien la libertad y la democracia son construcciones racionales, no siempre
aparecen como razonables o convenientes ante los ojos de muchos hombres de
poder. Es claro que allí reside una de las debilidades intrínsecas de ambos
conceptos. La ejecución de las decisiones de poder puede excluir, sin
miramientos, a enormes masas de seres humanos, al condenarlos a la marginalidad
cultural y material, con lo que la libertad y la democracia de los pocos deviene
en privilegio opresor y en injusticia para los muchos. Por ello, resulta
importante asumir que no todo argumento en favor de la libertad o la democracia
puede tener la posibilidad de concretarse si se carece de las condiciones
institucionales o del propio convencimiento humano que puedan llevarlos a cabo
dentro de las normas y tiempos que convengan a las propias sociedades.
En
ello reside aún buena parte de los factores que todavía nos remiten a
reconocer por qué la lucha en favor de la libertad y la democracia sigue siendo
uno de los tantos viajes inacabados por los que continúan transitando nuestros
pueblos en pos de la cultura y el desarrollo.
II.
Esencia y fundamentos teórico-políticos de la libertad
La
libertad, como atributo específico de la condición humana, implica la
presencia de diversas cualidades que permiten diferenciarla con respecto a otros
valores. En primer término, nos refiere a los espacios de desenvolvimiento en
los terrenos público y privado, que persiguen las finalidades del beneficio
personal, la utilidad, la felicidad, la superación y mejoría de la sociedad,
entre sus principales fines éticos.
Además
de estos primeros elementos, los ámbitos de la libertad se extienden a las
dimensiones económicas, políticas y culturales, con la idea de generar la máxima
expansión posible de los propósitos antes descritos, pero sin lesionar los
derechos o aspiraciones de otras personas, o que las acciones de éstas pudieran
reducir de manera no conveniente los derechos de uno mismo.
En
este aspecto, la idea genérica de libertad debe trasladarse a expresiones de
realización específica en cada uno de los terrenos de la actividad humana, a
efecto de lograr los grandes fines básicos de la sociedad, como lo son su
estabilidad, su progreso material o su continuidad histórico-cultural, por
situar sólo algunas modalidades de los objetivos recurrentes en el interés
humano.
En
este sentido, la libertad se remite a una serie de condiciones particulares que
abarcan los siguientes terrenos que surgen de su propia naturaleza:
·
libertad de
pensamiento. Todo individuo posee el derecho a
que se le reconozca como capaz de criticar y objetar las ideas de otro individuo
o instancia de gobierno, mediante el uso lícito de la razón. Al mismo tiempo,
tiene la posibilidad de proveerse del conocimiento y los argumentos que le
permitan comparar, discernir y aceptar que otras personas dentro de su
colectividad o provenientes de otras comunidades también puedan discrepar de
sus creencias sociales o personales, sea por motivos culturales, étnicos, lingüísticos,
políticos, económicos, sociales o religiosos.
·
libertad de
expresión. Todo individuo y sociedad deben
contar con el derecho a manifestar de manera abierta y pública -a través de
los medios impresos, audiovisuales o informáticos- todas aquellas ideas que se
mantengan dentro de los límites de la normatividad pública y moral. Dicha
libertad se convierte, así, en uno de los principales aspectos que configuran
la identidad, la comunicación y la plena información entre los individuos, lo
que les permite, entonces, adoptar decisiones públicas con mayores criterios de
responsabilidad.
·
libertades de
asociación, de tránsito y de reunión. Todo
individuo puede escoger la forma de participación en los asuntos públicos y
privados que mejor le convenga, pero siempre y cuando ésta no conlleve la
aplicación de coerción o violencia en la toma de decisiones sobre las
cuestiones de organización de la vida cotidiana, ni aun en los casos donde
estos medios fueran expresamente convenidos por la propia población. En este
sentido, los individuos pueden reunirse en partidos, sindicatos, asociaciones
religiosas o profesionales, entre las múltiples opciones que deben ser
justamente garantizadas en su existencia y funciones por los ordenamientos
legales. Toda persona podrá, entonces, desplazarse sin impedimentos por
cualquier I vía pública para desarrollar cualquier tipo de actividad de
asociación o reunión, a menos de que contravenga disposiciones de las que sea
debidamente informado por parte de las autoridades correspondientes.
·
libertad de
elección. Todo individuo debe gozar de las
facilidades que le permitan que su derecho de participación política se pueda
transformar en la constitución de la mejor opción de gobierno y administración.
Esa libertad de elegir también debe garantizarse más allá de las cuestiones
gubernamentales, a efecto de asumir que la libertad implica el contraste y la
presencia plural de alternativas claras, que permitan a las personas poder
escoger aquello que les sea funcional y provechoso en todos los terrenos de la
actividad humana.
·
libertad de
educación. Toda persona podrá escoger el
modelo de educación que sea conveniente para su desarrollo físico, mental o
profesional, y el de sus hijos. Dichos modelos educativos, sin distingo de su
carácter público o privado,
deberán permanecer dentro de ciertos criterios mínimos que fomenten la
integración y la cooperación sociales, así como la identificación con
valores cívicos, históricos y culturales que alienten un uso más pleno y
responsable de las libertades de expresión, de l pensamiento y de crítica
informada.
·
libertad de trabajo. Todo
individuo y sociedad
deben tener garantizada la posibilidad de acceder a y de escoger
una actividad productiva que les permita vivir con dignidad y en
condiciones de mejorar permanentemente su acceso a los satisfactores materiales,
gracias a las posibilidades que generen los individuos mediante los sistemas de
capacitación y educación, así como a través de la acumulación lícita de la
riqueza. La libertad de trabajo impide, por definición,
cualquier relación que remita a prácticas
de esclavitud, discriminación o
explotación de grupos o personas cuya vulnerabilidad, debido a sus condiciones
de desventaja, sean motivo de trato inequitativo. Debe darse primordial protección
por parte de las autoridades a los niños, las mujeres. los discapacitados, los
inmigrantes, los ancianos ya 'ii los que pertenecen a alguna minoría Social. En
este sentido, la libertad y el derecho al trabajo deben estar siempre avalados
por el principio de la igualdad de oportunidades. También aquí pueden señalarse
otros importantes atributos que permiten fijar características funcionales de
la libertad en el plano de los derechos mínimos a ser proporcionados por un
sistema democrático:
·
derecho al
bienestar: Se puede concebir que el derecho al
bienestar obligue a los individuos a considerar la construcción de mecanismos
compensatorios que garanticen la preservación del medio ambiente, de un sistema
de salud pública eficiente, así como de instancias que les otorguen apoyos
para su subsistencia una vez culminada su vida productiva.
·
derecho de posesión.
Todo individuo o sociedad deben asumir el interés
natural y colectivo que tienen los seres humanos de proveerse de los bienes y
satisfactores personales necesarios para su subsistencia. Esto abarca a la
propiedad, que implica el reconocimiento público del goce de todos aquellos
recursos que hayan sido adquiridos de manera legal y que, asimismo, se exploten
de manera eficaz, según las especificaciones legales de intervención que
pudieran ser dictadas en virtud del llamado "bien común" o el
"interés público", materializado en la eventual acción correctiva
del Estado tendente a evitar concentraciones excesivas de riqueza, mediante el
cobro de impuestos y la redistribución de dichos recursos con el apoyo de
programas sociales, o a través del combate a los monopolios.
·
derecho a la
protección y la seguridad. Todo individuo y
sociedad deben tener la certeza de que podrán gozar de sus posesiones y de
respeto a la integridad física de sus personas en contra de actos que provengan
de las propias instituciones públicas o de otras personas. En esta dirección,
toda persona debe tener acceso irrestricto al beneficio de elementos jurídicos
tales como el juicio de amparo, el juicio de revisión de sentencias, el
indulto, o cualquier otra modalidad que existiere dentro de un determinado orden
social, para contener los excesos en la interpretación y aplicación de las
leyes por parte de cualquier autoridad.
Vistos
de esta forma, los principios básicos de la libertad se tomarán generalmente
en principios más democráticos, sobre todo en la medida en que se puedan
encontrar plenamente extendidas y aplicadas cada una de estas libertades y derechos. Por ejemplo, la extensión del sufragio
universal y de un trato político igualitario entre los hombres y las mujeres en
los países occidentales avanzados no se pudo concretar sino hasta finales del
siglo xx, y sigue siendo una tarea pendiente en muchos otros planos.
De igual forma, son todavía puntos de ! reflexión sobre la calidad de la vida democrática en muchos países los siguientes: la carencia de medios informativos y de instituciones educativas libres; la ausencia de elecciones competitivas y de asociaciones políticas independientes; la permanencia de sistemas de procuración de justicia corruptos y poco eficaces; los condicionamientos y la falta de controles para garantizar el disfrute de una libre afiliación sindical; la carencia de ofertas educativas variadas en cada uno los diversos niveles que conforman los sistemas de enseñanza. Por estas razones, deben articularse las propuestas que permitan acortar las distancias materiales e intelectuales que aún impiden la existencia de un ambiente de libertades dentro de un ordenamiento democrático.
2.
LIBERTADES NEGATIVA Y POSITIVA
Junto
con la autonomía, la utilidad, la seguridad o la propiedad, el principio de
libertad coloca a los seres humanos ante una . valoración primigenia de su
existencia, en tanto paso previo para definir en qué y con quiénes se pueden
generar compromisos de acción colectiva para defenderse o promover el
desarrollo de las instituciones públicas. En esta dirección, algunos
pensadores como Jean Jaques Rousseau consideran que la idea de la libertad posee
inicialmente un significado natural y ajeno respecto de cualquier esfuerzo de
sistematización u ordenamiento.
De
hecho, la libertad podría considerarse como un valor antipolítico positivo que
se resiste a ser circunscrito dentro de fronteras legales o morales. De esta
manera, las instituciones sociales son vistas como entidades de dominación ante
las cuales el género humano debe conservarse fuera de su influencia.
Sin
embargo, a esta interpretación de inspiración romántica, que asume una
naturaleza de benevolencia y autoconfianza en el origen de la sociedad se opone,
desde luego, la visión racionalista, cuyos alcances se extienden más allá de
este punto justamente gracias a la presencia de elemento modernizador de la
democracia: En este sentido, la humanidad puede ser redimida de sus pasiones y
excesos sólo si se controlan sus intereses egoístas. y en tanto no se convenza
a sí misma de que . su existencia natural requiere del esfuerzo común para
sobrellevar las inconveniencias del conflicto permanente al que está expuesta
por la falta de protección y seguridad, su noción de libertad se mantendrá
como "negativa".
Para
una real y verdadera emancipación social los individuos deben, justamente,
remitirse al compromiso y al pacto, entendidos como acciones orientadas a
extender y transformar la libertad de uno en la libertad de todos. Sólo así la
libertad puede convertirse en "positiva", y adquirir el beneficio de
poder poner límites adecuados a la desorganización e incertidumbre que imperan
dentro de las relaciones sociales.
Con la eliminación de esta dimensión contingente y casuística, la libertad adquiere una dimensión política de corte estructural y trascendente, ya que permite la construcción de relaciones cualitativas regulares y protegidas mediante la acción de las instituciones. Bajo dicha premisa, la creación del Estado de derecho moderno también supera las antiguas prácticas feudales, cuyo arbitrio y discrecionalidad dejaban indefensos a los individuos que no pertenecieran a corporación alguna.
De
esta manera, gracias a la experiencia de la libertad positiva, se pasa de la
anarquía natural a la responsabilidad común organizada mediante el artificio
del ya mencionado contrato político, mismo que permite abarcar una mayor
cantidad de ámbitos de la vida social, salvo aquellos a los que conscientemente
no estén dispuestos a renunciar los individuos pactantes, quienes ahora se
reconocen e interactúan bajo la condición civilizada de ser ciudadanos regidos
por las normas éticas y públicas del Estado de derecho.
A
partir de este momento, la figura del contrato permitirá distinguir la
secuencia positiva que se origina desde la "sociedad natural", pasando
por la "sociedad civil" y que culmina con la nueva "sociedad política",
que finalmente se condensa en la acción conjunta del gobierno y del Estado. La
libertad natural, la libertad civil y la libertad política, propias de cada una
de estas etapas sociales, también se conjuntan por la manifestación creciente
de formas de participación y de compromiso que permiten el cambio de una idea
de democracia "negativa", asociada con el desorden y la demagogia, a
un principio de democracia "positiva", cuyas reglas de decisión,
representación y participación complementan el surgimiento de un orden
racional en donde se dan la plena moderación. y el equilibrio entre las
funciones del poder, que ahora se encuentra repartido y diseminado en todos los
órdenes de la actividad pública.
Pese
a esta posibilidad de valoración positiva y expansiva de la libertad y de la
democracia, a partir de un nuevo orden contractual e institucional, las posturas
de filiación conservadora aún sostienen que la libertad sólo es una capacidad
concedida por el Estado hacia un cierto número de individuos y bajo ciertas
condiciones derivadas del mérito o la posición económica. En este sentido,
los conservadores argumentan que la libertad y la democracia ahora habrán de
defenderse de los excesos de ese Estado y de sus instituciones, que han roto con
la asociación natural existente entre religión, moral y política y que, por
lo tanto, han dejado de velar por los intereses de la sociedad en su conjunto.
Curiosamente,
dentro de esta premisa crítica en contra de un Estado autoritario enfrentado
con la colectividad, no sólo se puede identificar a la corriente social-católica,
sino que también éste es un tema de interés crucial en los pensamientos
liberal y socialista, por cuanto ambos sostienen que la ruptura entre cultura e
interés público deja indefenso y desarraigado al individuo, en manos de un
pragmatismo secularizado muy débil y sólo centrado en la acumulación de la
riqueza. De esta manera, se pierden campos muy amplios de mayor socialización y
educación a los que, por ahora, se reconocen desde el espacio público.
Sin
embargo, la separación (que no destrucción) entre las iglesias y el Estado, o
el dilema de promover la pIena homogeneidad Jurídica de la sociedad civil,
reflejado ahora en los retos que abre el pluralismo ancestral de las comunidades
autóctonas que han sobrevivido incluso dentro de los límites del Estado-nación,
constituyen dos temas que no han dejado de tensar los contornos y posibilidades
de la democracia moderna y las libertades que ésta pueda contener para las
sociedades actuales. La coincidencia plena de objetivos entre las instituciones
y los individuos es todavía una meta lejana para las sociedades democráticas y
abiertas.
En
un sentido más radical, la postura de corte marxista considera que la presencia
del nuevo ciudadano burgués como base de la acción moderna, al identificarse
como un ser libre de ataduras para contratarse por un salario -en tanto se ha
separado de los estamentos y las corporaciones-,
tiene un éxito a medias. Si bien
no se encumbra a un solo individuo en el poder, como ocurría
anteriormente con el monarca absoluto, ahora se construyen entidades abstractas
de dominación, como las mercancías y el capital, en donde todos los actos
humanos son medidos por la acción homogénea e imparcial de la ley del
intercambio, promovida por un conjunto de individuos organizados desde la
estructura de un Estado que intenta actuar en nombre de la soberanía popular.
El
Estado se convierte, de esta forma, en una totalidad que subordina a la sociedad
dentro de su propio interés de grupo; y que absorbe, consecuentemente, al interés
social e individual en tanto los procura como insumos necesarios en la realización
de la libertad del propio Estado, mas ya no para la libertad de la propia
sociedad o de los individuos. Se pasa así de la dominación personal a la lucha
de clases, en donde los individuos no organizados son presa fácil de los que sí
lo están. En este aspecto, la democracia y la libertad se transforman en
factores accesorios en la conquista del poder y de la igualdad dentro de las
sociedades comunistas o fascistas, ya que los individuos, por separado, regresan
a la esterilidad de la libertad negativa al dar rienda suelta a sus ambiciones,
reducidas a la mera búsqueda de la ganancia, y materializadas en el conflicto y
la competencia, que se construyen a partir del mecanismo del mercado.
En buena medida, por medio de una vía que aprovecha en forma diferente al laicismo y la secularización (que expropian a la religión y las culturas antiguas el control de la ideología y la organización político-económica), el socialismo científico pretende desarrollar un retorno "positivo" a la primigenia naturaleza comunitaria, aunque tenga primero que valerse de las estructuras de poder capitalistas, como lo es el Estado, para "diluir" las divisiones individualistas que han sido producidas por el industrialismo y la democracia liberal. En esa dirección, la libertad y la democracia ceden su paso a la revolución, cuyo potencial destructivo de las viejas instituciones se convierte en el gran oponente del desarrollo económico y político hasta ahora alcanzado por la civilización. Como puede verse, los aspectos negativo y positivo de la libertad y de la democracia remiten a una discusión acerca de cuáles deben ser las instancias públicas que permitan alcanzar de mejor manera la realización de las necesidades colectivas. En este caso, la sociedad o el Estado.
3.
LA LIBERTAD Y LA DEMOCRACIA ECONÓMICAS
Una
de las consecuencias más directas del avance de las llamadas revoluciones
sociales ocurridas durante los siglos XVIII al XX se condensa en la paulatina
expansión de los derechos individuales en materia económica. Sin embargo,
tales derechos requirieron de la ruptura de los órdenes aristocráticos, para
luego traducirse y trasladarse políticamente a las instituciones monárquicas
constitucionales, o a las repúblicas presidencialistas y parlamentarias, como
sucedió en los procesos de emancipación en Europa y América. La irrupción
del Estado de derecho también hizo necesaria -como ya se expuso anteriormente-
la emergencia de cambios tanto en la noción de soberanía y en la división
entre lo público y lo privado, como en la exigencia de mejorar los espacios de
participación y representación y en la necesidad de asumir la ampliación y la
apertura de los espacios de interacción comercial. Con ello, se abre una etapa
real de universalidad interestatal e internacional, cuya base se sustenta en el
funcionamiento de los mercados como espacios abiertos a todo tipo de
transacciones de bienes y productos.
La
expectativa de estos nuevos espacios, que se reconocen a partir de la función
estatal, rompe con las teorías proteccionistas, mercantilistas y fisiócratas
(cuyos conceptos de la economía basaban el poderío de las naciones en la
posesión directa de bienes como los metales preciosos y los productos agrarios)
en tanto que las sustituyen con el surgimiento de las empresas comerciales, la
moneda y los bancos, al tiempo que paulatinamente se van reduciendo los
requerimientos para acceder a los puestos de poder. La democracia y la libertad
se convierten en los impulsores igualitaristas que hacen abandonar al mérito o
el linaje como medios de ascenso y movilidad social, y ahora los mercados
abiertos son la pauta del éxito económico y político, tal y como acontece en
la experiencia estadounidense, cuya simpleza y homogeneidad tanto sorprenden al
escritor francés Alexis de Tocqueville cuando escribe, a principios del siglo
XIX, su obra La democracia en América.
La
consolidación de este nuevo sentido de la democracia política y de las
libertades económicas, las cuales reconocen el pluralismo, la competencia, la
educación, el número de votos y el capital como las nuevas divisas aceptadas
en la percepción de los reconocimientos mutuos y de las habilidades a ser
cultivadas por la ciudadanía, hacen que la diversificación de funciones del
Estado-nación moderno tenga ahora como misión garantizar el estricto
cumplimiento de estos nuevos derechos, que han sido elevados al rango de
fundamentales y humanos.
El
Estado adquiere la función de moderar y encauzar a la democracia ya las
libertades económicas, partiendo precisamente de su condición pública y
sobrepuesta a los intereses particulares, cuya ineficacia y desorganización
arriesgan, en ocasiones, el principio de la colectividad. Este proceso puede ser
situado con mucha precisión en la Europa occidental, sobre todo a partir de la
segunda mitad del siglo XIX, a partir del momento en que los propios aparatos públicos
comenzaron a expropiar y regular a los capitalistas privados para así
favorecerse de los apoyos populares derivados de la introducción del voto
universal. De igual manera, el surgimiento del Estado como un agente promotor
del desarrollo económico en el siglo XIX terminará por convertirlo en el
instrumento rector, y luego único, en la consecución del progreso material,
tal y como se manifiesta en los modelos sociales instrumentados en el siglo xx,
y que van desde el llamado Estado de bienestar hasta el "capitalismo
monopolista de Estado". Sin embargo, los costos en materia de libertad y de
apego a las leyes económicas básicas, que carecen de un mercado común y
universal-que sería la forma en la que cualquier modelo económico debe
sustentarse para poder triunfar sobre sus contrarios han hecho que las
pretensiones sociales del Estado en materia de igualdad económica se hayan
sustituido por un retorno momentáneo a los acomodamientos "naturales"
y "espontáneos" de la propia sociedad, a través de las preferencias
que se realizan mediante los mercados y los intercambios sin controles, lo que
sintetiza ahora uno de los problemas más difíciles de conciliar en el
entendimiento de la democracia y la libertad en el ámbito económico.
Sin
embargo, lo que inicialmente se observaba como un factor nivelador y equitativo
se fue tornando en amenaza y coerción. Es decir, se ha perdido todo contenido y
apego legal respecto de la vigencia de lo que se considera un orden
constitucional justo en materia de proporcionalidad, reciprocidad y equidad.
Igualmente, puede encontrarse esta problemática en la instrumentación de las
decisiones derivadas de la aplicación de las nuevas normas salariales y leyes
laborales en detrimento de la propia sociedad. Los individuos son reducidos una
vez más a meros factores de ratificación y mínima consulta, por lo que deben
defenderse ahora de sus nuevos dominadores, a la vez de que los proyectos
moderados o restauracionistas de la economía social que se viven principalmente
dentro de Europa también llegan a un claro límite, a pesar del desarrollo de
"terceras vías" (ya preconizadas desde inicios del siglo xx por
autores como el italiano Luigi Einaudi y que han continuado hasta los recientes
desarrollos del inglés Anthony Giddens) que pretenden encontrar espacios
admisibles entre la libertad económica individual y los derechos de participación
colectiva en materia de la distribución equitativa de los bienes producidos por
las propias sociedades.
Visto
de esta manera, la democracia y la libertad en materia económica más allá del
Estado deberán cumplir un nuevo ciclo que ahora retorne el concepto de las
transformaciones liberal-democráticas en favor de acercarse más a la sociedad,
tal y como se experimentaron dichas reformas expansivas a lo largo de los siglos
XIX y XX.
La
libertad y la democracia económicas se manejan como conceptos que posibilitan
el cambio dentro de la propia sociedad con respecto a los abusos de la
autoridad. Sin embargo, no se puede omitir que los movimientos libertarios,
marxistas y anarquistas, han mostrado las contradicciones de los viejos
contratos sociales, en tanto que éstos producen una ruptura con los términos
originales del mismo.
Las
nociones de daño y perjuicio en términos de justicia a las personas -y
extendida ahora a los entornos ambientales- se convierten así en el principal
argumento que termina por obstaculizar la acción del Estado en tanto protector
y nivelador de la libertad y la democracia económicas, una noción muy distinta
a las actuales funciones tendencialmente mínimas y gerenciales que desarrolla
en muchas partes del orbe. En este sentido, la discusión que se abre en este
aspecto girará entonces hacia los grados formales y prácticos que debe mostrar
el Estado, ya no sólo como agente político, sino a su futuro como un actor
económico.
La
libertad y la democracia como factores resultantes de la interacción entre el
Estado y la sociedad civil se trasladan, entonces, al campo económico conforme
se modifican los requerimientos de mayor o menor centralidad burocrático-territorial,
exigencia tecnológica y competitividad, factores que ahora se desarrollan en
contextos de realización geográficos más amplios, y que incluso sobrepasan a
los propios aparatos públicos. Las corporaciones privadas, no obstante sus
inmensas capacidades actuales de movilidad financiera y especulativa, difícilmente
intentan cubrir los costos políticos y sociales directamente producidos por las
sucesivas expansiones de los mercados, que arrojan a grandes masas de individuos
de la marginación de los campos a la de las ciudades. La velocidad de absorción
y creación de empleos y satisfactores permanentes bien remunerados está
terriblemente rezagada, y rebasa con mucho los niveles humanamente manejables
por nuestras economías y Estados. ¿Qué hacer con estas incesantes demandas de
justicia e igualdad, cuyo impacto acelera la manifestación de las crisis económicas
recurrentes que nos agobian al final del siglo xx, y dado el agotamiento y
creciente escasez de nuevos territorios de colonización y asentamiento para las
actividades económicas?
La
respuesta para esta interrogante se podría dar en dos órdenes algo distintos
y, por tanto, difíciles de conciliar entre sí: primero, inducir el
resurgimiento de políticas de pleno empleo, pero no de carácter contingente o
compensatorio, sino abiertamente orientadas a la reactivación de los mercados
internos y, por otra parte, propiciar un
nuevo despliegue interventor del Estado, mas ya no como un mero agente rector
permanente, sino como un instrumento subsidiario, aunque políticamente fuerte,
para orientar los espacios de producción, distribución y consumo de los
principales bienes sociales, mercados y servicios, subordinando así a los
empresarios privados dentro de sus propias órbitas de acción nacional.
En
términos equivalentes a la revolución conceptual que permitió la separación)moral
y política entre las iglesias y el Estado, ahora más que nunca deben marcarse
las líneas fronterizas entre el Estado y las corporaciones empresariales en
materia de economía y política. En este sentido, es claro que el futuro se
encuentra en las instituciones del mercado; pero éstas deben sujetarse a
factores éticos que permitan su orientación mediante la acción concertada
entre el Estado, los trabajadores y los empresarios.
La
expansión económica incontrolada del Estado durante el siglo xx terminó por
asumir las responsabilidades de compensación y nivelación social producidas
por el consecuente desaliento progresivo de las actividades de producción
privada. Sin embargo, la desarticulación y el desequilibrio existentes entre lo
público y lo privado en materia económica han terminado por consolidar
una fuerte resistencia en contra de la "estatización" de las economías,
y han culminado provisionalmente en el decaimiento de las economías
socialistas, abriendo así paso a una era de nuevas reconfiguraciones de los
espacios regionales que han llegado, incluso, a francos retrocesos que nos
hablan no de un horizonte neoliberal y globalizador, como aducen muchos críticos,
sino que en realidad hemos presenciado un giro de 180 grados en donde las
oportunidades y libertades económicas ahora están más concentradas que nunca
en unas cuantas regiones, Estados y empresas que nos muestran un total retorno a
las eras proteccionistas y mercantilistas.
El
resultado ha sido claro en materia de excluir a enormes masas de consumidores y
productores, e incluso a Estados enteros, de los mecanismos de planeación y
respuesta global para las necesidades básicas. La libertad y la democracia
parecen, en el ámbito de la administración de las empresas, hacer
prescindibles cualesquiera otros instrumentos de consulta social que estén
fuera de dicho ámbito.
A
igual conclusión arribaron en su momento los países fascistas después de su
virtual destrucción durante la Segunda Guerra
Mundial, en tanto que naciones como Alemania o Japón finalmente se deshicieron
de su crítica a la perpetua inestabilidad ya las inconsistencias estructurales
que, en su opinión, provocaban el pluralismo, las elecciones y las libertades,
que no se encontraban en consonancia con los fines superiores del Estado y la
nación. La imposición de este principio dirigista produjo dos guerras
mundiales y el largo periodo de bipolaridad entre
el
mundo occidental liberal-democrático y los impulsores de los totalitarismos
comunistas y fascistas.
No
obstante, en Europa y en Estados Unidos
la comprensión de la necesidad de
un equilibrio de capacidades entre el Estado y la sociedad en materia económica
hizo atravesar a un gran número de pensadores por un profundo periodo de
reflexión, cuyo objetivo era definir qué debía hacerse con el Estado, sobre
todo a partir de que sus principales líneas de acción se concentraban
en la producción armamentista y el sostenimiento de enormes sistemas de
asistencia que no permitían un reciclaje de las actividades productivas, ni de
los capitales m de los recursos humanos.
Por
desgracia, con el predominio de concepciones que sostienen la eliminación necesaria
de los obstáculos económicos remanentes para la instrumentación de un nuevo
orden global democrático y de libertades se ha olvidado el componente humano y,
con ello, se ha terminado por acelerar algunos conflictos nacionales y
regionales que son totalmente contrarios al espíritu de apertura e integración.
La
democracia y la libertad se aducen como parte de un rediseño pacífico de la
geografía económica y política mundial que permitirá crear un esquema
renovado de las funciones a ser atribuidas a los Estados-nación. Sin embargo,
contrario a ese espíritu puede apreciarse el crecimiento de comportamientos
disruptivos del derecho internacional, como lo son las llamadas acciones de
"injerencia democrática" o "violencia humanitaria", mismas
que, en muchos casos, no hacen sino profundizar las condiciones que, justamente,
evitan que sociedades profundamente divididas puedan encontrar mediante sus
propias soluciones los caminos que juzguen convenientes para el desarrollo de la
democracia y la libertad.
Asimismo,
el descrédito de la democracia liberal como una ruta atractiva para el acceso a
la modernización política y económica ha terminado por causar inconformidades
y continuos cambios de opinión en los círculos del poder político y
financiero sobre su pertinencia, sobre todo en los países en vías de
desarrollo. De tal suerte, la -libertad y la democracia han debido internarse
por dolorosos periodos de convalecencia y retroceso. conceptual, cuya
subestimación acerca del papel del Estado como pivote central de la economía y
la política apenas está ofreciendo lecturas autocríticas de importancia,
sobre todo a partir de la caída de los modelos socialistas de planificación
central a partir de 1989, las inmanejables deudas acumuladas por los países
subdesarrollados y el abandono del llamado Estado de bienestar a manos del
llamado neoliberalismo económico, por sólo citar unos cuantos ejemplos, De ahí
que uno de los retos singulares causado por el abandono y la negligencia en
torno al papel del Estado sea el surgimiento de los fundamentalismos
nacionalistas y religiosos, que son la evidente constatación de la incapacidad
actual para crear modelos modernos de integración política, económica y
cultural sobre bases liberales y democráticas.
Desde
luego, las insuficiencias estructurales del socialismo y otros sistemas
similares de corte autoritario-dictatorial van también en línea paralela con
los ajustes que son emprendidos desde Occidente para refuncionalizarse en el
contexto de sus propias crisis
financieras y productivas. Las tareas de privatización, regulación y
transferencia de recursos hacia la ~ iniciativa empresarial también desempeñan
una función detonante en el aceleramiento de la ruptura estructural en los
restos del bloque socialista, como ya acontece en China, Cuba o Vietnam, países
que son incluso vistos como una de las pocas vías de expansión hacia donde
intentan dirigirse los propios mercados internacionales occidentales.
Es
preciso señalar, asimismo, que el predominio de poderosas entidades financieras
como el FMI o el Banco Mundial, cuya supraterritorialidad se ha impuesto a los
propios Estado-nación, genera un poderoso cambio de curso en tomo a las
acciones propias de la libertad y la democracia en el espacio económico, por
cuanto han venido a colocar como dogma inmutable que las empresas puedan
reasumir el control y la orientación de las economías, ya no en el ámbito del
Estado, sino dentro de los mercados.
Estas
fórmulas han inhibido, ciertamente, la posibilidad de construir soberanías
económicas y políticas desde adentro de las propias formaciones nacionales,
una posibilidad que bien podría explorarse sin por ello contravenir las dinámicas
y funciones de los mercados internacionales, pero que permitiría revertir las
tendencias que han dislocado los flujos de migración laboral que ahora se
dirigen hacia los países desarrollados, así como la veloz concentración de
las actividades productivas para favorecer los medios industriales y agrarios y
el peso desmedido existente en favor de las llamadas economías de servicios.
Nada de esto se podrá realizar si no existe una reactivación política
inteligente del Estado.
Uno
de los dilemas centrales en el desarrollo de la libertad y la democracia en el
mundo es el hecho de tener que lidiar con estos movimientos pendulares que han
oscilado entre la idolatría del Estado y la confianza absoluta en las
corporaciones empresariales. Aquí se ha utilizado como ejemplo el debate
siempre complejo acerca de la construcción de la democracia y de las libertades
económicas en tanto obvio complemento a las actividades de naturaleza política.
Sin embargo, una de las lecciones más directas y cruciales proporcionadas en este siglo xx ha sido la de abrir brecha hacia un efectivo entendimiento de la importancia de que existan equilibrios y divisiones de poder económico viables para nuestras sociedades, y que sean igual de aceptables a los que han podido ser visualizados en el terreno político. Su finalidad sería rebasar la lógica de los acomodos y argumentos fáciles que dejan de lado a la propia libertad ya la democracia como sus objetivos esenciales. Sin este reencuentro amplio entre Estado y sociedad civil en sus diversas manifestaciones, difícilmente podría entenderse la demanda actual por opciones de pensamiento fuerte y duradero que puedan proporcionar respuestas funcionales y principios ideológicos trascendentes en materia económica y política.
III.
Liberalismo, libertad y democracia
La comprensi6n de la libertad y de la democracia dentro del mundo de las ideologías nos muestra que ambos conceptos conllevan una valoraci6n que puede calificarse como transversal. Esto es, son conceptos que hasta el presente han formado parte de todas y cada una de las principales escuelas de pensamiento. Sin embargo, la libertad y la democracia constituyen para el movimiento liberal su núcleo de sistematizaci6n conceptual. Desde luego, no se pretende sintetizar aquí a todas y cada una de las evoluciones en que se ha manifestado el proyecto del liberalismo a lo largo de sus casi tres siglos de existencia como movimiento político e ideario econ6mico, ni cuáles han sido los diversos usos que ha tenido respecto de la combinaci6n particular que lo asocia con la idea de la democracia liberal en tanto sistema de gobierno, pero ciertamente se intentará proporcionar una descripci6n mínima de este proceso dentro de la historia de las ideas.
I.
LOS ATRIBUTOS LIBERALES: TOLERANCIA, ESTADO DE DERECHO y RAZÓN
La
premisa básica que ha permitido articular al liberalismo como una de las
principales corrientes ideológicas a lo largo de la historia es la promoción y
defensa de la libertad humana en todas sus manifestaciones éticas, económicas
y políticas. Dicha esencia de la "libertad absoluta" se fundamenta,
inicialmente, en el ya mencionado principio de no impedimento de la acción,
mediante el cual los individuos asumen plena conciencia y dominio de sus
capacidades creativas, para así controlar y transformar su naturaleza interna,
además de proceder al control de su entorno exterior por los medios tecnológicos,
legales e institucionales que se encuentren a su alcance.
Si
bien la libertad es una condición natural que inicialmente se encuentra :
manifestada en cada ser humano, su ejercicio responsable, optimista y organizado
en forma colectiva hace que ésta no tenga una interpretación homogénea, aun que
se la considere como un factor mínimo en la construcción de las sociedades
democráticas modernas.
El
movimiento democrático-liberal, como ya también se ha indicado, nace junto con
la modernidad y la Ilustración. En esta dirección, podemos situar tres
importantes momentos del liberalismo político y económico, mismos que
corresponden a las acciones que se fueron cimentando con el surgimiento de
nuevos actores que demandaban la ampliación de espacios para su propio
desarrollo social y personal. En primer término, el liberalismo se convierte en
defensor tolerante de la diversidad de las creencias religiosas. En este
aspecto, la libertad de creencias permite condicionar la existencia y
reconocimiento de que cada individuo y comunidad pueden asumir los principios y
reglas de conducción cuyo alcance permita un dominio de su fuero interno y con
pleno respeto a su dignidad humana. La inspiración de autores clásicos que van
desde Erasmo de Rotterdam, Michel de Montaigne, Voltaire o Johann Gotlieb
Fichte, entre otros, dan justa ejemplificación de dicho reclamo.
Las
primeras grandes luchas en favor de la tolerancia y los derechos de libre
asociación para la práctica religiosa y la educación -que han transitado
desde los ideales protestantes hasta la comprensión y coexistencia de los
credos no occidentales en la actualidad- son una muestra objetiva de la
importancia de dichos valores y de la dificultad que ha implicado mantenerlos
vivos como parte sustantiva de una esfera pública que sea capaz de combinar la
presencia de las llamadas morales privadas con una ética laica que permita
acceder a las condiciones elementales de la convivencia entre las diversas
comunidades e individuos en condiciones de clara tolerancia dentro de los
propios Estados y sociedades.
En
este último aspecto, el liberalismo democrático de nuestros días se ha visto
complementado en su definición originaria en materia de tolerancia, al admitir
que el sujeto originario de todos los derechos fundamentales no sólo está
representado por los individuos, a los cuales sólo corresponden los deberes y
usufructos de la propiedad, los derechos humanos o la seguridad, sino que también
ahora se ve enriquecida con la participación y defensa de las libertades de las
comunidades dentro de contextos multiculturales. Este último asunto nos remite,
dentro de nuestras sociedades liberales democráticas secularizadas, a las
discusiones que recuperan la defensa de las libertades públicas de los llamados
"sujetos colectivos de derecho", que se constituyen ahora tanto por
los grupos étnicos o religiosos tradicionales como por los nuevos movimientos
sociales que han venido a recomponer los tejidos y divisiones sociales (por
ejemplo, las minorías sexuales, los ambientalistas, o los grupos de
consumidores, discapacitados y feministas, entre otros).
La
lucha por el reconocimiento y la coexistencia bajo premisas multiculturales
tiene como consecuencia que las connotaciones clásicas de la idea de libertad
se encuentren ante un reto significativo, ya que implica probar algunas de sus
premisas básicas: su adaptabilidad y condición siempre inacabadas, pero
tendentes hacia mejorar y autocriticar sus contenidos mínimos. La libertad y el
liberalismo regularmente han respondido así a una premisa de adquisición y
transformación de elementos que hagan más atractiva su práctica para cada una
de las sociedades, instituciones e individuos que están bajo su influencia.
En
este sentido, la presencia dentro de las democracias liberales de instrumentos
como los referéndums, los plebiscitos o las consultas populares se constituye
como un mecanismo de protección que la propia ciudadanía puede generar ante la
toma de decisiones o la comisión de excesos por parte de la autoridad, sin
tener que esperar para ello a la verificación tradicional de las elecciones. Un
ejemplo interesante lo es la consulta para la ratificación del ingreso a la Unión
Europea que han debido realizar todos los Estados miembros entre su ciudadanía
antes de que iniciara el ejercicio de dicha participación.
En
los sistemas parlamentarios de gobierno, la presentación regular de mociones de
censura y la convocatoria anticipada a elecciones permiten que la ciudadanía no
se quede atrapada en horizontes legales que impidan los reacomodos que se
requieren para conservar la estabilidad y la gobernabilidad de los Estados. En
ambos casos, observamos mecanismos de innovación que permiten pensar en el
crecimiento posible de la democracia y de las libertades públicas en más de
una dirección.
Se
ha indicado con anterioridad que un principio rector de la libertad consiste en
que los individuos y las sociedades se guíen bajo preceptos racionales que
puedan contener a los meros impulsos pasionales. El papel de la razón como
elemento dominante de la libertad promueve, entonces, que el movimiento liberal
permita acceder, en muy poco tiempo, a la posibilidad de que el hombre entienda
que mientras más libertad se ejerza, mayores serán sus probabilidades de
trascendencia mediante sus propias obras y conductas. La humanidad se vuelve, así,
apta y competente para ! ejercer su propio destino en tanto que adquiere las
habilidades que necesita en los espacios moral, político y económico para
poder asumirse como un conjunto de individuos libres. La influencia de autores
decimonónicos como John Stuart MilI, y de
pensadores contemporáneos en el siglo xx como John Dewey, Benedetto Croce,
Ronald Dworkin, Ralph Dahrendorf, I Raymond Aron o John Rawls resulta crucial
para entender el peso de la moralidad y de la intencionalidad constructivista
que alientan al hombre a conquistar su libertad por todos los medios lícitos
que le sean posibles, en especial mediante la educación.
En este sentido, se puede situar la dimensión estructurante del liberalismo como una propuesta del hombre y de su propia naturaleza bajo principios pragmáticos de acuerdo e interés; aunque también pueda vérsele fundamentado a partir de su opuesto, esto es, gracias a la aplicación de principios morales inmanentes que no estén sujetos a la interpretación subjetiva, sino que justamente se coloquen como mecanismos neutros e imparciales, tal y como acontece en el caso de las leyes positivas que se colocan por encima de todos los individuos y ofrecen la posibilidad de comprender el Estado de derecho y la legitimidad que éste encarna, sobre todo si se las considera como las máximas piezas de la razón que garantizan a todos los individuos una seguridad económica y política sin distingos ni excepciones. Aquí cabe recordar las aportaciones de Max Weber o Hans Kelsen en materia de asegurar el apego de los sistemas jurídicos a los aspectos formales y sociales que deben prevalecer dentro de las democracias.
2.
LIBERTAD POLÍTICA Y CONTRATO SOCIAL
El
segundo gran factor de construcción de la ideología liberal es el respeto a la
expresión de las ideas políticas y el derecho a manifestarlas en los espacios
públicos. En esta dirección, la plena libertad de asociación de los
individuos se consuma con el reconocimiento de su calidad jurídica, en tanto
ciudadanos que puedan discrepar de los sistemas de imposición corporativos o
gremiales, tal y como ocurría en el feudalismo, las sociedades de castas o las
estamentales. La evolución de los derechos políticos individuales permitió el
nacimiento de la noción más importante dentro del derecho político, que es la
creación de mecanismos institucionales de gobierno que permitan regular las
decisiones y propiciar su respeto por parte de los individuos.
Bajo
esta premisa, los ciudadanos recuperan el valor de la asociación colectiva y de
su papel de responsabilidad moral para el bienestar solidario, que se convierte
en propio, mediante la presencia de dos importantes principios: la democracia
representativa y la regla de la convivencia entre mayoría y minorías. En dicha
visión de la democracia liberal podemos señalar el papel moderado de autores
como Benjamin Constant, Edmund Burke o François Guizot, hasta llegar a autores
contemporáneos como Joseph Raz o Isaiah Berlin.
El
descubrimiento de estas dos importantes premisas en la consecución de la
libertad política y de asociación entre los individuos permite suscribir, a su
vez, varias cuestiones: en primer lugar, que el factor de la fijación de las
normas y los comportamientos se toma secular y abierto, despojándolo de
cualquier influencia metafísica o providencial. En segundo término, con pleno
dominio de mente y cuerpo, las sociedades pueden darse a sí mismas el orden
constituyente que resulte conveniente a sus intereses.
De
acuerdo con estos dos argumentos, los individuos pueden construir un mecanismo
que garantice su libertad colectiva más allá de la simple petición o garantía
jurídica que se sintetice bajo la figura del contrato. El contrato incorpora,
sin duda, la aportación más directa en la transformación social de la idea de
libertad, la cual se ha mantenido vigente hasta nuestros días, con una
trayectoria que va desde J.J. Rousseau hasta T.H. Marshall o Norberto Bobbio;
aunque justamente estos autores nos remiten a la necesaria comprobación de que
las premisas y alcances de la libertad democrática deben tener siempre
resultados concretos para la ciudadanía.
El
valor del contrato para el movimiento liberal-democrático es significativo,
además, por las razones siguientes: permite asumir que la capacidad política
de los individuos para elegir y ser electos sea plenamente garantizada en términos
masivos. Esto es, la realización de la libertad mediante la democracia como su
método electivo se torna en un vínculo que compromete a todos por igual, así
que su defensa ya no debe ser interpretada como algo egoísta, sino como la
consecución de un beneficio común solidario para el cual nos resulta
imprescindible sobreponer este valor antes que cualquier otro fin o principio
asociativo.
Por
otra parte, con la creación del contrato cada individuo asume los principios
electivos necesarios para que se mantenga el acuerdo social adquirido en términos
de que el poder político resida en la responsabilidad colectiva y no se permita
su concentración excesiva en manos de una sola persona o grupo. En este
sentido, uno de los principios irrenunciables que están presentes dentro del
movimiento liberal es el acotamiento jurídico a cualquier concentración
excesiva de atribuciones o bienes que hayan sido adquiridos a través del abuso
o la desviación de las leyes. En este sentido, todo acto ilegítimo o ilegal
supone la violación del contrato, y faculta a la ciudadanía a resistirse y
desobedecer al titular del poder político por los medios que considere
convenientes hasta ver restituida la legalidad constitucional vulnerada, ya sea
por la usurpación o por el abuso del gobierno. Vale la pena recordar aquí al
estadounidense decimonónico Henry David Thoreau, uno de los auténticos
propugnadores del derecho de resistencia.
Asimismo,
el desarrollo de la idea del contrato como instrumento garante de las libertades
públicas y privadas aporta otro elemento significativo: que las decisiones
puedan ser cuestionadas y revocables en todo momento gracias a los derechos de
petición, rendición de cuentas e
información que todo ciudadano puede solicitar a sus representantes
legislativos o de gobierno.
Otra aportación crucial de la democracia liberal moderna es el principio de la regla de convivencia entre mayoría y minorías, que también permite un cambio central en el concepto de la soberanía popular, ya que ahora los individuos pactan y se obligan mutuamente a consultarse tantas veces como sea necesario hasta llegar a un auténtico acuerdo común que manifieste sin reticencias la llamada "voluntad general". En ese aspecto, la idea de depositar el poder colectivo en un conjunto de representantes que ahora puedan ser llamados a cuentas en todo momento permite que la participación y la representación de los intereses sean elementos básicos, ya la vez crecientes, dentro de las propias libertades públicas.
3.
LAS FRONTERAS LIBERALES: LIBERISMO LIBERTARIO Y LIBERALISMO SOCIAL
El
tercer momento de la evolución del movimiento liberal se concentra en la
promoción irrestricta de las llamadas libertades económicas, que se significan
por romper con toda práctica de esclavitud formal o encubierta para los
individuos, a efecto de que puedan contratarse y
valorar su principal cualidad inherente que les garantiza su sobrevivencia: su
capacidad de trabajo.
Desde
luego, las posibilidades de los términos de dicho intercambio se convierten en
uno de los capítulos más complicados dentro de la ideología liberal, ya que
si bien se facilita la emancipación de los individuos, al mismo tiempo no se
crean los suficientes mecanismos compensatorios y de autocontrol para que se
tenga garantizado un acceso equitativo a los beneficios por ellos creados.
Con
ello; la desigualdad en el goce de los beneficios del trabajo a manos de los
propietarios agrícolas o industriales -o los grandes financieros de la
actualidad- hacen reiterativo -como ya se vio anteriormente- que las libertades
económicas son todavía una de las demandas inconclusas que no han sido
debidamente atendidas por el movimiento liberal. En este punto, el liberalismo
se ha escindido al menos en dos vertientes de interpretación acerca de las
condiciones que deben propiciarse para un clima de libertades económicas justo.
Por
una parte, se puede identificar al llamado "liberalismo", cuya larga
veta va desde Adam Smith, David Ricardo, Frederic Bastiat, Jeremy Bentham, y que
llega. hasta pensadores como Ludwig Von Mises,
Friedrich Von Hayek, Milton Friedman, Michael Sandel, Robert Noszick o James
Buchanan. Todos ellos coinciden en una visión extrema que concentra su atención
en la defensa esencial de la libertad económica individual (traducida ahora al
plano de la corporación empresarial) como la esencia básica de la cual deben
partir todas las demás libertades. Por otro lado, debe señalarse que algunos
de estos autores prefieren ser reconocidos bajo la denominación de
"libertarios", a efecto de poder diferenciar sus posiciones más
conservadoras en materia política con respecto de los llamados "liberales
progresistas", más proclives al intervencionismo del Estado y las
regulaciones ciudadanas.
Factores
como la propiedad privada, la circulación irrestricta de capitales financieros
y humanos, la confianza total en la empresa y en el principio de competencia
como los motores del desarrollo, así como la presencia de un Estado mínimo en
la regulación de las actividades económicas, restringiéndose entonces a las
funciones de protección legal de dichas libertades económicas, deben traer
como consecuencia que los mercados permitan la libre asignación de las
preferencias sociales en la fijación de las demás reglas morales y políticas.
El
"liberismo" o "libertarismo" asume que el progreso
individual con fines egoístas es perfectamente lícito en términos de
garantizar una evolución natural y competitiva fuerte, a efecto de hacer
verdaderamente innecesaria la presencia. de toda regla o mecanismo de coerción
que inhiba a la creatividad humana. He aquí una de las fuentes más directas
que fundamenta al llamado "neoliberalismo".
En
sentido opuesto se encuentra el "liberalismo social" (para algunos
identificado como social-liberalismo, e incluso ha llegado a hablarse de un
modelo de socialismo liberal, como lo calificó el italiano Carlo Rosselli).
Dicha postura (iniciada ciertamente con los últimos trabajos de John Stuart
Mill y Emile Durkheim, y continuada en la primera mitad del siglo XX por los
ingleses T.H. Green y L. T. Hobhouse) asume como eje la premisa de que las
libertades individuales .son en sí mismas ineficaces, a menos que se expresen
en prácticas sociales en verdad consensuadas y que eventualmente requieran
dosis importantes de acción institucional. Esto es, se parte de la idea de que
las libertades individuales deben tener un sustento ético igualitarista en sus
consecuencias de aplicación. Siguiendo esta lógica, el liberalismo social
acepta la presencia del Estado y las instituciones públicas tanto como sea
necesario, pero sin por ello negar la primacía de la sociedad civil, a la cual
deberá promoverse tanto como sea posible. El Estado tendrá como misión
esencial de desarrollar sólo una función subsidiaria, esto es, debe actuar
como un mecanismo de compensación en el apoyo de aquellos sectores sociales e
individuos cuya condición de acceso al goce pleno de los derechos sea
estructuralmente inequitativa.
Es
responsabilidad del Estado y de la propia sociedad corregir tales diferencias a
través de medios lícitos como las propias legislaciones y las consultas
electorales, así como mediante acciones institucionales tales como la
capacitación laboral, la regulación contra los monopolios o la observancia de
las reglas de no exclusión o discriminación. Las aportaciones de autores como
David Gauthier, Michael Walzer, James Fishkin o Amartya K. Sen han sido
ilustrativas en una dirección que asume un concepto deliberativo de la libertad
y la democracia, que debe llegar a consensos y acuerdos no sólo viables en términos
de su eficiencia, sino también dentro de la licitud moral. Mediante la fijación
de sus contenidos y sus diferentes esferas de influencia, los ciudadanos podrán
jerarquizar las prioridades y los niveles de complejidad decisoria que deben
manejar en su vida cotidiana.
Dentro de esta corriente, a diferencia del "liberalismo libertario", el debate no se centra en hacer imperar a la sociedad a cualquier costo, sino en situar las formas democráticas más adecuadas para lograr el principio de preeminencia de la sociedad sobre el Estado, con lo que se garantiza que ambas instancias tengan la eficacia y fortaleza para que desempeñen sus funciones respectivas. De esta forma, el problema se concentra en encontrar la ecuación que garantice no sólo un tamaño adecuado de la esfera estatal, sino la calidad y retribución de justicia que los ciudadanos esperan dados su deseo y su voluntad hacia la cooperación económica y política entre el Estado y la sociedad mediante el uso racional de los mercados.
4.
EL LIBERALISMO VERSUS LOS
CREDOS TOTALITARIOS
A
efecto de reforzar la explicación sobre los aspectos distintivos del
liberalismo y de situarlo en el espectro de las ideologías político-económicas
actuales, conviene diferenciarlo y ubicarlo con claridad en relación con otras
visiones del pensamiento económico y social. Al respecto vale precisar en qué
se diferencia de posturas tales como el anarquismo y el marxismo, pero sobre
todo de las ideologías conservadoras, con la finalidad de resaltar por qué se
aduce que el liberalismo pretende, precisamente, colocarse en un punto
intermedio.
Para
el anarquismo libertario, si se sigue la lógica extrema de privilegiar a la
libertad como un valor autosustentable y sin ningún tipo de mediación o
control, la premisa del goce pleno de la libertad se encuentra en potenciar al máximo
la no dependencia del individuo o la comunidad de ninguna regla o institución
que no sea "natural" en la distribución o la creación de los bienes,
como sí ocurre con el desarrollo artificial del Estado (cabe aquí mencionar la
crítica de pensadores como Mikhail Bakunin, William Godwin o Alexander Herzen).
En
otro terreno de análisis, para las interpretaciones extremas del marxismo o del
corporativismo fascista -cuyos máximos exponentes son pensadores como el romano
Mihail Manoilesco y el jurista alemán Carl Schmitt- se asume que las libertades
individual o colectiva deben ser subsumidas o suprimidas en una premisa de
'igualdad absoluta, ya la vez fijadas dentro de la "totalidad" del
mecanismo legítimo que ha sido autorizado por el soberano (encarnado en la
figura del dictador o el legislador extraordinario, que desempeña así la función
del líder absoluto y único intérprete de la ley) para la asignación de los
bienes, como ocurre con la burocracia estatal o el partido único, que
proscriben la presencia de cualquier mecanismo alterno que contradiga sus
principios.
En
este sentido, la democracia económica del liberalismo sólo les sirve como un
recurso crítico que facilita una transición hacia la eliminación total de las
instituciones políticas pluralistas (sistema de partidos y Parlamento), para
dejar así sólo entidades únicas y monopólicas (partido único, sindicatos únicos
por rama industrial, empresas o combinados industriales sin competencia de
mercado, etcétera).
En
cambio, su valoración de la tecnología les garantiza acciones que permiten un
control pleno sobre la producción social para, así, acelerar su inserción en
la modernidad y conseguir la satisfacción de las necesidades sociales. En este
sentido, la acumulación y la distribución de los recursos, si bien se da
dentro de un entorno fundamentalmente planificado, se convierten en un sustituto
que viene a ocultar las inequidades que se produjeron dentro de las naciones
socialistas, al justificar la expropiación de los beneficios colectivos a manos
de sus "nomenklaturas" militaristas y burocráticas.
Sin
duda, el siglo xx ha experimentado un decaimiento con respecto a las ideas económicas
y políticas liberales, cuya fuerza propositiva dinamizó las luchas sociales
del siglo precedente. En muchos contextos, sus aspiraciones democratizantes y
modernizadoras han culminado con la presencia de naciones cuyo fortaleza jurídica
tradicionalmente las ha colocado como referencia para el resto del llamado
"mundo en desarrollo".
Sin embargo, la creación de sistemas políticos, económicos y culturales dentro de contextos liberales no ha sido exitosa en muchas latitudes del mundo. Por el contrario, sus resultados han sido ambiguos y desalentadores, en tanto se han visto rebasados y confundidos con otro tipo de prácticas sociales que terminan por desdibujar al propio proyecto liberal. Dicha circunstancia ocurre con el llamado "neoliberalismo", cuya acción de fondo plenamente cargada a las corrientes de inspiración liberista se han manifestado como una propuesta de reorganización global de la economía y la política, cuyas premisas se alejan de varios de los principios generales con que la ideología liberal-democrática fue construyéndose en etapas históricas previas.
5.
LIBERALISMO DEMOCRÁTICO CONTRA NEOLIBERALISMO ECONÓMICO
Una
primera característica del llamado "neoliberalismo" es su apuesta por
la contención total de la intervención del Estado en la economía mediante las
llamadas políticas de choque, relativas a reducir todo aquello que se considere
excedente o ineficaz dentro de la esfera pública de producción económica. La
libertad, como principio articulador e innovador de las llamadas
"sociedades abiertas" (recordando aquí la famosa expresión de Karl
R. Popper) paradójicamente se vuelve incapaz de diagnosticar diferencias en los
ritmos y las estructuras sociales afectadas, en tanto asume que habrá ciclos de
rápida recomposición y adaptación al pleno mercado. La adhesión a las fórmulas
únicas en materia económica justamente convierte al neoliberalismo en una
versión conservadora, incompleta y dogmática, que termina por separarse del
propio movimiento liberal.
Una
premisa que resulta crucial en el desarrollo del liberalismo, por cuanto permite
entender uno de sus principales rasgos, su sentido cosmopolita y universalista,
es su capacidad para defender la posibilidad de que todo individuo pueda tener
acceso irrestricto a los beneficios de la acción pública, con base en derechos
que sean promovidos mediante la combinación adecuada en el funcionamiento de
los mercados y el Estado.
Cualquier
tipo de impedimento que aduzca consideraciones nacionalistas o particulares
olvida la premisa básica de que la libertad y la democracia, como cualquier
otro valor, pudieran ser extendibles y realizables en cualquier lugar del orbe.
Especialmente, la postura particularista de los movimientos comunitaristas es
una constatación fehaciente que ha conjuntado a posiciones tan disímbolas como
el marxismo y el catolicismo conservador, las cuales, si bien rechazan
inicialmente al modernismo por su culto al maquinismo y al individualismo, ambas
también caen en la misma pretensión de construir un orden político y económico
únicos. En este sentido, cabe indicar que el liberalismo es una ideología que
no oculta sus pretensiones de crear principios y valores de validez general.
Por
otra parte, los mecanismos de dirección política siguen siendo fuertemente
centralizados y ejecutados desde arriba por las capas dirigentes, con lo que se
reduce la capacidad de convocatoria democrática para consensuar los costos
colectivos del ajuste económico, ya que carecen de una legitimidad
participativa, poniendo así en riesgo a las propias instituciones públicas. El
retiro del Estado de muchas áreas de cobertura y servicios significa
contratiempos en el cumplimiento y la observancia de las reglas del ajuste, lo
que obliga al surgimiento de una diáspora de comportamientos antisociales y
antieconómicos que se caracterizan por la informalidad y el no apego a ningún
tipo de orden legal, un contrasentido si se asume la centralidad del Estado de
derecho como un medio de protección y realización para la propia ciudadanía.
En
este sentido, la condena al debilitamiento moral de las sociedades es un
principio general compartido por todas y cada una de las diversas expresiones
del liberalismo, pero paradójicamente la versión neoliberal acelera este
deterioro que ahora se expresa en mayor inseguridad en las calles, delincuencia
y desconfianza ante cualquier iniciativa social o política.
En
este orden de ideas, el neoliberalismo automáticamente se convierte en un
instrumento inhibidor de los círculos productivos, además de que incrementa la
desconfianza sobre los mecanismos democráticos y, en muchos casos, termina por
afectar la aplicación y cumplimiento cabal de los sistemas de justicia y
respeto a los derechos humanos, ya que tambIén potencia la pérdida de
capacidad de los mecanismos de readaptación social, sustituyéndolos por
crecimientos en el número de policías.
Con
ello, se omite la instrumentación de auténticas políticas incluyentes que
reconstruyan las cadenas de empleo productivo, y en su lugar termina por
imponerse una abierta sujeción a las nuevas fuerzas estructurantes de los
mercados económicos y políticos, como la corrupción promovida por el crimen
organizado y el narcotráfico, que terminan por imponer su lógica de organización
mínima dentro de las prácticas públicas, con lo que la capacidad de
resistencia del Estado y la sociedad es cada día menor para responder ante
estas nuevas fuerzas que imponen sus propias leyes de mercado, consumo y decisión
política..La distorsión de los valores, la dignidad y la cultura de las
sociedades parece terminar por aceptar estos nuevos comportamientos y termina
por adoptarlos y protegerlos en tanto son la única aparente vía para poder
sobrevivir dentro de las informales sociedades políticas y económicas
actuales.
En
consecuencia, la marginalidad y la pobreza generadas por los procesos de privatización
y destrucción de los bienes públicos provocan que uno de los resultados
paradójicos de las modificaciones sin concertación de las instituciones políticas
y económicas sea precisamente el debilitamiento dual de los Estados y las
sociedades. En este sentido, el "neoliberalismo" no puede ser asumido
como un sistema equivalente o similar al liberalismo democrático clásico en su
vertiente social, ya que éste asume los principios más drásticos del ya
mencionado "liberalismo", pero a la vez mantiene inalteradas las
estructuras tradicionales más autoritarias, tales como el corporativismo, el
autoritarismo, el populismo político, etc. Debemos reconocer que dicho proceso
se ha expresado, con diversos niveles, en las experiencias transicionales
inacabadas de América Latina y Europa del Este.
Bajo
esta lógica, el llamado neoliberalismo se ha convertido en una ortodoxia económica
perversa, asociada con un claro neoconservadurismo político, con lo que la
ecuación transformadora de las últimas dos décadas, lanzada en contra de los
órdenes sociales y económicos atrapados en prácticas autoritarias, no sólo
ha sido insuficiente, sino que además arroja como resultado una globalización
excluyente y no cooperativa.
Sin
duda, esta situación manifiesta un hecho totalmente contradictorio, si se
observa la naturaleza histórica que ha impregnado a los documentos rectores del
movimiento político liberal desde 1947 -fecha en que se constituyó la
Internacional Liberal, como un esfuerzo orientado a reunir a los partidos y
movimientos con orientación liberal o radical- hasta el presente. En América
Latina y Europa, los partidos políticos liberales y radicales han tenido
siempre una presencia en los debates ideológicos, pero durante la década
" de los noventa han mostrado un bajo desempeño electoral, debido
justamente a la inconsistencia de muchos gobiernos que han aducido estar
adscritos a la filosofía política liberal-radical, aunque su acción económica
y política sea, en realidad, neoliberal.
Con
mucha precisión, las líneas democráticas y progresistas del liberalismo
llegaron a su máximo desarrollo a mediados de este siglo, como una propuesta
intermedia y moderada entre los fascismos y los totalitarismos. Sin embargo, el
peso ; abrumador de los movimientos socialista-democráticos en la segunda
posguerra, así como el resurgimiento de los nacionalismos fundamentalistas y
los neopopulismos a finales del siglo xx, parecerían hacer lejanos y obsoletos
los objetivos de la Internacional Liberal. Para dar cuenta de algunas de sus
premisas en torno a lo que podría entenderse como liberalismo, su Manifiesto
asumía como imprescindible una cooperación mundial ordenada y regida bajo
instituciones de derecho, que culminaría en la creación de órdenes económicos
y políticos justos. Dicho valor ha permanecido inalterado hasta hoy, aunque la
mayoría de los integrantes actuales de dicha agrupación difícilmente encajan
en términos prácticos dentro de tales premisas.
¿Cuál es el futuro del liberalismo dentro de un mundo donde el valor de la moderación y los equilibrios ideológicos no parecen ser plausibles, debido a la urgencia de las soluciones que son exigidas en plazos más cortos y secuencias cada vez más complejas e intensas. Ciertamente, no existe un escenario promisorio para el liberalismo democrático, en tanto persista el principio de "libertad negativa" en el cual domina el no compromiso social y la competencia irrestricta al interior de las economías de los gobiernos neoliberales. Dicha situación prevalece por encima del sentido de la "libertad positiva", que pueda colocar nuevamente la defensa igualitaria y el goce de las libertades bajo mecanismos de responsabilidad e identidad en el centro de la reflexión.
Recuperar el aliento progresista y autocrítico del viejo liberalismo democrático sin duda se constituirá como uno de los aspectos sustantivos al que deben enfrentarse los procesos de reestructuración política y económica del mundo durante la siguiente centuria. Implicará reconquistar la idea de que es posible un liberalismo con rostro humano y alcance democrático.
IV.
El papel de la libertad en la construcción de los gobiernos democráticos
¿
Cuál es entonces el papel de la libertad dentro de los Estados y gobiernos
democráticos? ¿Bajo qué indicadores podemos distinguir a las verdaderas
democracias liberales de nuestro tiempo? En primer lugar, la libertad democrática
fomenta la confianza de los ciudadanos en sí mismos. Esto es, debe alentar el
ejercicio mismo de la libertad. Los principios de confianza y empatía social
deben estar presentes dentro de los individuos, quienes deben ser conscientes de
su responsabilidad para adoptar permanentemente actitudes respetuosas ante las
opiniones y acciones de los demás.
En
segundo término, la libertad democrática es un requisito mínimo en la
realización de elecciones. El derecho de elegir, mediante los procedimientos
que se consideren adecuados, a los gobernantes y representantes resulta un
factor incuestionable dentro de los Estados modernos. Los mecanismos de votación
y el peso que se les otorga a los parlamentos y asambleas han modificado de
manera significativa el tipo de involucramiento de la ciudadanía en los
procesos de decisión política. Sin embargo, la democracia liberal ha sufrido
fuertes decaimientos debido a que se ha topado con una importante falta de
renovación en algunas de sus estructuras clásicas, como lo son los partidos
políticos, los sindicatos o el interés de los jóvenes y la ciudadanía en
general por la actividad política, por ejemplo.
En
este último aspecto, hay cada día evidencias más fuertes de que enormes
bloques de población han dejado de considerar la participación y la información
políticas dentro de su actividad cotidiana (fenómeno manifestado en el peso
central que tiene la televisión como primordial medio de acceso informativo,
seguido de la radio y de la red Internet), con lo cual se explica otra de las
razones por las cuales se da la pérdida de sociabilidad en las
sociedades contemporáneas.
El
excesivo desinterés y malestar por la política es, curiosamente, una
manifestación de la "libertad negativa", cuyos patrones de apatía
son cada vez más evidentes en la población. Este fenómeno en torno a los
medios de comunicación debe ser motivo de preocupación para la sobrevivencia
misma de la democracia. Desde luego, resulta difícil asumir la instrumentación
de medidas o controles sobre estos medios, si antes no somos capaces de generar
los acuerdos necesarios para poder definir cómo puede darse una mejoría
sustantiva en sus usos, a efecto de que se vuelvan los aliados y no los enemigos
de la convivencia, la tolerancia y el reconocimiento colectivos.
Debe
enfatizarse que la presencia de un régimen de libertades democráticas
incrementa el pluralismo y las posibilidades de alternancia en el poder mediante
los diversos partidos y demás asociaciones políticas (libertad de participar y
asociarse). Sin la presencia de estas condiciones mínimas en el funcionamiento
de cualquier sistema de gobierno es factible que los esfuerzos por revitalizar
las capacidades de acción ciudadana sean cada vez más improbables y de
alcances reducidos. Sin los debidos incentivos a la cooperación o a la
eficiencia en la gestión de los gobiernos se fortalecerá cada vez más la
existencia de otras vías alternas de organización política e integración de
las administraciones, que pueden estar fundadas en factores cada vez más
irracionales e inestables, tales como el carisma providencial o el dogmatismo.
Por
ello, debemos estar conscientes de I que existe una enorme tarea por delante,
que consiste en reintegrar las modalidades consensuales de la acción política
incluso a las calles, modalidades que tendrán que estar fincadas más
claramente en opciones claras y programáticas que privilegien el llamado
"aprendizaje cívico". El enorme despliegue de energía social ahora
dirigida hacia los organismos no gubernamentales ya los movimientos sociales nos
conduce a considerar que los modelos de política regidos por instituciones públicas
concéntricas o radiales, con dependencia de centros de poder estatal específicos,
serán cosas del pasado. Sin embargo, pensando en las propuestas de autores como
el español Manuel Castells, las opciones de libertad y democracia bajo los
nuevos escenarios "informediáticos" invitan, desde luego, a la
formulación de dudas razonables acerca de cómo pasar de la territorialidad a
la virtualidad, y sobre si debemos aceptar que r éste sea el signo básico de
las acciones públicas en materia de gestión y gobierno.
En
esta dirección, uno de los rasgos definitorios de la libertad dentro de los regímenes
democráticos es la garantía del diálogo
y la información racional entre los individuos. Al darse la posibilidad
de reconocerse y diferenciarse, las sociedades modernas han podido extenderse
hacia nuevas líneas constitutivas de la opinión pública y del acceso a la
información.
Desde
luego, los medios de comunicación son ya constructores directos de los
comportamientos que aceptan o no la gestión pública, como ocurre con el caso
de las encuestas y los sondeos de opinión. Difícilmente alguien se podía
imaginar, ni es posible comparar, el aislacionismo geográfico del mundo que
privó hasta el siglo XIX con lo que se ha conquistado en materia de
comunicaciones y transportes en los últimos quince años. Los tiempos para la
negociación y la toma de decisiones de los gobiernos se han acortado, aun
cuando sea imposible captar adecuadamente los volúmenes de información
actuales con la misma perspectiva o experiencia que antaño, incluso por los
modernos hacedores de política, ni mucho menos por la propia ciudadanía. He
aquí otro factor explicativo que nos coloca ante nuevos escenarios de inequidad
económica y política.
En
este sentido, el debilitamiento de las democracias muestra que la incertidumbre
informática termina por dejar completamente rezagadas a sociedades enteras.
No
es ya un mero problema de dependencia renovada, la cual sólo pudiera resolverse
adquiriendo más computadoras. Hoy se desconoce con qué o con quiénes , se
relaciona un individuo de manera más o menos regular. Paradójicamente, tenemos
márgenes infinitos de libertad -aunque efímeros en su duración- que
seguramente quedarán inexplotados en la acción de los Estados y las
sociedades.
No obstante lo anterior, quizás uno de los dilemas más sustantivos que implica afrontar muchos de estos retos consista en que, bajo ningún concepto, podamos perder de vista el valor que tiene en cualquier sistema democrático la presencia de libertades que permitan reconocer el valor de la legalidad y la legitimidad del Estado de derecho en tanto espacio de defensa fundamental de los individuos y las colectividades mediante la aplicación imparcial e irrestricta de las leyes. Poco o nada de los anteriores elementos de la libertad democrática podrían tener sustento o realización si no se incrementan las demandas por derechos cada vez más incluyentes, como lo son el acceso a la educación de calidad, o a un medio ambiente sano, entre otros puntos que se configuran como parte de lo que puede llamarse hoy como "los pisos mínimos" de la democracia liberal moderna.
V. Conclusión: los desafíos para la libertad y la democracia en el siglo XXI
A manera de breve conclusión y recapitulación, retornamos varios de los puntos que se han discutido en las secciones previas, partiendo no de una visión retrospectiva de los temas analizados, sino justamente proyectándolos hacia una serie de propuestas que se dejan aquí como parte de las acciones necesarias que deben ser impulsadas en el futuro inmediato por nuestros gobiernos y por nosotros mismos.
1.
EL PRINCIPIO BÁSICO DEL FUTURO: MÁS LIBERTADES Y MÁS DEMOCRACIA
La
complejidad del mundo contemporáneo ha creado una oferta diversa de culturas y
actores que deben ser atendidos sin demora. Uno de los principios básicos de la
democracia liberal es la educación y capacitación de los individuos para que
puedan incorporarse de manera responsable al ejercicio de la convivencia pública.
Los problemas de la demografía, el desabasto de satisfactores, o la creciente
disparidad en la distribución de los recursos financieros tienen por
consecuencia que uno de los mayores retos del siglo XXI sea recuperar el paso en
materia de gobernabilidad política y organización económica.
Para
lograrlo, es necesario proponer como un principio esencial de acción la búsqueda
de más libertades y más democracia. Esto no implica sino ser consecuentes con
el espíritu de renovación e ilustración racional que son inherentes a la
condición moral de la humanidad.
Para ello, debe asumirse como crucial la recuperación de tasas de crecimiento sustantivas en la mayor parte de los países periféricos; cambios en los patrones de consumo a fin de proteger y alentar incrementos en las expectativas de vida, así , como la preservación del medio ambiente; definir y desarrollar sistemas integrales de salud y de educación que permitan combatir de manera más equilibrada las pandemias como el SIDA y otras enfermedades crónicas; garantizar mejorías sustanciales en el desarrollo y protección de los derechos humanos, así como acelerar la transformación estructural, "desde adentro" y con equidad, de los países en procesos de cambio político y reforma estructural hacia regímenes democráticos. Pensar en más libertades y más democracia implica también, desde luego, la obligación de acrecentar y mantener todas y cada una de las premisas básicas de la democracia que han sido conquistadas hasta ahora por nuestras sociedades modernas.
2.
LA PREGUNTA BASICA DEL FUTURO: ¿ QUÉ LIBERTADES Y QUÉ DEMOCRACIA ?
Sin
embargo, es evidente que dejar formulada una demanda por más libertades y más
democracia conlleva a la obvia necesidad de cuestionamos sobre cuáles serían
esos "nuevos pisos mínimos" a los que se pretende aspirar en los próximos
años. Entre ellos debe mencionarse la ampliación masiva del acceso a los
medios informáticos; una mejor oferta de las opciones de planificación
familiar para poder otorgar mejor calidad de vida a las nuevas generaciones;
mayores posibilidades deliberativas en lo relativo a aceptar la diversidad
cultural, religiosa o sexual.
De igual forma, conviene alentar una reorientación ética de las estructuras y bloques económico-políticos transnacionales a partir de modelos federativos conasociativos que, como acontece en el caso de la Unión Europea, no impliquen la supresión o subordinación nacional en materia de la preservación cultural de los pueblos. Su permanencia debe ir aparejada a la construcción de las representaciones institucionales necesarias que permitan la libre expresión soberana de todos los ciudadanos. Finalmente, conviene definir la construcción de nuevos instrumentos institucionales en materia del derecho público internacional, a efecto de que ningún Estado o individuo se sustraiga del compromiso de hacer cumplir los derechos humanos fundamentales bajo una lógica de respeto a la dignidad, la integridad, la solidaridad y el bien común de todo ser humano.
3.
LA LIBERTAD Y LA DEMOCRACIA COMO ELEMENTOS MÍNIMOS DE UN CONTRATO
INTERGENERACIONAL
TRASCENDENTE
HACIA EL SIGLO XXI
Ante
los escenarios actuales que nos muestran las tendencias de cambio producidas por
nuevas estrategias de integración regional en todos los órdenes de la vida pública,
cabe señalar otro desafío más. Si ya tenemos un principio rector, así como
los objetivos potenciales que se pretenden desarrollar en la conquista de más
libertades y más democracia como "nuevos pisos mínimos", sin duda
ello nos obliga a pensar en cómo llevar a cabo estos cometidos.
En
este sentido, la definición de un contrato intergeneracional entre los
ciudadanos del feneciente siglo xx y aquellos que ocuparán los espacios públicos
en el naciente siglo XXI debería ser un instrumento plausible que permita
condensar las ideas tendentes a sostener con responsabilidad políticas
redistributivas de largo plazo, a efecto de compensar a los que menos tienen,
pero sin que por ello se lesionen los niveles de vida de los sectores de población
menos afectados. Un contrato intergeneracional no sólo debe definir cómo y qué
explotar el día de hoy, sino cómo se espera que se puedan explotar los
recursos durante los próximos años. Al mismo tiempo, puede definir cómo
mejorar la oferta educativa, introduciendo instrumentos abiertos que evalúen la
calidad de la oferta mediante consultas más acuciosas a los consumidores de éste
o de cualquier otro servicio público y privado.
En
este sentido, un contrato intergeneracional debe indicar compromisos claros en
pos de la solidaridad y la no violencia, en tanto valores preventivos y no
punitivos de las anomalías sociales. Para ello, más que insistir en modelos de
seguridad pública como tímida e ineficaz respuesta a las crisis de
sociabilidad, se deben ampliar las acciones tendentes a alentar simultáneamente
la seguridad social y la libre empresa, a efecto de ir reduciendo el desempleo
con mayor información, capacitación e inversión.
Por
último, un contrato intergeneracional debe preveer que la realización de la
democracia está en íntima relación con las aspiraciones específicas y los
6rdenes de prioridad que decidan libremente los ciudadanos de toda nación,
aunque asumiendo gradualmente la presencia de un compromiso que obligue a todos
y cada uno de los ciudadanos a reconocer que la libertad y la democracia son
bienes que no pueden ser construidos a partir del sufrimiento o la negación de
los derechos de los demás.
Con
ese propósito debemos impulsar que la principal tarea del siglo XXI sea la de
abrir la pauta para facilitar la reconciliación abierta y definitiva entre dos
conceptos que han sido terriblemente separados e incomprendidos en el devenir
histórico de la modernidad. La libertad y la democracia son, quizás, las dos
grandes tareas sociales que deban sintetizar a este contrato intergeneracional
trascendente, cuyo
objetivo será la búsqueda de la igualdad y la justicia colectivas de cara al
siglo XXI.
Alarcón
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Víctor Alarcón Olguín es licenciado en Ciencia Política y Administración Pública por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (FCPyS) de la UNAM; maestro en Gobierno y Estudios Internacionales por la Universidad de Notre Dame, EUA; candidato a doctor en Estudios Sociales por la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM)-Iztapalapa. Fue investigador asociado "C" de la División de Estudios Políticos del Centro de Investigación y Docencia Económicas (1985-1992); becario Fulbright-García Robles (1992-1994) y coordinador de Investigación de la Fundación Rafael Preciado Hernández, A.C. ( 19941996). Desde 1994 ha sido docente titular de asignatura en las licenciaturas de Ciencia Política y Relaciones Internacionales, así como de la División de Estudios de Posgrado de la FCPyS-UNAM. Desde 1997 es profesor-investigador Titular "C" del Departamento de Sociología, Área de Procesos Políticos, de la UAM-Iztapalapa. Ha sido conferencista invitado en: Instituto Universitario Europeo (1990); State University ofNewYork-Buffalo (1992); Libera Universitá degli Studi Soziale (1992); International Academy for Leadership-Friedrich Naurnann Stiftung (1996); Center for the Study of Democracy, University of Westminster (1997); School of Advanced International Studies, Johns Hopkins University; InternatÍonal Foundation for Electoral Systems ( 1997); Facultad de Filosofía de la Universidad de Sevilla ( 1997 y 1999), así como investigador invitado en The Helen Kellogg Institute for International Studies de la Universidad de Notre Dame (1999). Entre sus publicaciones destacan: Ernst Bloch: sociedad, política y filosofía; Carl Schmitt: enfoques críticos; La filosofía política de fin de siglo,. América Latina: ¿ renacimiento o decadencia ? ; Teoría política del liberalismo; José Medina Echavarría: teórico de la modernización, así como Congreso de la Unión y democracia en México (en prensa). Es consejero editorial de las revistas Bien Común y Gobierno, Propuesta, Estudios Políticos (México) y Araucaria (España). También ha publicado numerosos artículos especializados, capítulos en libros colectivos, reseñas y traducciones en las principales revistas académicas de excelencia y suplementos mexicanos sobre temas de la filosofía, la ciencia política y la política comparada.