La transición española: del autoritarismo a la democracia
El dilema al final del franquismo: ruptura o reforma política
La política del consenso: el periodo constituyente
El final de la transición: ocaso del conseso y cambio en el poder
Los procesos de transición son
aquellos intervalos del tiempo político que se ubican entre la presencia de un
régimen de características no democráticas y el nacimiento de otro de tipo
democrático y pluralista. Son, en términos generales, procesos complejos,
cuyo análisis ha reclamado la atención
de los estudiosos de la política contemporánea.
Este es el caso del Dr. Francisco
Colom González, investigador del Instituto de Filosofía del Consejo Superior de
Investigaciones Científicas de Madrid, quien disertó hace tres años en el
auditorio del Instituto Federal Electoral acerca de la transición española.
Habida cuenta de la pertinencia y la actualidad del tema, consideramos prudente
solicitar al Dr. Coloro una versión corregida y ampliada de su conferencia,
misma que hoy entregamos al público como un número más de la serie Conferencias
Magistrales.
Tras la muerte de Francisco
Franco, España entró a un proceso de cambio pacífico y consensuado, sin
antecedentes en la historia moderna del país: por referéndum se aprobó una ley
para la reforma política, se legalizaron los partidos políticos, se convocó a
elecciones, se firmaron los Pactos de la Moncloa, se aprobó una nueva
constitución, etc. Su éxito fue tal que, como advierte el autor, llegó a pensarse
en una "fórmula española".
En este sentido Colom González
precisa que las reflexiones e inquietudes que surgen de procesos de transición vividos
desde la década de los setenta en Portugal, España, Grecia, América Latina,
Asia y África, así como los más recientes de los países de Europa del Este
corresponden a experiencias históricas concreten modo alguno susceptibles de
comportarse como modelos preestablecidos. Desde esta perspectiva, el Dr.
Francisco Colom sostiene que experiencia del tránsito a la democracia España es
única e irrepetible y, desde luego imposible de ser exportada. Los escenarios
de transición son histórica, geográfica, política culturalmente diferentes.
No obstante, de transiciones como
la española pueden desprenderse enseñanzas útiles que merecen ser tenidas en
cuenta para reflexionar sobre otros casos nacionales. Por ejemplo, y como lo
hace notar el autor a lo largo de su exposición en los procesos de transición
se pone en evidencia la historia y la acción políticas vivas cuyo resultado no
está sujeto a destinos predeterminados.
La transición constituye una
disputa por los diversos futuros posibles.
En las transiciones hay una
dialéctica entre los medios y los fines, en la que los fines demandan
correspondencia de los medios y estos permiten hacer viables ciertos fines. Es
decir, son tan importantes los fines como los medios de la transición. Así, las
transiciones democráticas se caracterizan tanto por el puerto al que quieren
arribar , la democracia, como porque las formas de transitar son, en lo
fundamental, también democráticas.
Las transiciones son procesos
complejos cuya definición se juega en diversos ámbitos y con ritmos diferentes.
El cambio político sustantivo entre un régimen no democrático y otro plenamente
democrático va abriéndose paso durante el periodo de la transición. De ahí la
responsabilidad de los actores relevantes de conducirla dentro de los límites
de la política pacífica y de abrir los espacios institucionales y consensuados
para que el pluralismo político se desarrolle.
Podemos considerar que una
transición democrática cierra su ciclo cuando las reglas del juego de la
democracia son aceptadas por los actores relevantes y por la mayoría ciudadana;
cuando, como producto de la propia transición, las formas prevalecientes de
hacer política son formas democráticas, y cuando las instituciones políticas
del Estado y la sociedad tienen la fortaleza
sobreponerse a los intentos no democráticos.
Como bien afirma el Dr. Francisco Colom González, la salud y la
vitalidad de un régimen pluralista depende tanto del diseño de sus
instituciones como de la cultura política sobre la que asienta. Por esta razón,
con el propósito de tribuir al fortalecimiento de la cultura polidemocrática,
el Instituto Federal Electoral publica el presente número de la serie
Conferencias Magistrales.
MTRO. JOSÉ WOLDENBERG K.
PRESIENTE DEL CONSEJO GENERAL DEL INSTITUTO FEDERAL ELECTORAL
FRANCISCO COLOM GONZÁLEZ
La transición española: del
autoritarismo a la democracia
La
transición política española se inscribe en el seno de la oleada
democratizadora que barrió el sur de Europa durante los años setenta, se
extendió por buena parte de Latinoamérica durante los ochenta y alcanzó a
Europa central y oriental con el cambio de década. Obviamente, las
circunstancias sociales y políticas que acompañaron a cada uno de estos
procesos son muy distintas entre sí y de ninguna manera permiten presentar su
conjunto como un fenómeno unitario, aunque sí señalan una tendencia
significativa en la evolución de los sistemas políticos de la semiperiferia y
periferia del capitalismo mundial.
En el caso concreto español, la
satisfacción general provocada por el carácter fundamentalmente pacífico y
consensuado del tránsito a democracia -una excepción en la historia política de
la España moderna-llevó a algunas figuras y círculos políticos a especular
sobre la posible "exportación" de la fórmula española a procede
transición política de otros países.
Lo cierto es, sin embargo, que un
mínimo rigor en el análisis de las circunstancias históricas lleva a la
conclusión de que los modelos cambio político, al igual que los buenos vinos
pierden sabor y cuerpo cuando son exportados sólo pueden consumirse con
garantías plenas la tierra en que se crían. Con ello no pretendo negar, obviamente,
las enseñanzas prácticas pueden derivarse de la política comparada. De hecho, numerosos movimientos revoluciona
del Tercer Mundo creyeron durante largo tiempo en la viabilidad de estrategias
subversivas similares para sus respectivos países o, en un polo opuesto del
poder político, no fueron pocos los gobiernos desarrollistas que confiaron
durante los años sesenta en la universalidad de las pautas evolutivas descritas
por las teorías del "desarrollo político".
En lo que se refiere a las transiciones políticas hacia regímenes pluralistas, creo que suscitare pocas discrepancias si afirmo que los ejemplos históricos recientes pueden alumbrar criterios sobre estrategias de negociación y de resolución de conflictos, pero sin olvidar que las condiciones históricas de partida, así como la cambiante naturaleza, de los actores en juego, no permite en ningún caso garantizar la reproducción de los mismos resultados. La política, en definitiva, no es una ciencia exacta, ni sus modelos pueden aplicarse sin más en distintos contextos como si de artefactos técnicos se tratase. En este breve ensayo me limitaré, pues, a abundar sobre una serie de elementos de la cultura política española durante el periodo de la transición que, a mi modo de ver, modelaron y condicionaron de forma importante este particular proceso de cambio político.
El dilema al final del franquismo:
ruptura o reforma política
El hecho mismo de que utilicemos
el término "transición " para referimos a los cambios ocurridos en
España hace veinte años nos remite directamente al dilema histórico con que se
enfrentaba el país a la muerte del general Franco. De un lado, las perspectivas
de prolongar un régimen político sin la figura que había dado lugar parecían
más que improbables En este sentido, el "franquismo" abrigaba un
caracteres específicos que lo diferenciaban del escueto calificativo de
"régimen autoritario" que para él se había acuñado.1
Ciertamente, en franquismo podía encontrarse un pluralismo limitado (las
"familias" del régimen: monárquicos falangistas, tecnócratas); la
movilización política extensiva había terminado prácticamente al mismo tiempo
que la hegemonía falangista durar los años cuarenta; por último, el
nacional-catolicismo no constituía una ideología elaborada políticamente vertebradora
comparable al fascismo italiano o al nacional-socialismo alemán. Todos estos
factores no habían borrado distinción entre Estado y sociedad que se ha
utilizado con frecuencia para diferenciar a los regímenes autoritarios de los
totalitarios. Pero el franquismo era algo más que eso: era, ante todo una
dictadura personal apoyada en el ejército y teñida de una ideología
reaccionaria, en el sentido más literal que se pueda dar a este último término.
Por ello, su tipología se aproximaba más a los caudillismos militares ibéricos
del siglo XIX ya algunas dictaduras latinoamericanas del presente que a los
totalitarismos italiano y alemán.
1 Véase A.
Elorza, La modernización política en España, Endimión, 1988. y J. Linz, "
An Authoritarian Regime: Spain", en G. Allart y Y. Littunen (eds.), Cleavages. ldeologies and Party Systems. Helsinki
Academic Bookstore, 1964, pp. 291-341.
Para comprender la evolución del
franquismo y la posibilidad final de su desmantelamiento político es preciso
tener en cuenta los distintos contextos en los que se desarrolló su larga
historia.
El franquismo nació de un
frustrado golpe de Estado contra la Segunda República Española. Lo que podía
haber sido una más de las asonadas militares, de las tantas de las que fue
testigo la historia de España a lo largo del siglo XIX, se convirtió así en una
sangrienta guerra civil ( 1936-1939). Las tensiones que hasta esa fecha habían
determinado la agitada vida política nacional (clericalismo/anticlericalismo,
movimiento obrero revolucionario/burguesía reaccionaria,
centralismo/anticentralismo) hicieron colisión frontalmente en una contienda
que cambiaría radicalmente las ulteriores condiciones sociales y políticas del
país.
La importancia de Franco en el
seno del movimiento insurreccional se acrecentó durante la guerra por una serie
de circunstancias aleatorias, principalmente la muerte en accidente de aviación
de Sanjurjo, otro general con mayor edad y prestigio militar .Esas
circunstancias lo convirtieron finalmente en la principal figura del bando
nacionalista, posición que se vería realzada mediate una ideología de lenguaje
carismático copia del fascismo italiano y del nacional-socialismo alemán. El
régimen militar surgido de la victoria contra la República se presentaba, en
principio como algo transitorio. De hecho, muchos de los apoyos cosechados por
Franco durante la guerra esperaban una restauración política de la monarquía y
la implantación de un orden social conservador asentado en el poder militar. El
estallido de la Segunda Guerra Mundial, sin embargo, congeló momentáneamente
esas expectativas.
Las afinidades políticas del
franquismo y sus apoyos interiores fueron variando de acuerdo con las propias
necesidades de consolidación régimen. La alianza tácita con las potencias del
Eje durante la Segunda Guerra Mundial coincidió así con la hegemonía interior
de la Falange, un partido de inspiración fascista reconvertido en partido
oficial (el Movimiento Nacional) con aportación de elementos tradicionalistas.
La derrota de Alemania e Italia marcó el inicio de periodo de aislamiento
internacional y de estancamiento económico que sólo se vería interrumpido por
el juego de estrategias creado por Guerra Fría. Los años sesenta dieron paso a
una nueva élite gobernante reclutada entre los tecnócratas del Opus Dei, una
organización católica integrista de gran influencia por aquel entonces entre
los estratos conservadores más formados la de la sociedad española. Fueron los
años de la apertura a la influencia europea a través de la emigración y el turismo, del final de la
autarquía, y de la creación de una nueva base social de apoyo al franquismo:
las nuevas clases medias urbanas surgidas a la sombra del desarrollo económico.
Durante este tiempo, España dejó de ser un país eminentemente agrícola, se
modificaron le las estructuras sociales, la religión dejó paulatinamente de
pesar sobre el agobiante clima social del país y se sentaron los cimientos
necesarios en su cultura política para una ulterior apertura democrática.
La incertidumbre en torno a la
capacidad del el franquismo para autorreformarse y abrir el camino hacia un
sistema político más plural marcan ;e, los últimos años del régimen en los
setenta. De hecho, esa incapacidad fue
poniéndose de manifiesto con el incremento de la represión a medida que creció
el nivel de contestación interna. A la muerte de Franco, las expectativas de
una ruptura radical con el pasado se enfrentaban con la capacidad de reacción
de las fuerzas herederas del la régimen, con la debilidad y dispersión de los
[la grupos opositores y, sobre todo, con la incertidumbre ante la posible
reacción de una sociedad con una débil tradición democrática que había sufrido,
además, profundas transformaciones durante los últimos cuarenta años.
Las nuevas clases medias
constituían núcleo de lo que se ha dado en denominar "franquismo
sociológico", término empleado tanto para aludir a unas capas sociales
concretas como a una actitud supuestamente característica de sociedad española
contemporánea: la mezcla apatía política, valoración extrema de la seguridad y
dócil predisposición a obedecer al líder turno en el gobierno. Esa
"mayoría silencio que vertebraba sociológicamente al país representaba una
gran incógnita política al inicio de transición. A finales de los años sesenta,
tras largo periodo de silencio anterior, la oposición clandestina al franquismo
había experimenta una revitalización considerable, pero esa resistencia se
limitaba a sectores del movimiento obrero concentrados en grandes empresas
estables (particularmente en la minería) y al movimiento estudiantil
universitario.
De los partidos históricos de la
Segunda República, tan sólo el Partido Comunista ha conseguido una implantación
significativa en el interior, mientras que socialistas y nacionalistas
catalanes apenas si estaban representados grupúsculos escasamente coordinados y
con una repercusión limitada, En los aledaños del régimen convivían o guardaban
un discreto silencio elementos "juanistas" (seguidores de don Juan,
el heredero de la Corona exiliado en Portugal) y algunos notables de
orientación democristiana.
Tan sólo en el País Vasco la
situación era significativamente distinta. Allí, el repujar del nacionalismo y
la represión ejercida sobre él había alimentado, con la aparición del
terrorismo de Euzkadi Ta Askatasona (ETA), una dinámica de violencia que habría
de envenenar hasta límites insospechados y todavía no resueltos el proceso de
transición a la democracia. En conclusión, pues, la reacción que pudiera
mostrar la sociedad española ante el inicio de esta nueva etapa de su historia
constituía la principal interrogante que debía despejar el juego de estrategias
de la transición. En cualquier caso, la radicalización del rechazo al
franquismo provocada por sus últimos fusilamientos en septiembre de 1975, la muchedumbre
congregada en apoyo de Franco días después en la Plaza de Oriente de Madrid y,
poco más tarde, en su entierro, no aportaban de partida buenos augurios.
Los sondeos realizados por el
Centro de Investigaciones Sociológicas y analizados por José María Maravall en
su estudio de la transición arrojan, sin embargo, una imagen de la sociedad
española de ese momento sorprendentemente no muy distinta en sus aspectos
político-culturales de las de su entorno europeo.2 Así, el rasgo que
más destaca de esos datos es el de la moderación ideológica de los distintos
estratos sociales, incluida la clase trabajadora. De hecho, el eje de
autoubicación de la sociedad española en el parizquierda-derecha se situaba en
la centro-izquierda, una autoubicación que perdura hasta nuestros días. Por la
demás, pese a que el espectro ideológico se extendía desde la extrema derecha
hasta la extrema izquierda, la distancia ideológica grueso del electorado
apenas se alejaba de posiciones de centro. Esta moderación ideológica se completaba
con una amplia predisposición al reformismo social, particularmente en la que
se refiere a políticas de vivienda, sanidad, trabajo y educación. De todo ello
se podía deducir, antes incluso de las primeras elecciones generales de 1977,
el escaso respaldo con que presumiblemente podían contar tanto los inmovilismos
extremos como las propuestas revolucionarias.
2 J. M.
Maravall, La política de la transición. Madrid, Taurus, 1981.
La teoría de la acción colectiva
ha demostrado que las apreciaciones de contexto mediante las que los actores
políticos diseñan sus estrategias acción no siempre coinciden con las
percepciones de aquellos con quienes necesariamente tienen que contar para
llevarlas a cabo. Esta situación sirve para ilustrar algunos de los errores
estratégicos cometidos por quienes, a comienzos de la transición, apostaron de
forma más decidida por el inmovilismo político o por la ruptura democrática.
Por un lado, los sectores más conservadores del régimen creyeron durante un
breve periodo poder prolongar la utopía de un franquismo sin Franco, como había
hecho el salazarismo en Portugal, a partir de las disposiciones institucionales
legadas por el dictador (Ley de Sucesión, Leyes Fundamentales del Estado,
Consejo del Reino, etc.), La creciente movilización social durante el efímero
gobierno de Carlos Arias Navarro3 demostró la inviabilidad de esas
esperanzas, pero la convicción de que las expectativas populares se encontraban
próximas al legado del franquismo volvería a repetirse, con distintas formulaciones,
a lo largo de la transición, En primer lugar, con la insistencia de Manuel
Fraga Iribame4 en nuclear una fuerza política de derecha que
aglutinara a la Supuesta "mayoría natural" del país en un proyecto
básicamente continuista. Los sucesivos fracasos electorales de su partido,
Alianza Popular, (AP) vinieron a demostrar que esa supuesta mayoría no era tan
" natural " ni se encontraba sin da en el espacio de la derecha
representada por él. Posteriormente, durante el intento de golpe de Estado del 23
de febrero de 1981, los militares sublevados mostraron también una errónea
ilusión continuista al creer que bastaría un ataque al poder por parte de una
minoría decidida pora lograr la adhesión inmediata de una parte sustancia del
ejército y de la población.
3 Carlos
Arias Navarro fue el último presidente de gobierno con Franco y el primero con
la Monarquía.
4 Manuel
Fraga lribarne fue uno de los ministros más innovadores y aperturistas durante
los últimos años del franquismo. Muchos quisieron ver en él la figura idónea
para dirigir la nave del gobierno durante la transición, pero esos deseos no se
vieron respaldados por la designación del monarca.
Finalmente, Manuel Fraga fundaría su propio partido, Alianza Popular, que
jugaría un papel secundario durante toda la transición y constituiría el germen
del actual partido en el gobierno, el Partido Popular.
En el otro lado del espectro
político, también el Partido Comunista sufrió el amargo desengaño de las
expectativas frustradas. Toda su estrategia en la clandestinidad se había
guiado por creencia de que el régimen se derrumbaría tras la muerte del
dictador. Ante esa perspectiva, tarea fundamental debía consistir en lograr una
fuerte implantación y capacidad movilizadora no sólo en el seno del movimiento
obrero, sino también en el mayor número posible de sectores la incipiente
sociedad civil (movimiento estudiantil, asociaciones de vecinos, grupos
cristianos de base, intelectuales, etc.). En última instancia se esperaba un
panorama posfranquista a la italiana, con el Partido Comunista como principal
fuerza de la oposición. En la misma línea del II compromiso histórico propuesto
por Enrico Berlinguer a la Democracia Cristiana italiana, el Partido Comunista
de España (PCE) esperaba propiciar un gobierno de concentración Con la derecha
moderada para forzar así una ruptura democrática como salida del franquismo.
Esa insistencia en una gran
coalición gubernamental no exigida por la aritmética electoral se mantuvo hasta
1979 y volvió a repetirse, sin ningún éxito, tras el fallido golpe de Estado de
1981.
El estancamiento del partido tras
las segundas elecciones generales (9.3% y 10.9% de Votos, respectivamente), las
disputas entre los cuadros internos y la dirección de regreso del exilio, así
como la inadecuación para la política parlamentaria de unos esquemas
organizativos y estratégicos pensados para la clandestinidad, terminaron por
reducir su papel casi a la marginalidad al final de la transición.5
5 De
veintitrés diputados en 1979, el Partido Comunista pasó a tener tan sólo cuatro
diputados en 1982. Han sido necesarios quince años y la reorganización del
Partido Comunista en el seno de la coalición Izquierda Unida para que el
espectro político a la izquierda del partido Socialista recupere el número de
escaños con que contaba al inicio de la transición.
Las estrategias de la transición
tuvieron que jugarse, por lo tanto, en el espacio marcado por las políticas
reformistas o, si se prefiere formularon de otra manera como lo ha hecho algún
mentarista, muy pronto se hizo patente que ruptura" democrática habría de
ser un proceso y no un momento".6 Dos de los factores decisivos
para el éxito de la transición fueron precisamente el acceso al poder de los
sectores reformistas régimen y el mantenimiento de un ritmo constante en las
reformas hasta el periodo constituyente. Sin embargo, la reconstrucción de
historia a posteriori, como si su curso se tratase de una evolución necesaria,
constituye una falacia lógica y política. Sería falso, por tanto, afirma que el
proceso de reforma política emprendido por el primer gobierno de Adolfo Suárez
con desde un principio con el objetivo formal al efectivamente llegó. De hecho,
algunos de sectores más conservadores pretendían limitarse una simple reforma
de las leyes fundamentales franquistas ya instaurar un pluralismo político
restringido que excluyese al Partido Comunista.7
6 R. Dorado
e I. Varela, "Las estrategias políticas durante la transición", en F.
Tezanos, et aL (eds.), La transición democrática española, Madrid, Sistema,
1989, p. 255.
7 Véase L.
Calvo Sotelo, Memoria viva de la transición, Barcelona Plaza & Janés, l990.
Por ello, la transición se presentó más bien como un proceso
abierto de movimientos tácticos para el que no cabía marcha atrás si no era a
costa de Le la un desnudo incremento de la represión. Este proceso y ceso se
encontraba acotado en sus flancos por la exclusión de las posiciones extremas
(inmovilismo y revolución), pero abierto en lo que se refiereal puerto último
de llegada.
Con la perspectiva que
proporcionan los últimos quince años de historia y el actual contexto e la
mundial, quizá pueda parecer ingenuo preguntarse se por alguna otra posibilidad
de futuro que le cupiese a España en 1975 más que la de integrarse económica,
política y militarmente en el concierto de las democracias europeas. Sin
embargo, ese destino manifiesto distaba de estar claro al que inicio de la
transición, cuando los remiendos a la democracia orgánica franquista
competían contarse las formulaciones de un socialismo autogestionario que
miraba de soslayo al modelo yugoslavo -caso del Partido Socialista Obrero
Español (PSOE)- O de un eurocomunismo -caso del (PCE)- que no había olvidado la
primavera de para Praga. El propio Adolfo Suárez introdujo elementos de ambigüedad
en la futura ubicación geoestratégica de España con gestos como el envío, con
gran enfado de los Estados Unidos, de observadores a la Conferencia de Países
No Alineados en 1977 o, ironías de la historia, como la recepción de Yaser
Arafat en visita oficial a España. No es posible olvidar, por último, que la
ratificación, por referéndum en 1986, de la permanencia de España en la
Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) fue una de las píldoras más
difíciles de tragar para la sociedad española y, particularmente, para la
militancia socialista. Tanto es así, que algunos autores sitúan en esta fecha,
y no con la llegada del Partido Socialista al poder, el final de la transición.8
8 Véase, por
ejemplo, A. García Santesmases, Repensar la izquierda, Barcelona, Anthropos,
1993.
El proyecto reformista de la Unión
de Centro Democrático (UCD), el partido de Adolfo Suárez fue acusado por sus
adversarios de poseer oportunismo y la artificialidad característicos un
producto político de laboratorio. Se trata en realidad, de una federación de
"partidos notables", por lo general minúsculos y mal avenidos, con
base en el aparato del Estado y aglutinados en función de los intereses
políticos de "barones " .Si bien es cierto que esta coalición fue
creada por Suárez con el fin de ganar las primeras elecciones y dotarse así de
un instrumento para controlar el proceso de transición, también es igualmente
cierto que el ex presidente fue particularmente hábil en el manejo de sus
ventajas institucionales para atraerse el voto de un segmento clave de la
sociedad española: aquellos los que anteriormente he aludido bajo el nombre de
"franquismo sociológico".
Estos sectores no sólo se
caracterizaban por un bajo grado de ideologización y de motivación política,
sino que eran también extremadamente sensibles a toda posible inseguridad. El
primer gobierno de Suárez asumió así una estrategia de reformas pausadas, pero
continuas, que tuvo como hitos el Proyecto de Ley de Reforma Política, la
ratificación del mismo en referéndum el 15 de diciembre de 1976 y la posterior
autodisolución de las Cortes franquistas. Un dato que a menudo se soslaya en la
actualidad es que la oposición democrática llamó a la abstención en aquella
consulta, no tanto porque deseara bloquear un proyecto de reforma política
cuyos objetivos finales eran todavía inciertos, como por el hecho de no haber
sido invitada a su elaboración.
Tras una campaña institucional sin
apenas posibilidad de réplica, tanto la participación como el porcentaje de
votos afirmativos fueron abrumadores.
Este dato proporciona una buena
muestra de la dialéctica en la que se tuvo que desenvolver la oposición
democrática durante el primer periodo de la transición. Durante los años 1976 y
1977 el grado de movilización logrado por las fuerzas democráticas fue
considerable, como lo demuestra el número de manifestaciones y de horas de
trabajo perdidas en huelgas.9 Esta capacidad de movilización
convenció a las fuerzas reformistas el gobierno de la necesidad de contar con
la oposición en el diseño de los cambios políticos.
Consiguientemente, a lo largo de
esos dos años se concedieron diversas medidas de amnistía, se legalizó la
mayoría de los partidos políticos, se disolvieron el Movimiento Nacional y los
sindicatos verticales, últimos baluartes del franquismo, y se convocó a
elecciones a la Asamblea Constituyente en el mes de junio de 1977. Sin embargo,
a partir de esa fecha, y pese a los positivos resultados obtenidos por las
distintas fuerzas democráticas,10 la izquierda ya no pudo mantener el
mismo grado de presión movilizadora. La oposición había demostrado que no se
podía prescindir de ella, pero al mismo tiempo resultaba evidente que no
contaba con la fuerza necesaria para imponer una ruptura democrática. Desde ese
momento, la necesidad de una política de pactos, lo que se llamaría la
"política del consenso" durante el periodo constituyente, surgía como
una necesidad si verdaderamente se deseaba un marco estable de convivencia
política para el futuro del país.
9 156
millones en 1975 y 110 millones en 1976, Maravall, op. cit. p.28.
10 34.8% la
Unión de Centro Democrático; 29.4% el Partido Socialista Obrero Español; 9.3%
el Partido Comunista de España; 8.4% la Alianza Popular; 3.7% Convergencia i
Unió y 1.7% el Partido Nacionalista Vasco.
Los resultados de las elecciones
generales de 1977, de hecho la primera radiografía política de España desde
hacía muchos años, revelaron algunos datos sorprendentes. El primero de ellos,
el alto grado de continuidad ideológica intergeneracional y regional con
respecto de las últimas elecciones celebradas en España, las de febrero de
1936, durante la Segunda República. Así, alrededor del 60% de loS votantes de
izquierda reconocía una orientación política similar en sus padres, mientras
que aproximadamente el 75% manifestaba lo mismo entre los votantes de centro y
de derecha. Concretamente, era notable la identificación prorepublicana de los
padres de votantes del PCE (43% ) y más difusa entre los del PSOE (Sólo un
29%). La orientación profranquista era también clara en el caso de los padres
de votantes de la UCD ( 44% ) y abrumadora entre los de la AP (81% ).11
La memoria familiar (e inevitablemente el conflicto que la atravesó) parece,
pues, haber jugado un papel importante tanto en la orientación del Voto como en
el grado de moderación política mostrada de cara al presente.
11 Maravall,
op. cit., pp. 41-42.
Estos datos manifiestan, por lo
demás, que la lealtad histórica del Voto lo fue básicamente a la línea de
división política más que a las siglas de los partidos concretos. En lo que se
refiere a distribución regional del voto, los resultados de 1977 reproducían
básicamente el mapa político de la República: la izquierda era fuerte en
Madrid, Cataluña, Valencia, Asturias y Andalucía (las zonas industriales,
urbanas o de latifundio) mientras que la derecha ganaba en Galicia, Extremadura
y las dos Castillas (zonas predominantemente rurales).12 En el País
Vasco, por último la segmentación del voto fue mayor; triunfó el Partido
Nacionalista Vasco (PNV) en las provincias predominantemente vascófonas
(Guipúzcoa y Vizcaya) y la Unión de Centro Democrático en las castellano
parlantes (Alava y Navarra).
12
Curiosamente, en la actualidad esas relaciones sociales y geográficas de voto
se han invertido: las wnas urbanas e industriales tienden a votar por la
derecha, mientras que las áreas rurales lo han hecho predominantemente por la
izquierda.
Otro rasgo importante de la
cultura política de la transición es el alto nivel de desmovilización de apatía
política del electorado. Según un sondeo hecho en 1979 por el Centro de
Investigaciones Sociológicas, si bien existía un apoyo generalizado al sistema
democrático sólo un tercio de población creía en la capacidad de la democracia
para resolver los problemas nacionales, mientras que una cuarta parte pensaba
que éstos iban a seguir igual, e incluso un 20% estaba convencido de que iban a
empeorar.13 Según ese mismo estudio, el interés por la política
aumentaba en la medida en que el perfil del elector se aproximaba a la ideología
de izquierda, a la posesión de estudios superiores ya la edad juvenil.
Contrariamente, el desinterés aumentaba con la edad y la falta de educación, y
alcanzaba su máximo grado entre los votantes que pertenecían ideológicamente al
centro.14 En conjunto, un 52% de la población manifestaba
indiferencia o desinterés por la política, mientras que un 16% la rechazaba
abiertamente. De todo ello se puede concluir que un extenso sector de la
población no se sentía implicado en la vida política, ni identificado con sus
responsables, ni confiado en su capacidad de influir políticamente sobre los
acontecimientos del país. Este síndrome de cinismo político, herencia
inequívoca del franquismo, no era excesivo comparado con el de otras naciones
europeas, si bien no dejaba de ser preocupante en una democracia tan joven y
débil como la española. Con todo, el interés por la política era mayor que el
registrado durante el franquismo, siendo muy elevado el nivel de participación
en las primeras elecciones (78.4% ) y considerablemente menor en las de 1979
(66.4%).
13 Maravall.
op. cit., p. 83.
14
Ibid..p.92.
La política del
consenso: el periodo constituyente
Las elecciones de 1977
determinaron la fuerza y la identidad
de los que estaban llamados a ser protagonistas de la segunda fase de la
transición, centrada en que se redactara un nuevo texto constitucional. Desde
el punto de vista jurídico, la estrategia reformista se había llevado hasta el
momento sin romper las pautas de la continuidad legal. La proclamación constitucional
de la soberanía popular no se iba producir como resultado de una situación
excepcionalidad, en el sentido schmittiano del término, sino guardando la
apariencia de continuidad de una reforma de la legislación franquista.15
Adam Przeworski ha descrito, en
términos formales, los procesos de democratización como la institucionalización
de un grado de incertidumbre en la interacción de las fuerzas en juego de
manera que ningún aparato autoritario de poder pueda ya controlar, a partir de
un determinado momento, los resultados políticos de proceso. La viabilidad de
la democratización penderá, por consiguiente, de la existencia de instituciones
capaces de evitar que los intereses de las principales fuerzas políticas se
vean negativamente afectados bajo las condiciones de una competición
democrática por el poder. Es así como se puede entender la estrategia de los
sectores reformistas del franquismo cuando decidieron desmantelar el régimen
desde los supuestos de su propia legalidad de forma previa a cualquier
negociación con la oposición democrática.16
15 Para Carl
Schmitt, constitucionalista alemán de los años treinta la soberanía reside en
la capacidad de decidir sobre situaciones de excepcionalidad" jurídica, es
decir, la "nacionalidad" del imperio ley encuentra su fundamentación
última en el ámbito de la extrajuridicidad. Véase C. Schmitt, Political Theology, Cambridge, Press, 1985.
16 Adam
Przeworski. "Democracy as a Contingent Outcome of Conflicts", en J.
Elster y R. Slagstad (eds.), Constitutionalism and Democracy. Cambridge,
Cambridge University Press, 1988, pp. 59-80.
Lo cierto es que el régimen de
Franco no se había molestado en dotarse de una fundamentación jurídica sino
hasta 1947, cuando aparecen las Leyes Fundamentales del Estado. Hasta entonces,
el Estado español constituyó toda una curiosidad en el ámbito del derecho
constitucional comparado puesto que, además de carecer de una norma jurídica
fundamental, no ofrecía definición alguna sobre su naturaleza monárquica o
republicana. Por lo demás, las leyes fundamentales ni siquiera poseían el
carácter sistemático y completo de una Constitución, sino más bien el de una
mera colección de normas que se fue ampliando con el tiempo (Ley de Sucesión,
Fuero de los Españoles, Fuero de los Trabajadores, etc.). A todo ello se añadía
la carencia de una fórmula de enmienda, lo que llevó a algunos juristas del
régimen a defender su inmutabilidad legal. Fue finalmente a través del Proyecto
de Ley de Reforma Política de 1976, presentado en las Cortes franquistas antes
de su autodisolución, como se abrió el camino legal para un proceso
constituyente.
Si un texto constitucional debe
supuestamente reflejar la base normativa y explícitamente consensuada sobre la
que se basa una sociedad, la tarea que se presentaba ante los diputados de la
Asamblea Constituyente de 1977 no podía ser más delicada: tras una guerra civil
particularmente sangrienta y cuarenta años de dictadura, los nuevos
representantes políticos de la sociedad española debían poner a prueba su capacidad
de diálogo y de compromiso. Pese a la popularidad de las tesis que han
insistido en la incapacidad endémica de España de subirse al carro histórico de
la modernidad, lo cierto es que su historia política contemporánea, si bien
desviada con respecto al canon temporal, no fue significativamente más convulsa
que la de otros países europeos, y así como ha arraigado el tópico machadiano
de las "dos Españas", no es menos cierto que en el pasado y en el
presente siglos existieron política y socialmente "dos Francias",
"dos Italias" o "dos Alemanias " . Incluso Inglaterra,
paradigma de estabilidad y de cohesión política, llegó a ser descrita por uno
de sus más relevantes estadistas, , Benjamin Disraeli, con el término de
"dos naciones" divididas.17
17 Benjamin
Disraeli, Sybil or the Two Nations, Londres, Oxford University Press, 1926.
Aun con todas las debilidades y
defectos de los anteriores regímenes liberales, en el caso de España la
redacción de un nuevo texto constitucional suponía retornar a una línea de
vertebración política que hundía sus raíces en la Constitución de Cádiz de 1812
y que estuvo presente a lo largo del siglo XIX. Si se tiene en cuenta que todo
el edificio jurídico-político del franquismo derivaba de una sublevación
militar fracasada que degeneró en guerra civil, la Constitución de 1978 re
ubicaba el proceso político y legislativo en el ámbito del Estado de derecho y
enlazaba de nuevo directamente con la quebrada legalidad republicana de 1936.
Más que en la falta histórica de referentes democráticos, un mal endémico de la
España moderna puede identificarse en la particular cultura de la intolerancia
con que se han vivido las divisiones internas, I una intolerancia que hunde sus
raíces en la historia pero que se agudizó en la primera mitad del siglo XX por
la profundidad de las desigualdades sociales sobre las que se apoyaban las
diferencias políticas.18 La particular combinación de estado débil,
modernización económica tardía y profunda desigualdad social no permitió la
consolidación de un modelo político estable para resolución democrática de los
conflictos.
18 Véase J.
Cazorla Pérez, "La cultura política en España", en S. Giner (ed.),
España: pol{tica y sociedad, Madrid, Espasa Calpe, 1990 pp. 259-283.
Al éxito del proceso constituyente
de 1979, un periodo marcado por lo que se llamó la político del consenso !I ,
contribuyeron sin duda alguna factores político-culturales como la memoria
histórica de la Guerra Civil, pero no conviene olvidar la importancia de las
técnicas de negociación que adoptaron las fuerzas representadas en la Ponencia
Constitucional ni de las contrapartidas políticas que obtuvieron. De inicio,
las cuestiones clave atañían a la relación entre Iglesia Estado, al papel de la
monarquía ya la estructuración territorial del Estado mismo. Aunque suma de
escaños de la Unión de Centro Democrático y de Alianza Popular ( 165+ 16)
hubiera permitido sacar adelante un borrador constitucional marcadamente
conservador, la inteligencia política más elemental aconsejaba implicar en un
proceso tan decisivo de cara al futuro tanto a la oposición de izquierda como a
los nacionalismos vasco y catalán. Las fuerzas de la oposición contaban,
además, con buenos contactos políticos en Europa, de manera que su
participación en la redacción del texto constitucional representaba una
auténtica piedra de toque para la homologación democrática del nuevo régimen.
Puede decirse que la política del
consenso se apoyó sobre dos elementos básicos. En primer lugar, en una
disposición dialogante que enfatizaba los puntos de acuerdo e intentaba relegar
a un segundo plano aquellos sobre los que existía desacuerdo. Como lo señaló
uno de los protagonistas de las negociaciones, no se trataba de coincidir en
todo, sino más bien de que la Constitución no contuviese ningún aspecto que
fuese absolutamente inaceptable para algún grupo.19 En segundo lugar, esa
política se basó en un modelo de negociación privada entre élites políticas muy
reducidas. Tanto fue así que se ha llegado a calificar de "consociativo"
a todo el proceso
19 Gregorio
Peces Barba, en El Socialista (7 de mayo de 1978), citado por R. Gunther, G.
Sani y G. Shabad, Spain after Franco, Berkeley.University of California Press,
1986, p. 119.
20 I. Capo
Oiol, R. Cotarelo, D. López Garrido y I. Subirats, "By Consociationalism
to a Majoritarian Parliamentary System: the Rise and Decline of Spanish
Cortes", en U. Liebert y M. Cona (eds.), Parliament and Democratic
Consolidation in Southem Europe, Londres, Pinter, 1990, pp. 92-129.
Esas élites ( Ios miembros de la
Ponencia Constitucional) dependían del respaldo de sus respectivos partidos,
pero disponían de un margen amplio negociación.21 El primer borrador
de la Constitución fue redactado por representantes de los cinco principales
partidos con presencia en las Cortes, a excepción del Partido Nacionalista
Vasco, excluido de la Ponencia y representado por la minoría catalana.22
En las deliberaciones posteriores sobre cuestiones pendientes o difíciles, los
representantes solían cambiar, dependiendo del tema. Las relaciones
Estado-Iglesia fueron discutidas, por ejemplo, exclusivamente entre el PSOE y
la UCD, mientras que algunos aspectos cruciales de la política autonómica
llevaron a negociaciones bilaterales entre el PNV y la UCD.
21 De hecho,
ha pasado a la historia la anécdota de que los compromisos constitucionales
sobre educación, divorcio, interrupción del barazo, relaciones laborales y
objeción de conciencia se sellaron entre los representantes del PSOE y de la
UCD en un conocido restaurante madrileño durante la noche del 22 de mayo de
1978.
22 La
Ponencia Constitucional estaba compuesta por representantes Alianza Popular (un
vocal), Unión de Centro Democrático (3), Partido Socialista Obrero Epañol (1),
Partido Comunista de España (1) y Minoría Catalana (1 ).
Algunos datos parecen indicar que
el talante moderado y negociador de los candidatos fue tenido en cuenta por los
partidos a la hora de seleccionar a los ponentes constitucionales. Los grandes
acontecimientos de la historia se escriben a veces con letra pequeña, y así ha
trascendido, por ejemplo, que el relevo o la ausencia de algunas figuras
concretas durante las negociaciones se debió a su notoria incapacidad para
alcanzar consensos. Finalmente, el principio de legitimación por implicación pareció
funcionar y los únicos votos parlamentarios en contra de la Constitución se
registraron entre Alianza Popular (Ap), que había sido excluida de la fase
consociativa, y del PNV, que no contaba con representante propio en la
Ponencia.
Concretamente, el rechazo del PNV
a respaldar con su voto la Constitución se debió a sus divergencias con la UCD
sobre la fundamentación jurídica de los restaurados Fueros Provinciales Vascos.
Apoyándose en un viejo mito
político, los nacionalistas vascos reclamaron el reconocimiento del carácter
preconstitucional de sus "derechos históricos", aludiendo con ello a
los Fueros abolidos en el pasado siglo. Mientras que en el borrador oficial los
Fueros Vascos eran reconocidos en el marco de la Constitución, el PNV les
concedía una naturaleza histórica y, por tanto, jurídicamente anterior a la
propia Constitución española. Desde su particular punto de vista, los Fueros
constituían un documento de naturaleza cuasiconstitucional que desde la Edad
Media situaría los vínculos entre los territorios forales y la Corona de
Castilla (y posteriormente el gobierno español) sobre una base bilateral y, por
consiguiente, condicionada al mutuo consenso. En este sentido, la inclusión de
una disposición derogatoria en la Constitución pretendió otorgar un
reconocimiento simbólico a esos derechos sin concederles ninguna precedencia
jurídica. Tras la argumentación jurídica del nacionalismo vasco latía la
demanda tácita de un reconocimiento del derecho a la autodeterminación, algo
que la UCD no estaba dispuesta en ningún caso a aceptar .Esta ausencia de
consenso se hizo .notar en los resultados
del referéndum constitucional en el Pals Vasco, donde tanto la
participación como el porcentaje de votos afirmativos fueron considerablemente
menores que en el resto del Estado ( 46% en Euzkadi frente al 87% de la media
nacional).
El éxito de las negociaciones
constitucionales se debió también, en última instancia, a dos factores
adicionales. Por un lado, al carácter marcadamente abierto y proyectivo del
texto, redactado con un vocabulario de compromiso y dotado de numerosas leyes
orgánicas que debían ser desarrolladas en el futuro. Este hecho facilitó el
consenso inicial entre posturas dispares y desplazó el conflicto político al
proceso de desarrollo legislativo que tendría lugar durante la siguiente
legislatura. En este sentido, la cuestión de las competencias autonómicas es
particularmente ilustrativa: se trata
de un capítulo que, casi veinte años después de haber sido aprobada la
Constitución, aún sigue siendo objeto de desarrollo, de negociación y de
conflicto con el gobierno central. Por otro lado, las fuerzas presentes en la
Ponencia Constitucional obtuvieron una serie de contrapartidas políticas
directas en lo referente al diseño institucional del sistema político. La
búsqueda de esas contrapartidas hizo variar continuamente el juego de alianzas
durante las negociaciones. Así, por ejemplo, el posible papel del Senado como
una cámara de representación territorial fue combatido conjuntamente por la
UCD, la AP y el PSOE en contra del PCE y los partidos regionalistas. La derecha
veía en un órgano representativo exclusivamente territorial un riesgo para la
cohesión del sistema político estatal, mientras que el PSOE era reticente a
aceptar una cámara elegida mediante un procedimiento que favorecía a las zonas
más conservadoras del país. Por el contrario, el PSOE y la UCD se coaligaron
frente a otros partidos en la defensa de un sistema electoral que, aun
guardando el principio de proporcionalidad, incluía distorsiones favorecedoras
para las dos fuerzas mayoritarias y para las minorías vasca y catalana,
hegemónicas en sus respectivos territorios.23 En definitiva, los
acuerdos constitucionales dibujaban un marco institucional que hacía posible el
acceso a significativas cuotas de poder para las fuerzas que participaron en
ellos.
23 Cfr. J.
Capo Giol, et al., op. cit., pp. 100-101.
La política de consenso en el
diseño institucional del Estado encontró algunos paralelismos en el ámbito
socioeconómico. En el mismo año en que se debatía el texto de la Constitución,
la crisis económica provocada por el continuo incremento en el precio de los
recursos energéticos estaba alcanzando en España unos niveles alarmantes. A una
inflación del 26.4% se añadía un abultado nivel de desempleo (800,000 personas)
y una caída de los índices de crecimiento económico (3% ). La complejidad de la
estrategia de transición y el número de los actores sociales y políticos
implicados en ella había impedido al gobierno de la UCD adoptar las medidas
urgentes que hubiesen podido contribuir a paliar la situación.
En septiembre de 1977, una nueva
oleada de huelgas por el incremento de los precios despertó la inquietud tanto
del gobierno como de la oposición de izquierda, conscientes ambos de que un
alto nivel de movilización popular incontrolada representaba un riesgo para la
frágil democracia española. Como consecuencia de ello, en octubre de ese mismo
año el presidente Suárez convocó a los principales líderes políticos en el
Palacio de la Moncloa. En esa reunión se fraguaron una serie de acuerdos
socioeconómicos que pasaron a la posteridad con el nombre de "Pactos de la
Moncloa". Con ellos, Suárez logró la aceptación de un programa de medidas
de austeridad por parte de los líderes de la oposición.
Ese programa incluía la
devaluación de la moneda, la restricción del crédito, un limite del 17% en el
incremento de la masa monetaria y un techo del 20% en los aumentos salariales.
A cambio de la colaboración en el apaciguamiento de la insatisfacción obrera,
el gobierno se comprometía a reducir la inflación anual al 22%, llevar a cabo
una seria reforma fiscal, extender las prestaciones económicas por desempleo y
fomentar la creación de nuevos puestos de trabajo.
Los efectos de los Pactos de la
Moncloa se hicieron notar rápidamente en el decremento de la inflación, en el
re equilibrio de la balanza de pagos y en el incremento de las exportaciones.
Políticamente crearon, asimismo,
un contexto estable a corto plazo para la ratificación del proyecto constitucional,
pero en última instancia no se tradujeron en un aumento del empleo ni en una
reactivación de la actividad económica, mientras que buena parte de las
reformas prometidas por el gobierno no se llegaron a cumplir. En realidad, las
consecuencias políticas de los Pactos fueron, a mediano plazo, ambivalentes
para las fuerzas que los firmaron. En el seno de la UCD, las perspectivas de
una reforma fiscal guiada por las figuras socialdemócratas del partido
(Fernández Ordóñez y Fuentes Quintana) crearon fuerte insatisfacción entre los
sectores más conservadores del mismo y contribuyeron a enturbiar aún más las
relaciones del presidente con la Confederación Española de Organizaciones
Empresariales.24 Con ello, la posición de Suárez dentro del partido
comenzó a ser cada vez más insegura y, de hecho, las organizaciones de la
patronal jugaron un papel importante en la erosión de su presidencia.
24 D. Share,
Dilemmas of Social-Democracy, Nueva York, Greenwood,1989, p. 50.
Por otro lado, el PSOE se vio obligado a realizar concesiones importantes, obteniendo a cambio muy poco que presentar a sus bases sociales. La posición del sindicato socialista UGT no se vio con ello reforzada, como lo demostraron lo resultados de las primeras elecciones sindicales celebradas a lo largo de 1978. En ellas, la Unión General de Trabajadores (UGT) obtuvo sólo el 23% de la representación sindical en las empresas, frente al 35% obtenido por las Comisione Obreras ( CCOO ), la central de influencia comunista que se había negado a firmar los Pactos de Moncloa. Aunque esta diferencia de votos, recuperada años después, puede interpretarse en términos de ventaja organizativa por parte de las CCOO, infiltradas en el aparato sindical franquista desde la época de la clandestinidad, obviamente no dejó un buen sabor de boca en la UGT y no constituyó un buen precedente para ulteriores intentos de negociación corporativa en España. Concretamente, el PSOE no volvería a apoyar acuerdos a cuatro bandas (gobierno, oposición, sindicatos, patronal) durante el resto de la transición.
El final de la transición: ocaso
del consenso y cambio en el poder
El último periodo de la transición
se inicia con las segundas elecciones generales en marzo de 1979. En ellas,
tanto la UCD como el PSOE mejoraron ligeramente sus posiciones ( +0.7 UCD; +
1.4 PSOE). Un mes más tarde, las primeras elecciones municipales depositaron en
manos de la alianza entre socialistas y comunistas el gobierno de las
principales ciudades españolas. Por último, las elecciones autonómicas celebradas
en Cataluña y en el País Vasco en 1980 arrojaron un triunfo espectacular de los
partidos nacionalistas. Con estos procesos electorales, la estructura política
básica de la nueva democracia española parecía consolidada. El cierre del ciclo
de la transición tan sólo aguardaba el principio básico sobre el que se asienta
todo sistema pluralista: el cambio de manos del poder político. El acceso de la
oposición a las tareas de gobierno se llevaría a cabo, sin embargo, con un
simple proceso de alternancia, sino que estaría mediado por la renuncia del
presidente Suárez, por un fallido golpe de Estado y por el tremendo descalabro
electoral y, en última instancia, la desaparición del partido que guió la
transición política: la UCD.
El transcurso de la segunda
legislatura, centrada fundamentalmente en el desarrollo de las Leyes Orgánicas
y Básicas contenidas en la Constitución, fue testigo de una creciente
hostilidad entre los dos partidos mayoritarios. Lo que había sido un consenso
básico sobre puntos constitucionales comenzó así a crear graves problemas en el
interior de la UCD a la hora de plasmarlos en normas legislativas concretas. En
particular presión de los sectores católicos del partido centrista sobre los
proyectos legales para la reforma fiscal, las subvenciones a las escuelas
privadas, la reforma universitaria y la ley de divorcio crearía divisiones
profundas entre los sectores socialdemócrata y liberal del mismo. El propio
grupo parlamentario centrista comenzó a convertirse en un núcleo disidente y
conspirativo contra la dirección del partido. Los serios reveses electorales en
el referéndum sobre el Estatuto de Autonomía para Andalucía y en las elecciones
autonómicas vascas y catalanas vinieron a ensombrecer aún más su panorama
interno.
El PSOE, por su parte, tenía aún
pendiente su asignatura de renovación ideológica para configurarse, como
insistía, en una alternativa de poder. En ese contexto, la renuncia al
calificativo del partido como "marxista", propuesta por Felipe
González en el XXVIII Congreso del PSOE (marzo de 1979), constituía toda una
apuesta política.
De hecho, el citado término no
jugaba realmente ningún papel en la estrategia del partido. Desde la Guerra
Civil el PSOE había sido, en su práctica y en su retórica, un partido
básicamente reformista. La apuesta de Felipe González, con su teatral abandono
de la Secretaría General del partido y su retorno en el congreso extraordinario
de septiembre de ese mismo año, vino a provocar el "Bad-Godesberg"
del socialismo español: su configuración simbólica y programática como un
partido socialdemócrata y reformista.
En la medida que avanzaba la
segunda legislatura, las divisiones internas de la UCD se unieron al intento de
la cúpula del partido por gobernar en solitario. El síndrome de aislamiento del
presidente Suárez en el interior y en el exterior de su partido llevó a que la
prensa comenzase a referirse a él como "el prisionero de la Moncloa Por
otro lado, el proceso de traspaso de competencias a las Comunidades Autónomas
comenzaba a complicarse, con creciente intranquilidad por parte de los
militares, mientras que sectores inmovilistas enclavados en los aparatos
administrativos y judiciales del Estado iniciaron una auténtica campaña de
acoso a la libertad de expresión que se tradujo en sonados juicios varios
periodistas, actores y directores de cine. El término "desencanto",
acuñado por el periódico El País para referirse al estado de ánimo de nación,
si bien era algo exagerado y políticamente sesgado, no dejaba de aludir a un
hecho palpable: el descenso de la participación y del interés ciudadano en la
vida política. En este contexto la moción de censura del PSOE el 20 de mayo (
1980, pese a no prosperar, puso al gobierno contra las cuerdas y marcó el
inicio de la desbanda da entre las filas centristas.
Lo cierto es que el giro
conservador de la UCD había dejado vacío un espacio político que '1: PSOE se apresuró a copar. Al
mismo tiempo, Ias diferencias internas del partido centrista fueron
inteligentemente fomentadas y aprovechadas por el PSOE, sugiriéndole una
alianza a los sectores socialdemócratas del mismo. Finalmente, en lo que
constituye todavía una de las mayores incógnitas de la transición, Adolfo
Suárez presentó su dimisión el 29 de enero de 1981. El intento de golpe de
Estado del 23 de febrero, durante el Pleno de Investidura del nuevo presidente
Leopoldo Calvo Sotelo, puso de manifiesto no sólo la fragilidad de la
democracia española cuando todo el mundo la creía consolidada, sino el hecho de
que Suárez había sido víctima no tanto de la recién inaugurada labor de
oposición del PSOE, como del ataque de una derecha con serias reticencias
frente al rumbo que había tomado el proceso democrático. El papel del rey en el
abortamiento del golpe de Estado vino a señalar la importancia estabilizadora
de una institución simbólicamente neutral como la monarquía durante el proceso
de transición. Aunque en la obediencia mayoritaria del ejército al monarca
influyeron probablemente factores como su designación como sucesor por el
propio general Franco o su formación juvenil en las academias militares, no
cabe duda de que la hipotética figura de un presidente de la República no
hubiera obtenido, en el caso español, el mismo peso simbólico y grado de
respeto.
La profunda sacudida que supuso el
secuestro del Parlamento y la evidencia de que el golpe había fracasado por
escaso margen puso un abrupto final a la intensa política de oposición
parlamentaria que con tanto éxito había venido practicando el PSOE durante los
dos años anteriores. Más que hablar de un retorno a la política de consenso del
periodo constituyente, convendría señalar en este caso la puesta en práctica de
una política de corresponsabilidad y cautela. Si bien la propuesta socialista
de un gobierno de concentración fue rechazada por el nuevo presidente Calvo
Sotelo, la convergencia elemental de ambos partidos tras el golpe se puso de
manifiesto en algo tan delicado como la política autonómica, fuente de profundo
malestar para los militares. Concretamente, la denominada Ley Orgánica para la Armonización del Proceso Autonómico (LOAPA)
fue sacada adelante con el apoyo del PSOE frente a las iras de los partidos
nacionalistas. Básicamente, se trataba de un intento por reconducir
restrictivamente todo el proceso de transferencias de poder a las comunidades
autónomas cuando una parte del mismo ya había comenzado. En última instancia,
la LOAP A sería rechazada en su mayo parte por una sentencia del Tribunal
Constitucional, ante el que habían apelado las minorías vasca y catalana, pero
el mero hecho de su propuesta puso de manifiesto la reacción de las principales
fuerzas políticas al serio aviso que significó la intentona militar.
Tras el 23 de febrero, el panorama
político españoI presentaba una situación harto contradictoria para una
democracia parlamentaria. De un lado, el ejercicio de oposición, crítica y
debate parlamentario que ilustra la salud y vitalidad de un sistema
representativo no podía ser ejercido a fondo por sus actores por el riesgo de
desestabilización que supuestamente conllevaba. De otro lado, la política de
contención en las Cámaras -la búsqueda de acuerdos consociativos y de recursos
de arbitraje para la toma de decisiones políticas- estaba devaluando la calidad
de la vida política parlamentaria y el interés de la ciudadanía por la misma.
De hecho, éste había sido el sentido de las críticas y el precio que se tuvo
que pagar durante el periodo constituyente por la "política del
consenso". Esa vía muerta fue finmalmente superada por el PSOE al diseñar
su estrategia opositora en torno a la decisión de Calvo Sotelo de integrar a
España rápidamente en la OTAN.
La apelación a los sentimientos
nacionales, a las deficiencias del método democrático, y la promesa, muy
embarazosa a posteriori, de convocar a un referéndum sobre el tema en caso de
llegar al gobierno, devolvieron al PSOE cierta estatura política en un momento
de suma debilidad de la UCD.25
25 D. Share,
lbid., p. 60.
Meses más tarde, el grupo
parlamentario centrista comenzaba a desmembrarse, proceso que culminaría en
julio de 1982 con el propio abandono del ex presidente Suárez y la formación de
su propio partido político, el Centro Democrático y Social (CDS). Confrontado
con la casi total ausencia de apoyos dentro de su propia coalición, Calvo
Sotelo convocó a elecciones anticipadas para octubre de 1982, mismas que darían
como resultado el triunfo masivo del PSOE, el cierre definitivo del proceso de
la transición española y la entrada en una nueva fase política.
Pese a la popularidad que cobró
dentro y fuera de España la fórmula consensualista, y sin pretender negar sus
indudables contribuciones al éxito de la transición, no debe dejar de
considerarse el ambivalente papel político jugado en ella por la noción de
"consenso". De hecho, creo que sus repercusiones a más largo plazo
sobre la cultura política de un pueblo con escasa y olvidada educación política
no han sido suficientemente evaluadas. En el caso español, la "cultura del
consenso" llegó a ser algo más que una mera fórmula política para la
reconciliación nacional y el inicio pacífico de una nueva andadura histórica.
Se convirtió en una auténtica categoría político-cultural masivamente empleada
que permeó diversos órdenes institucionales y llegó a bloquear el sentido de
justicia y discernimiento de la memoria histórica en España.
En este sentido, no es preciso
mirar hacia atrás con ira para comprender que los españoles que arribaron a las
costas mexicanas huyendo de su propio país representaban la defensa de unos
valores políticos y culturales diametralmente opuestos a quienes, bajo el peso
de los sables, impusieran cuarenta años de silencio y sumisión.
La moderna democracia española ha
cicatrizado afortunadamente casi todas las heridas abiertas por la Guerra
Civil, pero los principios sobre los que se funda, como los de todas las
democracias occidentales, están directamente emparentados con aquellos que
inspiraron, con mayor o menor fortuna, la legalidad republicana. Este es un
hecho que se soslayó a menudo durante el proceso de la transición con el
recurso a una formulación mal entendida del consenso como tábula rasa de la
memoria histórica, una historia que no equipara políticamente a sus
protagonistas ni diluye en el tiempo el contenido moral de sus motivaciones.
Probablemente en el caso español no tenga ya gran sentido reivindicar este tipo
de cuestiones filosófico-morales, pero lo cierto es que la cultura política de
un pueblo se apoya también en la memoria colectiva, una memoria recogida en
elementos aparentemente tan ingenuos como los nombres dados por el personaje callejero,
las asignaturas de los planes de estudio o el enfoque de los museos nacionales.
La construcción de las historias
de los pueblos está plagada de manipulaciones demagógicas e interesadas de esos
elementos. Sin embargo, cuando se trata de la restauración de regímenes
democráticos el dilema entre la "justicia" y el "olvido"
como principios de legitimación moral ; para la política del futuro (no
necesariamente para la revancha por el pasado) se encuentra a menudo presente.
Ese es precisamente el dilema que trágicamente han atravesado
algunas democracias latinoamericanas restauradas o en proceso de restauración.
Este es el dilema que corre el riesgo de ser falsamente resuelto con
apelaciones demagógicas o irresponsables a un "consenso" mal entendido,
puesto que difícilmente una vida política democrática puede gozar de salud y
estabilidad si se asienta en la represión de la memoria y no en la
reconciliación moral con el pasado.
No quisiera terminar este escrito
sin unas breves consideraciones formales sobre las dificultades, condiciones y
desafíos que plantea, en términos generales, un proceso de transición política
hacia un régimen democrático. En primer lugar, obviamente un proceso de este
tipo se enfrenta con la necesidad de organizar un espacio institucionalizado de
pluralismo político. En el caso español, la organización de ese espacio pasaba
por el reconocimiento de los partidos políticos como portadores de una
pluralidad de alternativas para el ejercicio del poder. Un reconocimiento
semejante exigía refundar desde sus cimientos el sistema político y dotarlo de
una nueva base normativa, esto es, de un texto constitucional específico. Una
mera ampliación de la tolerancia hacia los "clubes de opinión" bajo
la tutela moral de un partido de Estado hegemónico, como lo pretendió el
franquismo terminal con la legalización de algunas "asociaciones
políticas", hubiera sido a todas luces insuficiente. Este no es
necesariamente el caso de todas las experiencias democratizadoras. Allí donde
existe de antemano una base constitucional y un pluralismo legalmente
reconocido de organizaciones políticas, el problema se plantea más bien como
una diferenciación entre las estructuras institucionales del Estado y los
medios de influencia que sobre éstas haya podido disponer una fuerza política
hegemónica.
La organización de la vida
política en tomo a breves una pluralidad de actores que compiten entre sí por,
el acceso a los recursos de poder ha sido habitualmente denostada por los
críticos de la democracia como inherentemente inestable, propensa a la
inestable propuesta a corrupción y a la
formación de facciones, etc. Lo cierto es que la salud y la vitalidad de un
régimen pluralista depende tanto del diseño de sus instituciones como de la
cultura política sobre la que se asienta. En este sentido, algunos de los
autores clásicos de la democracia liberal, como Tocqueville, insistieron en la
importancia de la motivación y de la participación política ciudadana para el
buen funcionamiento de un sistema pluralista.
La escuela "elitista" de
la democracia (autores como Schumpeter y Dahl) remarcó, por el contrario, el
papel que tienen los partidos como agentes capaces de reducir y canalizar la
pluralidad social de las demandas a un nivel adecuado para que las
instituciones rectoras del Estado tomen decisiones. Aunque la disputa entre
ambas maneras de concebir la democracia está más bien superada, cada una de
ellas alude a un nivel concreto de la cultura política: el del conjunto de la
ciudadanía y el de las élites políticas. En el caso español, ambos niveles
dieron muestra de un sorprendente grado de moderación y, aunque una buena parte
del electorado mantuvo un distanciamiento recurrente hacia la política, en los
momentos clave de la transición la defensa del recién ganado sistema de
libertades fue rotunda y masiva. A grandes rasgos, pues, creo que puede
afirmarse que la estabilidad de un proceso de democratización depende tanto de
la capacidad de las organizaciones políticas para mantener bajo control las
reivindicaciones sociales como de la predisposición de las élites a pactar las
reglas básicas del juego político.
La intensidad de las- exigencias
populares y la capacidad negociadora de las élites son variables independientes
difícilmente controlables, pero un ritmo sostenido en la aplicación de las
reformas democratizadoras, así como la existencia de garantías de procedimiento
que propicien la confianza en la limpieza del juego político son, sin duda,
fundamentales para lograr un mínimo de estabilidad en el cambio. En este contexto,
la existencia de instituciones de arbitraje simbólica o legalmente neutrales es
de la máxima importancia. En el caso español, por ejemplo, la definitiva
legitimación política de la monarquía estuvo ligada a su papel mediador, e
incluso de salvaguarda de la democracia, en algunos momentos particularmente
difíciles de la transición. Igualmente, los fallos del Tribunal Constitucional
contribuyeron a amortiguar decisiones políticas excesivamente arriesgadas o
unilaterales, como el intento de congelar el proceso de transferencias a las
Comunidades Autónomas.
Cada una de estas condiciones
presupone, en cierta medida, las anteriores, ya que una cultura política
tolerante y un espacio de acción pluralista son poco probables allí donde no se
den las prácticas institucionales de un Estado de derecho.
En última instancia, sin embargo,
y pese a las tendencias evolutivas impulsadas por la historia, dudo que existan
recetas de cambio político de aplicación universal. Cada pueblo extrae
lecciones de su propio pasado, de sus éxitos y fracasos, y con poco que se mire
hacia atrás en el tiempo la historia viene a confirmar aquellas palabras del
poeta que nos recuerdan la inexistencia de caminos arados: el camino lo traza
cada pueblo al andar.