Presentación

Introducción

I. La ley y la política

1. La noción de ley

2. La ley y los regímenes políticos

II. La formación del concepto de Estado de derecho

1. La justificación de la ley y la soberanía moderna

2. La universalidad de la ley y el liberalismo

3. Kant: ética y Estado de derecho

4. «The Rule of the Law» (el gobierno de la ley)

III. Dimensiones políticas del Estado de derecho

1. Fundamentos liberales y democráticos del Estado de derecho

2. Estado de derecho y Constitución

3. Política y ley: el dilema de la legalidad y la legitimidad

IV. Estado de derecho y ciudadanía

1. Estado de derecho y sujetos políticos

2. Consenso y disenso: el motor de la democracia

3. Cultura política y cultura de la legalidad

V. A modo de conclusión: los desafíos para el Estado de derecho

Bibliografía

Sobre el autor

                                                                                                      


Presentación

Sin Estado de derecho no existe democracia. Por ello, el tema aparece como un punto relevante en la agenda de los procesos de transición, normalización y consolidación democráticas.

Por supuesto, un Estado de derecho no se da por generación espontánea ni depende sólo de la voluntad o decisión de algún actor político en particular. Su construcción es un proceso que involucra a todos los actores políticos relevantes y a la ciudadanía, y no se agota en la edificación de un sistema jurídico o constitucional. El Estado de derecho se expresa y realiza en la norma legal, pero también en la definición y el funcionamiento efectivo de las instituciones, así como en la cultura y las prácticas políticas de los actores.

En el Estado de derecho prevalece el gobierno de las leyes sobre el arbitrio de los hombres, al tiempo que se reconocen y garantizan las libertades de los ciudadanos. Por ello, es un patrimonio común que debe ser creado, protegido y consolidado responsablemente por todos los actores políticos. Es una plataforma compartida que previene y, en su caso, castiga las arbitrariedades de la acción política, a la vez que ofrece certidumbre y orden políticos. Orden que, cabe precisar, no es inmutable, ya que el Estado de derecho democrático brinda los espacios y los procedimientos legítimos para la libre confrontación de los proyectos y los programas políticos que buscan dotar de contenido sustantivo a los regímenes democráticos. De esta forma, el Estado de derecho democrático está abierto al pluralismo, a la tolerancia y al cambio social, y puede considerarse, con toda justicia, como una conquista civilizatoria del pensamiento y la acción políticos.

En este Cuaderno, el autor, Jesús Rodríguez Zepeda, ofrece una interesante y didáctica exposición en la que se aborda la relación entre la ley y la política y entre la democracia y el Estado de derecho, así como los retos que actualmente se plantean a este último. La construcción de una cultura política democrática significa, en mucho, la edificación de una cultura de la legalidad, sustento y nutriente del Estado de derecho. Para contribuir a este proceso y a la reflexión sobre un tema vital para la democracia, el Instituto Federal Electoral publica el presente Cuaderno de Divulgación de la Cultura Democrática.

Instituto Federal Electoral


Introducción

El objetivo de este trabajo es destacar las características fundamentales del Estado de derecho y su papel en una sociedad moderna y democrática. Para ello, he tratado de definir en términos claros los principales conceptos que dan sentido a la noción de Estado de derecho. Esta definición ha seguido dos rutas: una histórica y otra teórica, aunque vale la pena aclarar que la histórica sólo lo es en el terreno de las ideas pues, por razones de espacio, se han tenido que dejar de lado los sucesos y procesos efectivos que enmarcaron el origen de la legalidad moderna.

La ruta teórica aparece como un análisis de los problemas que el Estado de derecho ha enfrentado en su proceso de formación, así como de los que se le presentan en la actualidad. Se ha dedicado una gran parte del texto a la «historia intelectual» de esta noción, acaso en demérito de su relevancia institucional. Sin embargo, creo que esto es justificable porque tanto los fundamentos del Estado de derecho como las relaciones que crea entre los ciudadanos dependen de la «obligación política» y algunos otros conceptos relacionados, por lo que el repaso de las figuras más destacadas de la filosofía política moderna era obligado. No obstante, he planteado las ideas de teóricos como Hobbes, Locke y Rousseau como si fueran pasos sucesivos para llegar a la noción de Estado de derecho, cuya enunciación completa aparecería con Kant. Ciertamente, éste es un procedimiento que no hace suficiente justicia a sus sistemas de pensamiento, pues les adjudica una clase de continuidad que probablemente no existe, pero tiene la ventaja didáctica de perfilar con claridad una justificación teórica del concepto de Estado de derecho.

En el terreno teórico, las nociones de «ley» y «derecho» son tratadas (sin intención de entrar en discusiones de relativa profundidad, como el debate entre iusnaturalismo y positivismo jurídico) a partir de nuestras visiones de sentido común hasta situarlas en una relación precisa con la política. Con este propósito, nuestra perspectiva de análisis del Estado de derecho lo vincula con problemas de fundamentación moral y política que muchas veces quedan fuera de los enfoques que se limitan a lo jurídico. Ésta es la razón por la que, una vez que entramos en el terreno legal, nos quedamos en el nivel que más admite una lectura política y social: la teoría constitucional, nivel que es, por lo demás, la forma de presentación moderna de la figura del Estado de derecho.

En esta línea, he tratado de situar los fundamentos del Estado de derecho en los principios de derechos individuales fundamentales y gobierno limitado, propios de la tradición liberal. El que en nuestra época existan figuras como el Estado social de derecho (llamado también «Estado de bienestar»), que, en aras de un modelo social más justo, han agregado derechos sociales y libertades positivas a la tradición liberal, no es obstáculo para sostener que los principios liberales satisfacen los requisitos mínimos del Estado de derecho.

Esta limitación deja libre, sin embargo, un amplio campo para la política democrática. Ya que el Estado de derecho se plantea como condición necesaria pero no suficiente de una sociedad libre y distributiva, suponemos que la acción política encuentra en sus instituciones no un límite para sus proyectos, sino un terreno de debate y acción para la reforma social. He incluido también un intento de justificación de los principios individualistas como elementos normativos de la democracia liberal, argumentando en favor del principio de legalidad como valor propio de la ciudadanía democrática, y he asignado un papel privilegiado a la educación política democrática en la construcción de tal tipo de ciudadanía.

No he prescindido de ejemplos para hacer más comprensible esta temática. Sin embargo, algunos conceptos requirieron un desarrollo abstracto. Espero que esto no haga gravosa la lectura.


I. La ley y la política

1. La noción de ley

La palabra «derecho», en su sentido etimológico (del latín directus), significa lo recto, lo rígido, lo adecuado. Es un término que utilizamos con frecuencia en nuestra vida cotidiana para referirnos a lo que se hace en un sentido recto, de acuerdo con lo establecido, correctamente. No es extraño, por ello, que cuando lo usamos en relación con la conducta de los hombres en sociedad, casi de inmediato lo asociemos con la idea de un comportamiento razonable y sujeto a reglas. En nuestro uso común del lenguaje decimos, por ejemplo, «no hay derecho» a tal cosa u otra, significando con ello que la consideramos injusta. Intuitivamente sabemos que existe un sentido social compartido de lo correcto y lo justo, aunque no siempre podamos describirlo ni mucho menos justificarlo. No obstante, también usamos el término «derecho» para designar cosas mucho más precisas: el conjunto de leyes de una sociedad o de una parte de ella, la disciplina académica que estudia estas leyes, la actividad de los profesionales de las leyes, la prerrogativa o autorización para determinadas acciones («libertad para») o la protección frente a acciones de otros («libertad de»). Estos usos integran el sentido del derecho como ley (del latín ius) y otorgan al término una dimensión social compartida por los hombres de todas las sociedades. Tal dimensión es, por supuesto, la que nos interesa en este escrito.

En efecto, para precisar el sentido de «derecho» que nos importa es necesario vincularlo a la noción de «ley», aunque esta última también requiera, por lo menos, una breve clarificación. El término ley puede ser empleado en varios sentidos. Cuando hablamos de una regularidad de fenómenos en la naturaleza podemos decir que nos hallamos frente a una «ley» natural. Tal es el caso de la ley de la gravitación universal, que ofrece la descripción y predicción del comportamiento mecánico de los cuerpos bajo las condiciones de la fuerza de la gravedad (v. gr.: «bajo condiciones de gravedad, todos los cuerpos tienden a caer hacia el centro de la tierra»). Se trata de regularidades que son necesarias, es decir, que sólo pueden suceder de un modo y no pueden en ningún sentido alterarse. Las leyes de las ciencias naturales no admiten excepciones, pues de lo contrario no serían propiamente científicas. Su necesidad las pone al margen de la voluntad de los hombres.

En contraste, las leyes humanas o sociales permiten variaciones, aunque comparten con la noción de ley natural su vinculación a un orden, a una regularidad, a lo previsible. No es éste el lugar para tratar de distinguir con sutileza lo propio de las leyes de la naturaleza y lo propio de las leyes de la sociedad, aunque debe quedar claro que una de sus principales diferencias radica en que, no obstante su magnitud y generalidad, las leyes sociales son producto de la acción de los hombres y, por más firmemente establecidas que estén, pueden ser transformadas por la propia acción humana. Pero aun en este amplio terreno de las leyes humanas debemos distinguir entre leyes sociales, que describen el comportamiento de los colectivos sociales y son propias de ciencias como la economía o la sociología, y leyes del derecho, que organizan y regulan el comportamiento de los individuos en sociedad.

Así, podemos considerar el derecho como un conjunto de normas --a las que llamaremos leyes-- que rigen la actividad humana en sociedad y cuya inobservancia amerita algún tipo de sanción.1 Las normas del derecho tienen la función de organizar la vida colectiva, garantizando el ejercicio de los derechos y el cumplimiento de las obligaciones que la sociedad impone a sus miembros. Históricamente, es casi imposible encontrar algún tipo de sociedad que carezca de un sistema de derecho (también llamado jurídico o legal), toda vez que la coexistencia social exige ciertos principios de conducta que la ordenen y regulen.

Por ello, puede decirse que el derecho es consustancial a la vida social, y que allí donde se haya desarrollado algún tipo de colectividad humana habrá aparecido también alguna forma de regulación colectiva que impone obligaciones y asigna derechos a los individuos. El derecho como sistema jurídico es, entonces, un fenómeno de carácter universal.2 Ciertamente, estamos acostumbrados a percibir las leyes como un sistema ordenado de normas cuyo ejercicio está asignado a determinadas instituciones (jueces, tribunales, etc.); sin embargo, las leyes no siempre se han expresado bajo esta forma que llamaremos «codificada» (ordenada, sistemática y puesta en manos de responsables permanentes de su aplicación), sino que, de manera general, en el pasado lejano se manifestaba por medio de la costumbre y la vigilancia de la comunidad. Algunas doctrinas jurídicas han querido ver los sistemas legales únicamente como expresión codificada de las costumbres de una sociedad o comunidad; sin embargo, la codificación de las leyes es bastante más que eso, pues su formulación supone razonamientos, discusiones, definición de técnicas jurídicas, homogeneización de criterios y otras prácticas que no podrían derivarse directamente de la costumbre y el hábito. Aunque no es sensato ni deseable separar un sistema jurídico de la cultura en la que surge, su función creadora de orden y justicia se perdería si lo redujéramos a un mero reflejo de las costumbres de la comunidad. No obstante, todavía en nuestra época perviven algunas muestras de cómo la vida comunitaria puede definir un amplio campo del derecho con una escasa codificación. Tal es el caso del llamado Common Law (derecho común) inglés, cuyos principios, provenientes de las costumbres de la nación y de sus experiencias históricas plasmadas en la denominada «jurisprudencia», funcionan como criterios de orientación para las decisiones de los jueces.

Al ser resultado de la vida comunitaria, el derecho no puede limitarse a expresar el marco social que lo circunda; más bien, tiene que constituirse en un elemento ordenador de ese marco social, tiene que corregir los elementos negativos de la vida comunitaria y alentar el desarrollo de sus elementos positivos. Desde este punto de vista, la transformación de las leyes de la costumbre en leyes codificadas representa un progreso real, ya que permite al individuo tener una certidumbre tanto de los actos autorizados como de las consecuencias a que se expone si realiza los no autorizados.

Las leyes son normas, es decir, principios generales que señalan cuáles son las conductas autorizadas o legítimas. Las llamamos normas jurídicas, distinguiéndolas de otro tipo de normas (morales, prácticas), porque su cumplimiento es obligatorio y porque suponen la existencia de un poder coercitivo que castiga su inobservancia. Una norma moral nos puede señalar que es moralmente ilegítimo no expresar agradecimiento por un favor recibido. Esta omisión puede tener un castigo moral: el sentimiento de culpa, la vergüenza, etc., pero difícilmente la norma y el castigo morales podrían ser parte de un sistema jurídico, pues ni la ingratitud es un delito ni el sentimiento de culpa o la vergüenza son penas o castigos legales. Del mismo modo, una norma práctica nos aconsejaría, por ejemplo, que para atravesar un desierto debemos aprovisionarnos de agua y de la ropa adecuada para evitar la deshidratación; no hacerlo significaría que nuestro objetivo podría no ser alcanzable y que nuestra propia salud estaría en juego, pero no significaría que la falta de aprovisionamiento o la deshidratación sean, respectivamente, un delito y un castigo legales. En nuestra vida diaria constantemente echamos mano de normas morales y prácticas, continuamente juzgamos sobre lo correcto o incorrecto de nuestras acciones en su sentido moral o sobre lo adecuado o inadecuado de los medios que nos permiten alcanzar ciertos fines; sin embargo, ninguna de estas normas de conducta es una ley, pues carecen tanto de la codificación como del poder que las haga valer. Inclusive, las leyes que pertenecen intencionalmente a un sistema jurídico pero no tienen posibilidades de aplicación o de castigo a quien las transgreda son llamadas «leyes imperfectas», pues carecen ya de una definición precisa que las haga aplicables, ya de la posibilidad de ser garantizadas mediante la fuerza y el castigo.

Lo anterior no quiere decir que las normas morales o prácticas no puedan «convertirse» en leyes. La prohibición moral de «no matar» aparece en casi todos los sistemas jurídicos como una ley muy precisa que prohíbe quitar la vida a un semejante y castiga a quien lo hace. La norma práctica de adecuar los medios a los fines que deseamos alcanzar puede convertirse en delito si recurrimos a medios que la ley prohíbe. Pero, en ambos casos, la ley es tal por su previa codificación y la presencia de un poder que garantiza su aplicación.

La noción de ley no ha surgido espontáneamente, sino que tiene una historia rica y compleja. Aunque, como hemos dicho, el derecho ha existido en toda comunidad humana, son sus diferencias, más que sus continuidades, la razón de que podamos hablar de un desarrollo de las leyes, de su progreso y de ciertas metas que ha alcanzado y de otras que debería alcanzar.


2. La ley y los regímenes políticos

Las leyes son normas cuyo objetivo fundamental es regular el espacio público de la sociedad. Dicho de otro modo, las leyes son los principios que permiten y promueven la convivencia de los hombres no como individuos aislados, sino como miembros de una colectividad. Las leyes no se establecen para normar o garantizar lo que un individuo puede o no puede hacer de manera independiente, sino lo que puede hacer u omitir en cuanto integrante de una sociedad. Por ello, pese a que existe una rama del derecho que ha sido llamada de «derecho privado», sólo lo es en cuanto que el mismo derecho define lo que es privado y lo que es público. De este modo, incluso lo particular, lo privado, lo estrictamente individual sólo es tal en términos jurídicos si está reconocido a un nivel público por la forma jurídica correspondiente. Las normas estrictamente individuales pueden ser morales o prácticas, pero no legales. El derecho puede ser comparado con el lenguaje: aunque nuestro uso del lenguaje es individual y podría parecer que sus términos sólo tienen sentido porque cada uno de nosotros los expresamos, el lenguaje como tal es una realidad social que se construye colectivamente y hace circular un sentido social más allá de cada uno de sus hablantes. No hay, por ello, posibilidad de un lenguaje privado. Del mismo modo, el derecho sólo existe porque permite establecer una vinculación social específica entre distintos individuos, es decir, porque los iguala como sujetos de derechos y obligaciones bajo un poder común.

La vigencia de las leyes como normas públicas requiere la existencia de un poder político que, cuando no sean respetadas, las haga valer mediante la coerción. Por ello, como dice Norberto Bobbio:

[...]la relación entre derecho y política se hace tan estrecha, que el derecho se considera como el principal instrumento mediante el cual las fuerzas políticas que detentan el poder dominante en una determinada sociedad ejercen su dominio.3

En este sentido, la relación entre derecho y política es vital para comprender los distintos modelos jurídicos y la lógica de sus transformaciones.

Las leyes son, pues, recursos estatales o gubernamentales para mantener el orden y propiciar el logro de las metas sociales compartidas. Debe aclararse que no todas las relaciones de poder en una sociedad son normas jurídicas. De hecho, éstas sólo ocupan una parte pequeña del poder que se ejerce en la sociedad. Hay relaciones de poder en la familia, en la educación, en las agrupaciones formales e informales en que participan los individuos, etc. Sin embargo, el poder político recurre asiduamente a las normas legales para funcionar y preservarse. La ley, en este sentido, guarda una relación privilegiada con el ejercicio político del poder. El poder político requiere de un sistema legal que defina sus metas y establezca los criterios de la convivencia de los hombres; el sistema legal, por su parte, requiere la presencia de un poder que lo respalde y concrete sus lineamientos y expectativas.

En el terreno de los hechos, todo sistema jurídico requiere un poder coercitivo que lo haga valer. En un sentido descriptivo, la ley funciona adecuadamente cuando los hombres sometidos a ella la obedecen, ya por convencimiento, ya por temor. Pero si nos quedamos sólo en el terreno de la descripción del derecho, estaremos dejando de lado una vertiente esencial del problema: su justificación. En efecto, una cosa es que existan leyes que exijan obediencia, e incluso la logren, respaldadas por el poder político, y otra muy distinta es que tales leyes sean justas y legítimas. Esta cuestión nos conduce a la revisión de algunos intentos de justificación de la ley, más allá de su mera efectividad en la práctica.


II. La formación del concepto de Estado de derecho

1. La justificación de la ley y la soberanía moderna

Hemos dicho antes que toda sociedad, por muy elemental que sea, posee un sistema de normas legales que permite la convivencia ordenada de sus miembros. Además, hemos explicado esto dando por supuesto que los hombres obedecen las normas sin poner objeción. Sin embargo, ahora tenemos que incluir el tema de la obligación de cumplir las leyes, el cual requiere algunas consideraciones históricas.

El problema de la obligación está íntimamente vinculado a las respuestas que podamos dar a las preguntas sobre el origen y la supremacía de las leyes y, por lo tanto, a la del derecho de gobernar que éstas definen. En la llamada Antigüedad Clásica --que abarca los apogeos sucesivos de las culturas griega y romana--, la respuesta a la cuestión de la fuente del poder siempre osciló entre la afirmación de un origen divino de las leyes y la de los acuerdos de los hombres. Platón, en Las leyes, y Aristóteles, en La política, hablaron de las leyes como principios provenientes del raciocinio humano; pero mientras en el primero este raciocinio descubre y postula formas eternas y perfectas que pueblan un mundo inaccesible a los sentidos y la experiencia cotidiana de los hombres, el segundo lo relaciona con las distintas formas de gobierno definidas según los distintos tipos de Constitución posibles.4 Por su parte, los filósofos llamados «estoicos» propusieron explícitamente que las leyes no tenían otro antecedente que un acuerdo contractual entre los hombres que luego las obedecerían; mientras, los llamados «sofistas» habían propuesto en su momento que toda verdad política --incluidas, por supuesto, las leyes-- surgía de una retórica cuyo objetivo último era conseguir el consentimiento de los ciudadanos. Pese a sus diferencias, todos ellos coincidieron en sostener «el dominio de la ley frente al ideal despótico»,5 es decir, la supremacía del «gobierno de las leyes» sobre el «gobierno de los hombres».6

Los griegos concedieron una enorme importancia a la función de la ley en su vida colectiva. En la época de la democracia (siglo V a. C.) ya existía el derecho de libre expresión para participar en la discusión de los asuntos comunes de la polis (que significa ciudad o comunidad política). No obstante, las leyes de los griegos dividían a los hombres en distintas categorías. Eran leyes que privilegiaban a los varones libres por sobre las mujeres y los esclavos. Por ello, los principios democráticos amparados en esas normas eran válidos sólo para un sector minoritario de la población. Finalmente, estas leyes suponían una desigualdad establecida por voluntad divina o por el orden de la naturaleza, que en modo alguno podría ser alterada. Algo similar sucedió en el Imperio Romano, donde no obstante haberse dado la primera codificación exhaustiva y sistemática de las leyes bajo la figura del derecho romano (base todavía de muchos preceptos legales de nuestra época), la idea de distinguir calidades de hombres mantuvo los privilegios de la vida republicana al alcance sólo de una reducida cantidad de individuos.

Sin embargo, esas dos tradiciones arrojaron un resultado fundamental para el tema que nos ocupa: el privilegio otorgado al gobierno ejercido según los principios generales de las leyes por sobre el ejercicio arbitrario y discrecional del poder. Por ello, nuestras disquisiciones actuales sobre la ley tienen que partir de que si bien las formas modernas de la ley pueden considerarse más extensas y complejas, la vinculación entre ley y justicia ya había sido bien establecida por griegos y romanos.

Durante la Edad Media (siglos V al XIV) la noción de ley se mantuvo vinculada al ejercicio de la razón --que como hemos visto es una herencia clásica--, tratando con ello de ofrecer principios de justicia para evitar el despotismo y la arbitrariedad del poder. Sin embargo, la discusión decisiva a propósito de la ley giró en torno a su origen. Según el pensamiento cristiano escolástico que predominó durante la Edad Media, toda ley, natural o humana, era una expresión de la voluntad de Dios y, de existir en el mundo algún tipo de orden, éste habría de provenir no de los hombres, sino de Dios.

La concepción medieval de la ley otorgaba a ésta una racionalidad plena, toda vez que provenía de la voluntad divina. Los reyes de la tierra, según esta visión del mundo, poseían el poder político no por sus esfuerzos o su talento, sino por la gracia divina. El derecho a gobernar, entonces, era un «derecho divino», pues la fuente de la legitimidad del poder y de las leyes que éste promulgaba residían en Dios y no en los hombres. La idea de un derecho divino para gobernar suponía la existencia de una sociedad claramente estratificada y jerarquizada, con un pensamiento religioso común guiado por la Iglesia. Las leyes, por supuesto, eran racionales y universales, pero siempre en el sentido en que lo es toda expresión de una voluntad divina. En todo caso, la dispersión del poder político que caracterizó a esta época fue compensada por el predominio de los valores religiosos compartidos por la cristiandad.

La fuerza de esta concepción del poder y del derecho a gobernar ha sido una de las más poderosas de la historia. Incluso los movimientos de Reforma protestante, que dieron lugar a partir del siglo XVI a divisiones definitivas en el mundo cristiano, siguieron manteniendo la teoría del derecho divino y la defensa de una sociedad presidida y guiada por la voluntad divina.

La crisis de esta concepción de la ley, como la de muchas otras ideas medievales, habría de venir con el Renacimiento (siglo XVI). Basta recordar que fue Maquiavelo, en El príncipe,7 quien hizo una severa crítica a la idea de que el soberano último en cuestiones políticas es Dios. Aunque Maquiavelo realmente se interesa poco por el estatuto de las leyes en las relaciones políticas, su descripción de las relaciones de poder como resultado de las virtudes (no morales, sino prácticas) y estrategias de los hombres reales preparó el camino para pensar que las leyes derivaban de la voluntad de los hombres y no de la de Dios. Maquiavelo, al laicizar la política (es decir, al excluir de su argumentación los criterios religiosos), abrió las puertas a la modernidad política.

La modernización de la política tiene, entonces, un rasgo característico: devuelve a los hombres las cuestiones que en la Edad Media aparecían como patrimonio exclusivo de Dios. Pero esta reposición de la dignidad y protagonismo humanos abrió en seguida nuevos problemas. En el caso de las leyes, el dilema era el siguiente: si la garantía de justicia de las leyes se había esfumado con la renuncia a fundamentarlas en la voluntad divina, ¿cómo podrían definirse leyes justas partiendo únicamente de los hombres?

Ciertamente, la pérdida de Dios como criterio de justicia obligaba a buscar nuevos fundamentos para el poder político y sus leyes. Algunos de ellos fueron postulados por autores como Hugo Grocio y Thomas Hobbes. El primero, en su obra De jure belli ac pacis (Del derecho de la guerra y de la paz, 1625), tratando de justificar la existencia de ciertos principios que debían regular las relaciones entre naciones, actualizó la noción de derechos naturales (que provenía de la Edad Media) relacionándola con la idea de que la soberanía era un atributo de los Estados. Aunque su argumentación atendía sobre todo al tema de las relaciones internacionales, los conceptos que utilizó permitieron el desarrollo de una teoría moderna de los derechos naturales. Este desarrollo habría de adquirir sistematicidad en la obra del filósofo inglés del siglo XVII Thomas Hobbes, quien puede ser considerado el primer gran pensador político de la época moderna.

Hobbes intentó fundamentalmente ofrecer una respuesta científica al problema de la obligación política. Si, como hemos dicho, la referencia a la voluntad divina como fuente de la autoridad había venido a menos, surgía entonces el problema de justificar la obediencia de los súbditos al poder de un soberano sin recurrir a principios trascendentales.8 Para responder a esta cuestión, Hobbes estableció algunos conceptos que serían decisivos en todo el pensamiento político posterior. Su argumentación, que necesariamente aquí presentamos simplificada, parte de la idea de un hipotético «estado de naturaleza», en el que los hombres son iguales en la medida en que tienen un «derecho natural» a conservar su vida. Este estado de naturaleza es una situación ideal en la que los hombres viven sin leyes y corriendo el riesgo de perder la vida en cualquier momento (se trata, por supuesto, de un cuadro dibujado por la imaginación, pero que nos permite concebir lo que sucedería en una sociedad donde no existiera el orden establecido por un poder político, es decir, una imagen de lo que seríamos los hombres si no viviéramos en sociedad). No obstante, los hombres poseen el derecho de defender su vida y guiarla del modo que les parezca más conveniente. Cada hombre se autogobierna, es dueño de sí mismo y no tiene que obedecer a nadie más, lo que quiere decir que los hombres, en la situación ideal de naturaleza, son libres y soberanos. El problema aparece cuando, al ejercer cada hombre su libertad --hacer lo que le dicta su voluntad--, entra en conflicto con otros hombres igualmente libres y soberanos y pone en riesgo su vida. Ya que, según Hobbes, la vida es el valor fundamental, los hombres deciden celebrar un «contrato» mediante el cual renuncian a todo aquello que puede poner en riesgo la vida y la seguridad de los demás (es decir, renuncian al ejercicio de su derecho natural) y aceptan obedecer a un «soberano», autorizándolo a imponer el orden y garantizar la defensa de la vida de cada uno. Éste es el momento de fundación simultánea de la sociedad (pactum societatis) y del gobierno (pactum subjetionis), a partir del cual los hombres están obligados a respetar las leyes del soberano que han autorizado.

El argumento de Hobbes es realmente novedoso, pues con la idea de un «contrato social» permite que nos podamos representar los fundamentos del orden social y, sobre todo, justificar la obediencia a las leyes de un soberano. Según Hobbes, mediante el contrato social los hombres renuncian a su libertad y soberanía originarias y tienen la obligación de obedecer las leyes del soberano, no sólo porque éstas son «legítimas» ya que se originan en la voluntad de cada uno de los contratantes, sino porque garantizan la seguridad de su vida. El soberano de Hobbes, que puede ser un hombre, un grupo reducido de hombres o una asamblea, es legítimo porque su fuerza proviene de la voluntad de los contratantes y no de algún tipo de decisión divina. Las leyes que el soberano promulgue serán, por consiguiente, leyes justas en la medida en que serán vistas como extensión de la voluntad de los hombres unidos por el contrato.

No obstante que Hobbes aporta las ideas fundamentales de que la soberanía reside originalmente en los individuos y que un gobierno sólo es legítimo si proviene de la voluntad de los hombres, su teoría acaba justificando la concentración absoluta del poder en una sola figura --por eso Hobbes es un defensor del llamado «absolutismo»--, pues no considera posible que los súbditos conserven derechos propios después del contrato social. La idea de que existen derechos naturales que no se pierden con el contrato no tardaría mucho en aparecer, y sería hacia el final del mismo siglo XVII cuando el filósofo John Locke reformularía la teoría del contrato a partir de la noción de libertad individual irrenunciable. Con él aparecería la primera formulación del Estado de derecho.


2. La universalidad de la ley y el liberalismo

Hobbes había logrado basar la legitimidad de un gobierno y sus leyes en el consentimiento de los individuos. Locke daría un paso adelante al proponer que esta legitimidad no sólo estaba, como en Hobbes, en el origen del gobierno y las leyes, sino también en su control y vigilancia por parte de los ciudadanos.9 Para que esto sucediera, Locke tuvo que proponer la libertad de los individuos como un valor inmutable, es decir, como un derecho natural no sujeto a regateos ni negociaciones.10 En su Segundo ensayo sobre el gobierno civil, Locke parte también de la idea de un estado de naturaleza, es decir, de una situación originaria previa a la creación de la sociedad en la cual los hombres, por el simple hecho de serlo, poseen una serie de derechos y libertades. Pero a diferencia de Hobbes, para quien los hombres del estado de naturaleza son egoístas y agresivos, los derechos o libertades naturales están salvaguardados por un principio de la razón llamado ley natural (según Locke, establecida por Dios), que ordena a los hombres no atentar contra la vida, salud, libertad o posesiones de sus semejantes. Esto hace que la vida en el estado de naturaleza sea relativamente tranquila y que los individuos puedan hacer acuerdos, comerciar y relacionarse sin grandes dificultades. En esta situación «casi» ideal, los hombres disfrutan de ciertos derechos fundamentales: a la libertad, la igualdad, la propiedad y a castigar a quienes no respeten las prohibiciones de la ley natural.

De entre estos derechos el fundamental es el de libertad, de cuya conservación depende el ejercicio de los restantes. Sin embargo, la misma libertad que permite a los hombres la convivencia pacífica puede ser mal usada por algunos al desobedecer la norma de la ley natural, es decir, al atacar a un semejante en su libertad, salud o posesiones. En efecto, algunos hombres, libres como los demás, transgreden el orden impuesto por la razón y se ponen con ello al margen de la protección que esta ley brinda a quienes la respetan. Como todos los individuos tienen derecho a castigar a los transgresores de la ley natural, cualquier hombre está autorizado para fijarles un castigo y aplicarlo. Sin embargo, señala Locke, lo más seguro es que quienes pretendan sancionar a un infractor sean los afectados directamente por su acción, y por tanto hay el riesgo de que el castigo así ejercido sobrepase la magnitud del daño infligido, pues «nadie es buen juez de su propia causa». Un castigo excesivo sería injusto, ya que violaría la propia ley de naturaleza que pretendía restablecer. Una violación continua de la ley de naturaleza por parte de las transgresiones y consecuentes castigos excesivos conduciría a los hombres a una verdadera situación de guerra, a la «lucha de todos contra todos». Como los hombres no podrían despojarse de su inclinación a castigar, lo mejor sería, piensa Locke, que dejasen en manos de representantes autorizados por ellos la función de ejercer la justicia. Con ello se ganaría la posibilidad de un sistema de justicia objetivo, es decir, ejercido sin parcialidad, al tiempo que se garantizaría la defensa y el fortalecimiento de los derechos irrenunciables de libertad, igualdad y propiedad.

Según Locke, el riesgo de la guerra conducirá a los hombres a celebrar un pacto o contrato social, con el cual cada individuo delegará su derecho a castigar en un cuerpo que lo represente, creando así las instituciones del gobierno. Las leyes que este gobierno establezca seguirán los principios de la ley de naturaleza, es decir, protegerán la libertad, la igualdad y la propiedad de los hombres, pero ahora contarán con la imparcialidad y la fuerza suficientes para castigar a los infractores sin temor a cometer alguna injusticia. Así, el orden social es creado como un mecanismo para garantizar el libre ejercicio de los derechos que los hombres poseen por naturaleza, y el gobierno surge como una figura cuya obligación es precisamente la conservación de ese orden.

De modo similar a lo que proponía Hobbes, la legitimidad del gobierno proviene de la voluntad de los individuos, sólo que en este caso no se trata de un gobierno absoluto que pueda imponer su voluntad a los ciudadanos, sino de un gobierno mandatario de los ciudadanos, es decir, de un gobierno autorizado por ellos para mantener el orden de manera justa y permitir así el libre ejercicio de los derechos restantes. Tal gobierno no puede decidir sobre la igualdad de los hombres (no puede establecer jerarquías ni propiciar un uso desigual de la ley); tampoco puede afectar sus propiedades (pues ha sido creado para proteger los derechos naturales, y la propiedad es uno de ellos); finalmente, no puede, en ningún caso, poner trabas a la libertad de pensamiento y acción de los hombres (pues ha sido creado en nombre de la libertad y está, por ello, a su servicio). Para su mejor ejercicio, este gobierno nace dividido; pero incluso esta división es legítima. Como el gobierno se origina en el derecho a castigar, podemos separar dos momentos en el ejercicio de este derecho: la fijación de la pena y su ejecución. Al primer momento corresponde la creación del poder legislativo, encargado de establecer las leyes justas necesarias para el orden social; al segundo momento corresponderá la ejecución de esas leyes. Como el poder legislativo representa la deliberación racional que da lugar a la ley, tendrá primacía sobre el poder ejecutivo, que sólo actuará según el mandato de las leyes. Para evitar una concentración de poder que pudiera poner en peligro la libertad de los ciudadanos, Locke propone que los poderes legislativo y ejecutivo recaigan en titulares diferentes, manteniendo con ello un razonable control ciudadano sobre los poderes públicos. Además, agrega una idea que sería también esencial para el pensamiento político de nuestra época: el principio de mayoría, según el cual toda decisión política debe derivar del consentimiento de la mayoría de los ciudadanos, respetando, no obstante, los derechos naturales de quienes queden en minoría.

Las ideas políticas de Locke ofrecen ya dos rasgos distintivos de la noción de Estado de derecho. Por un lado, la concepción de que el derecho emana de la voluntad de los ciudadanos y se orienta a garantizar el ejercicio de sus libertades y derechos fundamentales. Por otro, la definición del gobierno como un mandatario de los ciudadanos cuyo poder está limitado por las propias condiciones que constituyen su origen, es decir, por los derechos naturales de los individuos. Resalta ya en este punto que la vigencia del derecho sólo es legítima cuando está sostenida por los actos de libre elección de los ciudadanos. En este sentido, la legalidad carece de legitimidad si no es soportada por la decisión y vigilancia ciudadanas. El mero respeto a la ley lo único que enuncia es una relación de dominio; lo que la doctrina de Locke agrega es la justificación racional de ese dominio. Con esta interpretación, John Locke establecía la doctrina política llamada «liberalismo», centrada en la nociones inseparables de derechos individuales irrenunciables y gobierno mandatario y limitado. Con ello, la figura omnipotente de un gobierno despótico que podía imponer a los súbditos todas las leyes que juzgase convenientes quedaba deslegitimada, y en su lugar se defendía la legitimidad del gobierno y las leyes como expresión de los ciudadanos libremente asociados.

Sin embargo, el pensamiento político de Locke establecía serias exclusiones al definir quiénes debían ser considerados ciudadanos de pleno derecho en una sociedad liberal. Pese a que su idea de derechos naturales era postulada como aplicable en un principio a todos los hombres en general, finalmente acababa concediendo derecho de participación política sólo a los individuos que gozaban de propiedad inmobiliaria. Esto era sostenido en una sociedad como la inglesa, en la que más de 75% de la población carecía de ese tipo de propiedad y quedaba por ello excluida de los derechos ciudadanos básicos.11 Las razones de este cambio de perspectiva son muchas, y repasarlas nos desviaría del objetivo aquí buscado; sólo téngase en mente la consecuencia casi paradójica que implica: Locke es el primer pensador en postular la existencia de derechos humanos naturales cuya protección es la única función legítima de un gobierno, pero en seguida restringe la calidad de ciudadanos sólo a los propietarios inmobiliarios, con lo cual elimina la posibilidad de participación política --y con ello de ejercicio de sus derechos humanos básicos-- a la mayor parte de la población. No obstante, la noción de ley se había postulado en una clave que ya nunca se abandonaría: la de su justicia vinculada a la decisión ciudadana y a ciertos derechos humanos básicos.

A mediados del siglo XVIII, el filósofo francés Juan Jacobo Rousseau agregaría nuevas ideas a esta noción de ley como soberanía ciudadana. Partiendo de un esquema similar a los de Hobbes y Locke, Rousseau se planteó también el contrato social como una salida del estado de naturaleza y la inauguración de la sociedad políticamente organizada. Sin embargo, el contrato social de Rousseau no suponía ninguna renuncia (Hobbes) ni delegación (Locke) de la libertad natural de los individuos por medio del contrato social. Para Rousseau, los hombres son libres por naturaleza, y la renuncia a esta libertad implicaría la renuncia a su propia condición humana. Por ello el contrato social tiene que plantearse en otros términos:

Cómo encontrar una forma de asociación que defienda y proteja a cada uno de sus miembros y en la cual cada individuo, uniéndose a los demás, sólo obedezca a sí mismo y permanezca por tanto tan libre como antes,12

Es decir, cómo hacer posible que los hombres obedezcan a otros y al mismo tiempo sólo se obedezcan a sí mismos.

La solución propuesta por Rousseau es la siguiente: si todos los hombres renuncian a su libertad natural y la ponen en manos de la sociedad (que se constituye con esta renuncia), pero no en las manos de ningún individuo particular, recibirán de la sociedad la misma libertad que han otorgado, sólo que ahora reforzada y protegida por la colectividad. Dicho de otro modo, los hombres reciben una libertad cívica o política a cambio de su libertad natural. La libertad no se pierde en ningún momento; más bien, se enriquece para permitir el desarrollo plenamente humano de todos los contratantes. Otra vez a diferencia de Hobbes y Locke, Rousseau no otorga la soberanía a ningún gobernante, sino que la mantiene en el cuerpo social creado por el contrato; por lo tanto, el único soberano es el pueblo mismo reunido, es decir, la comunidad política. Toda decisión, toda norma y toda acción pública deberán venir de esta comunidad deliberante y ejecutiva. De este modo, cada uno de los miembros, ahora convertido en ciudadano, no obedecerá a nadie en particular (porque nadie en particular manda), sino que seguirá obedeciéndose a sí mismo (porque todo acto de la comunidad política es visto como propio por cada uno). En esta perspectiva, la libertad natural de cada individuo adquiere una calidad superior al quedar bajo la guía no de una voluntad individual, sino de una «voluntad general». En efecto, según Rousseau el contrato social da lugar a la creación de una voluntad general que es la expresión perfeccionada de las distintas libertades individuales que se integran al contrato. Cuando los hombres obedecen la voluntad general, en realidad se están obedeciendo a sí mismos, pues en ella se han integrado, condensado y perfeccionado las libertades naturales que en su forma original eran toscas y escasamente desarrolladas. Rousseau insiste en que la voluntad general no es la mera suma de las voluntades de cada uno (esto sería más bien la llamada «voluntad de todos», que integra la confusión y los defectos de los contratantes, y puede por ello ser manipulada y engañada), sino el resultado óptimo de su combinación.

La voluntad general, cuyo objetivo no es el bien particular de individuos o grupos, sino el bien común o general, se expresa mediante leyes. Estas leyes son plenamente legítimas porque, proviniendo del acuerdo voluntario de los hombres, expresan al mismo tiempo los intereses compartidos de todos los hombres. En las leyes se identifican la libertad individual y el bienestar social sin caer en contradicciones, porque, en opinión de Rousseau, la libertad individual sólo puede ser plenamente ejercida en el marco de la voluntad general que asegura las condiciones públicas que la hacen posible.

La teoría de Rousseau se aleja significativamente del liberalismo. Su reivindicación de la voluntad general y el bien común la llevan a subordinar a éstos, cuando es necesario, aquellas libertades individuales que no coinciden con los intereses públicos. La enigmática frase de Rousseau según la cual «en ocasiones es necesario obligar a algunos hombres a ser libres», sería considerada absurda si no se tuviera en cuenta la primacía de las leyes y el bien público sobre cualquier interés individual.

Alejándose del liberalismo, Rousseau había no obstante agregado dos nuevos elementos a una futura teoría del Estado de derecho, a saber, la continuidad absoluta entre libertad individual y voluntad general y la idea de que los intereses públicos sólo pueden ser expresados bajo la forma de leyes que representan la voluntad general y buscan el bien común.


3. Kant: ética y Estado de derecho

La definición más precisa de la noción de Estado de derecho en el pensamiento moderno está probablemente en la obra del filósofo alemán de finales del siglo XVIII Emmanuel Kant.13 Este pensador, fuertemente influido por Rousseau, trató de justificar a plenitud la fundamentación de las leyes públicas en la razón y libertad individuales, aunque, a diferencia de él, retornó a la senda liberal al preconizar un ámbito moral estrictamente individual como garantía de cualquier ordenamiento externo.

Kant culmina la tradición moderna del contrato social adecuándola a una justificación de la ley a partir de la noción de autonomía moral de los individuos. Esta autonomía no significa otra cosa que la ausencia de dependencias externas del juicio moral y, por tanto, libertad y responsabilidad morales de los individuos. Aunque Kant desarrolla toda una argumentación previa de orden moral que servirá de fundamento a su concepción de la política y de las leyes, aquí, por razones de claridad y espacio, partiremos sólo de la idea kantiana de la razón autolegisladora, es decir, de su idea de que la libertad natural de los hombres se caracteriza por la capacidad de dotarse a sí misma de leyes morales y jurídicas que guían de manera recta su conducta práctica.

Para Kant, lo característico de los seres humanos es que pueden ser guiados por leyes de la libertad, es decir, por principios que les permiten actuar autónomamente en términos de libre decisión y responsabilidad moral. Como él dice:

Estas leyes de la libertad, a diferencia de las leyes de la naturaleza, se llaman morales. Si afectan a acciones meramente externas y a su conformidad con la ley, se llaman jurídicas; pero si exigen también que ellas mismas [las leyes] deban ser los fundamentos de determinación de las acciones, entonces son éticas, y se dice, por tanto, que la coincidencia con las primeras es la legalidad, la coincidencia con las segundas, la moralidad de la acción.14

Tratemos de aclarar este párrafo. Para Kant, los hombres tienen la capacidad de establecer las normas que habrán de regir su vida. Cuando se trata de normas personales, que tienen que ver con el modo de conducirse en términos de lo que consideran bueno o malo, hablamos de normas morales. Pero estas normas morales no son distintas de las normas jurídicas. En realidad, ambas responden a la misma capacidad humana de autolegislar. La diferencia radica en que las normas jurídicas, aunque surgen de la moral, se expresan externamente y son aplicadas por medio de una coerción pública legítima.

Las normas morales se vinculan a la deliberación y los principios morales individuales; las normas jurídicas suponen la existencia de una sociedad en la que gobierna un poder legítimo que garantiza su ejecución. La continuidad entre ellas equivale a la continuidad entre la moral individual y la vida política regida por leyes. Por esta razón, también Kant recurre a la idea de contrato social, pues tiene que mostrar el fundamento de la obligación ciudadana de obedecer las leyes de la sociedad. Dice Kant:

[...] lo primero que el hombre se ve obligado a decidir, si no quiere renunciar a todos los conceptos jurídicos, es el principio: es menester salir del estado de naturaleza, en el que cada uno obra a su antojo, y unirse con todos los demás (con quienes no puede evitar entrar en interacción) para someterse a una coacción externa legalmente pública [...] debe entrar ante todo en un estado civil.15

De este modo, el contrato social permite que la razón legisladora de cada individuo se comprometa a abandonar su libertad natural, salvaje y sin ley, y la recupere luego como miembro de una comunidad, es decir, como miembro de un Estado. El contrato social vincula las aspiraciones morales individuales con un sistema de leyes jurídicas que permiten a los hombres guiar la búsqueda de su propia felicidad.

Este último punto es esencial. A diferencia de Rousseau, Kant no cree que el Estado deba tener como objetivo la felicidad de sus ciudadanos. Ésa es más bien una aspiración que cada uno de ellos debe satisfacer. Por eso, las leyes del Estado no pueden plantearse el bien común como equivalente de la felicidad de todos. Si así fuera, el Estado estaría robando a los individuos su autonomía para decidir sobre las mejores vías para alcanzar su felicidad. Lo que el Estado tiene que hacer es promulgar una Constitución que establezca normas generales y abstractas que garanticen la libertad e igualdad de todos los hombres en términos legales. Las normas constitucionales deben estar en consonancia con las normas morales descubiertas por la razón autolegisladora. Esta relación entre normas morales (que ordenan el comportamiento interno) y jurídicas (que ordenan el comportamiento externo) sólo tiene sentido si están orientadas por el mismo principio moral. Tal principio moral es lo que Kant llama «el imperativo categórico», cuyas distintas formulaciones coinciden en definir como moralmente prohibida toda interferencia con la libertad individual, la integridad humana y las metas legítimas de los demás. En este sentido, las leyes, definidas en el horizonte del imperativo categórico, tendrán básicamente una definición negativa, es decir, habrán de definir la libertad más como derecho de los individuos a no ser obstaculizados en sus proyectos que como prescripción positiva de actos determinados. En términos más sencillos: las leyes, según Kant, hacen libres a los hombres al proteger su espacio de decisiones, no al proponer medidas concretas para su desarrollo personal.

Este último punto también es fundamental en una concepción del Estado de derecho. Según Kant, las libertades básicas están garantizadas en un Estado que, por definición, es un Estado de leyes. Por ello dice que:

El derecho es la limitación de la libertad de cada uno a la condición de su concordancia con la libertad de todos, en tanto que esta concordancia sea posible según una ley universal.16

Los ciudadanos son absolutamente iguales en el marco de la ley, pero esta igualdad no puede extenderse a sus propiedades, a su corporalidad o a su espiritualidad. Para Kant, al igual que para Locke, las normas jurídicas no pueden atentar contra la distribución de la riqueza existente en la sociedad, pero tampoco tienen facultad alguna para impedir el enriquecimiento legítimo y el ascenso social de quienes, situados en cualquier nivel de la sociedad, usan su esfuerzo y su talento para buscar una mejor condición.

Si un Estado sólo puede ser la unión de hombres libres bajo normas jurídicas, estamos ya ante el elemento esencial del Estado de derecho: la «juridización» de la política. Cuando la política es regida por normas jurídicas generales y abstractas, tenemos como consecuencia la protección de los derechos individuales por medio de un poder político coactivo y la actuación del gobierno limitada por los derechos ciudadanos. La figura máxima que garantiza esos derechos es la Constitución, concebida como ley fundamental cuyos principios velan por la libertad de los ciudadanos. Por ello, Kant representa la consolidación del modelo racional de Estado de derecho. Los desarrollos teóricos posteriores sobre esta cuestión estarán irremediablemente marcados por las ideas del filósofo alemán.


4. «The Rule of Law» (el gobierno de la ley)

La noción de Estado de derecho deriva históricamente de la tradición política y jurídica liberal. Aunque al desarrollarse este concepto en el siglo XX ha incorporado elementos adicionales a los de su estructura básica, ningún sistema legal que carezca de los requisitos mínimos exigidos por los pensadores liberales que hemos revisado podría ser un genuino Estado de derecho. La conclusión que se impone es que el Estado de derecho reposa sobre dos pilares fundamentales: la limitación de la acción gubernamental por medio de leyes y la reivindicación de una serie de derechos y libertades fundamentales de los ciudadanos. No es gratuito, por ello, que los modelos constitucionales derivados de los principios liberales hayan buscado establecer con claridad los límites del poder político respecto de los derechos individuales básicos. Estos rasgos definitorios se explican en gran medida por las condiciones de origen de la propia noción de Estado de derecho. La matriz histórica de esta noción es la lucha política e ideológica contra un modelo de Estado absolutista que abogaba por un amplio control gubernamental de la vida colectiva. El control absoluto de la vida social sacrifica los derechos individuales en aras de un supuesto bienestar común muchas veces incompatible con los proyectos y las ambiciones de los ciudadanos. El Estado de derecho es, en este sentido, una respuesta individualista y legalista frente al riesgo del ejercicio despótico del poder político.

En la misma época de Kant, Wilhelm von Humboldt, político y jurista alemán, señalaba que la única posibilidad de que las capacidades y virtudes de los individuos alcanzaran un pleno desarrollo dependía de que el poder político se constriñera a su condición de garante de la seguridad pública y de los derechos ciudadanos elementales.17 Esta visión sería ampliamente compartida por otros liberales de los siglos XVIII y XIX como Adam Smith y John Stuart Mill.18 Incluso en nuestros días es posible observar un verdadero «renacimiento» de las ideas liberales, que vuelven a abogar por Estados constitucionalmente limitados y por la eliminación de toda barrera puesta al ejercicio de las libertades individuales. En todo caso, estos principios liberales penetraron paulatinamente en las instituciones políticas y jurídicas y permitieron adaptar las leyes a estas demandas de respeto a los derechos individuales.

La visión liberal del Estado de derecho, prevaleciente hasta el siglo XX, limitaba su concepción de justicia a la llamada «protección negativa» de los derechos ciudadanos, es decir, a la limitación de las acciones que pudieran afectar la vida, integridad o propiedad de los individuos; no ofrecía alternativas en el terreno de una posible acción positiva de la ley para resolver las diferencias sociales de rango o riqueza, o para promover el desarrollo personal de los individuos y grupos menos favorecidos. El Estado liberal de derecho, en este sentido, había logrado con su definición individualista la limitación de una amenaza gubernamental efectiva, pero, al limitar cualquier intervención contra los «derechos individuales» (entre ellos el de propiedad), dejaba vivo un problema de justicia que otras perspectivas políticas y jurídicas tratarían de resolver.

Una plasmación clara de los principios liberales del Estado de derecho se da en lo que se conoce como Rule of the Law (gobierno de la ley), que es la definición de la tradición política y jurídica anglosajona del marco institucional y legal de protección de las libertades. El gobierno de la ley tendría dos sentidos particulares: 1) la idea de que la ley excluye el ejercicio del poder arbitrario; en consecuencia, el castigo arbitrario infligido a los ciudadanos sólo por la voluntad del poder o por una burocracia sin control es incongruente con el gobierno de una ley regular, y 2) el gobierno de la ley sostiene la igualdad de todas las personas ante la ley y la sujeción de gobernados y gobernantes a la ley ordinaria aplicada por tribunales ordinarios.19 Como puede notarse, aunque el concepto de Estado de derecho como «gobierno de la ley» depende de la idea, fundamentalmente política, de un gobierno limitado, su posibilidad de aplicación cae sobre todo en el terreno jurídico. Por esta razón, la noción de Estado de derecho ha sido muchas veces restringida a la doctrina jurídica, lo que ha limitado no sólo la comprensión de su complejidad histórica, social y política, sino que ha llevado a algunos intentos de justificación de regímenes autoritarios o despóticos con sistemas legales coherentes bajo el argumento de que en ellos prevalece la legalidad en el control de la vida social. Como hemos dicho antes, la observancia de un sistema jurídico sólo garantiza la existencia de una relación de poder; la justicia y legitimidad de tal sistema son posibles únicamente si se atiene a los requisitos de gobierno limitado y respeto a los derechos individuales básicos, es decir, si adquiere la forma de un Estado constitucional de derecho.


III. Dimensiones políticas del Estado de derecho

1. Fundamentos liberales y democráticos del Estado de derecho

El liberalismo ofrece los criterios mínimos para la existencia de un Estado de derecho, es decir, los que organizan la estructura básica de un régimen político orientado a la protección de los derechos individuales elementales. Sin embargo, como se ha visto en el caso de Locke, el liberalismo no implica necesariamente que el principio de soberanía ciudadana pueda ser ejercido por todos los ciudadanos; además, este autor considera que los únicos derechos que deben ser garantizados son los de tipo «negativo» (de protección de la persona y la propiedad) y no los positivos (de promoción del desarrollo de las personas y reducción de la desigualdad económica).20 El liberalismo cumple las condiciones de un Estado de derecho pleno, pero probablemente estas condiciones no sean suficientes (aunque sí sonnecesarias) para alcanzar un modelo de Estado democrático de derecho.

Las características generales del Estado de derecho han sido enlistadas del siguiente modo por un destacado jurista:

a) Imperio de la ley: ley como expresión de la voluntad general.

b) Separación de poderes: legislativo, ejecutivo y judicial.

c) Legalidad del gobierno: su regulación por la ley y el control judicial.

d) Derechos y libertades fundamentales: garantía jurídico-formal y realización material.21

Si se considera, según el criterio liberal, que el punto d, relativo a los derechos y libertades fundamentales, es satisfactoriamente cubierto con la protección de la libertad individual (que incluye libertad de conciencia, de movimiento, de opinión, de contratación, etc.), de la igualdad ante la ley y de la propiedad, se acepta en consecuencia que el Estado carece de toda legitimidad para intervenir en la distribución de la riqueza social y en el apoyo a los sectores más desprotegidos de la sociedad. En efecto, el modelo de Estado de derecho no es por sí mismo un modelo de distribución de riqueza (no contempla la llamada «justicia distributiva») ni de compensación de las desventajas de las clases bajas.

Históricamente, han existido distintos intentos por superar el modelo liberal y las instituciones, como su particular Estado de derecho, a que ha dado lugar. Todos estos intentos coincidirían en que los principios liberales son insuficientes para atender las necesidades sociales. Algunos le opondrían las demandas de igualdad real y justicia distributiva que las sociedades contemporáneas plantean con gran urgencia. Otros le reclamarían el abandono de los valores comunitarios como la patria y la raza. Otros más le reprocharían la defensa del egoísmo y el olvido de las jerarquías de un supuesto orden social natural. Sin embargo, el modo de resolver aquello que se detecta como insuficiencia es lo que define a las otras opciones políticas. Si se considera que las libertades y los derechos defendidos por el liberalismo son sólo «ficciones» o formalidades que esconden un sistema de dominación que requiere ser destruido, entonces se le podrá contraponer un modelo «revolucionario» que pretenda establecer una verdadera igualdad material entre todos los hombres. La consideración de la omisión liberal de los principios comunitarios de nación y raza ha podido dar lugar a respuestas totalitarias como el nazi-fascismo. La crítica al egoísmo liberal y la defensa de las jerarquías ha sido una seña de identidad del conservadurismo. El siglo XX ha contemplado cómo estas críticas políticas se convirtieron en movimientos sociales que consideraron necesario el sacrificio de, entre otras instituciones, el Estado liberal de derecho. Sin embargo, en nuestra época los principios liberales han sido reivindicados por prácticamente todos los movimientos políticos razonables como el marco de acción necesario para el planteamiento de sus demandas y el desarrollo de sus estrategias. Esto ha requerido, sin embargo, la combinación del liberalismo con el método democrático.

La historia del liberalismo en los siglos XIX y XX ha quedado marcada por su encuentro e integración --muchas veces conflictiva-- con los principios y valores de la democracia. A diferencia del liberalismo clásico, la democracia supone el principio de «gobierno del pueblo» en el sentido de la participación «universal» de los ciudadanos en la conducción de las cuestiones públicas. Como sabemos, en su origen el liberalismo concebía como sujetos políticos de pleno derecho sólo a los propietarios. Las luchas obreras y sociales opuestas al individualismo liberal y la creación de grandes partidos y movimientos contrarios a la gran desigualdad reinante en los países liberales, entre otros elementos, dieron lugar a la demanda de que los derechos asegurados por el gobierno no debían ser sólo los propios de la tradición liberal, sino verdaderos derechos sociales que garantizasen la mejoría en la calidad de vida de los grupos menos favorecidos.

Los movimientos y partidos políticos que abandonaron la idea de destruir las instituciones liberales, o los que con compromisos populares nunca optaron por ella, pudieron encontrar en tales instituciones --y al hacerlo lograron ampliarlas y democratizarlas-- el medio para acceder al poder político sin necesidad de la violencia o la supresión de las libertades individuales, pero, sobre todo, lograron que las demandas de igualdad social pudieran convertirse en estrategias e instituciones distributivas que potenciaron el desarrollo social de los países donde empezaron a funcionar. Así, el marco institucional liberal empezó a ser superado sin necesidad de renunciar a la defensa de los derechos individuales y la equidad de las leyes.

La democracia liberal es, teóricamente, un método pacífico para elegir gobiernos por el principio de mayoría (principio que garantiza que la soberanía popular pueda convertirse en leyes generales, al tiempo que garantiza los derechos de las minorías). Este método reposa en una serie de valores socialmente compartidos como la primacía de las soluciones pacíficas, la tolerancia y el respeto a la legalidad. La democracia supone la existencia de una pluralidad de formas de vida y opiniones en la sociedad, la cual no sólo debe ser mantenida, sino fortalecida como el signo más evidente de la salud política de una sociedad. Las instituciones democráticas, por tanto, no pueden renunciar a su componente liberal, toda vez que éste asegura que los objetivos de justicia social no sean perseguidos a costa del sacrificio de los derechos básicos de algunos ciudadanos. Por ello, el núcleo de la democracia liberal reside en la existencia de instituciones legales que permiten la expresión de la voluntad popular por medio de canales formales y regulados.


2. Estado de derecho y Constitución

El marco legal de este sistema liberal-democrático de instituciones es la Constitución. Las constituciones se han convertido en la ley suprema de las sociedades modernas. Pero esta supremacía sólo puede ser legítima si expresa los principios fundamentales del Estado de derecho. Como ha señalado Hayek:

[es] seguramente más oportuno considerar las Constituciones como superestructuras levantadas al objeto de garantizar el mantenimiento del Estado de derecho que, como suele hacerse, atribuirles la categoría de fuente de todas las demás leyes.22

Sin embargo, no es necesario rechazar que las constituciones sean fuente de las demás leyes, sino sólo recordar que son, en sí mismas, el elemento de vinculación de la experiencia moral y política de las sociedades con su experiencia de codificación racional de las leyes. En consecuencia, las constituciones no pueden ser vistas (como lo ha hecho la tradición jurídica denominada «positivista»)23 como ordenamientos finales que definen por sí mismos los principios de justicia que rigen socialmente. Por el contrario, las constituciones expresan una serie de valores socialmente compartidos que, aunque han encontrado esa forma de manifestarse, existen fundamentalmente como patrimonio moral y político de una comunidad específica. Uno de los críticos más lúcidos del positivismo jurídico, Ronald Dworkin, ha mostrado cómo los jueces, al interpretar las normas constitucionales, tienen que recurrir a principios de justicia, tradiciones y razonamientos cuyo espacio natural es la moral y la cultura política de una sociedad.24

De esta forma, las constituciones no originan el Estado de derecho, sino que son más bien su expresión y plasmación codificada. La legalidad a la que sus principios dan lugar es una legalidad que ha sido aceptada como valor compartido de la ciudadanía y cuyos principios provienen de las luchas, acuerdos y equilibrios resultantes de la interacción de los sujetos políticos. No obstante, una vez que una constitución ha sido establecida y su aceptación se ha generalizado, sus ordenamientos tienen una obligatoriedad que no posee ninguna norma moral o práctica política.

La doctrina del Estado de derecho exige que el principio que inspire toda acción estatal consista en la subordinación de todo poder al derecho. Pero esta subordinación sólo es posible gracias al proceso histórico de «constitucionalización» de las normas limitantes del poder político. Por ello, el llamado «constitucionalismo» moderno es inseparable de los fundamentos ético-políticos del Estado de derecho. Los principios constitucionales desempeñan funciones distintas según la perspectiva con que se les contemple. Cuando un juez imparte justicia recurriendo a las normas vigentes en la sociedad, se dice que actúasub lege (según leyes establecidas); éste es el aspecto funcional del Estado de derecho y, por cierto, el que tomado de manera aislada conduce a la ilusión positivista de la plena autonomía de las leyes. Pero cuando un legislador participa en la definición de los principios constitucionales que habrán de valer como normas generales de justicia para la sociedad, se dice que actúa per lege (promulgando leyes).25 En el primer sentido, una Constitución se opone a la costumbre y la arbitrariedad como normas colectivas y establece principios generales y abstractos; en el segundo, una Constitución expresa el principio de soberanía ciudadana como fuente del derecho en oposición al despotismo.

Históricamente, las constituciones pueden, también, ser legítimas o ilegítimas, pero la corriente llamada «constitucionalismo» sólo acepta como legítimas aquellas vinculadas a un proceso democrático. En efecto:

[...] la democracia es el principio legitimador de la Constitución, entendida ésta no sólo como forma política histórica [...] sino, sobre todo, como forma jurídica específica, de tal manera que sólo a través de ese principio legitimador la Constitución adquiere su singular condición normativa, ya que es la democracia la que presta a la Constitución una determinada cualidad jurídica, en la que validez y legitimidad resultan enlazadas.26

La democracia como método de elección de gobernantes no se limita, entonces, a regular el cambio sistemático y pacífico de quienes ejercen el gobierno representativo, sino que, entre otros resultados, permite la institucionalización jurídica de los principios y valores políticos democráticos. Las normas constitucionales derivan por ello su justicia del método que las ha hecho posibles: la decisión o soberanía ciudadana expresada por medio del principio de mayoría. Si se olvida esta conexión fundamental, se olvida también que la democracia es el único recurso que permite la reforma y el perfeccionamiento de las normas jurídicas por una vía pacífica y racional.

No debería, por ello, asombrar que sostengamos que el derecho es un fenómeno politizado, es decir, que pese a su autonomía y capacidad de transformación interna, es alimentado y reformado por los procesos políticos. Pero esta relación con la política no reside sólo en su origen, sino también en las consecuencias que genera. En palabras de Carlos Santiago Nino:

El derecho aparece, así, como un fenómeno politizado, ya que su incidencia en las razones de conducta y en la transformación de materiales jurídicos en proposiciones normativas depende del consenso alcanzado a través del proceso democrático.27

En efecto, si bien las constituciones son un resultado de debates, luchas y cambios sociales, han podido en nuestra época convertirse también en recursos para plantear demandas políticas y definir las estrategias de los grupos políticos bajo un horizonte democrático.


3. Política y ley: el dilema de la legalidad y la legitimidad

Una muestra clara de la vinculación entre la experiencia política de las sociedades y la definición de los sistemas jurídicos que las rigen está en las distintas declaraciones de derechos que el pensamiento liberal-democrático ha generado. Consideremos brevemente las más importantes.

En 1776, la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América, resultado de la Guerra de Independencia de las colonias inglesas de Norteamérica, establecía como verdades evidentes que «todos los hombres nacen iguales y que su creador los ha dotado de ciertos derechos inalienables entre los que se encuentran la Vida, la Libertad y la búsqueda de la Felicidad». Continuaba afirmando que «Los gobiernos son instituidos para asegurar estos derechos, [que] su poder deriva del consentimiento del gobernado, [y que] un gobierno que pretenda destruir estos derechos puede ser abolido por el pueblo». LaDeclaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1789, que expresaba las convicciones políticas que guiaron la primera etapa de la Revolución francesa, defendía la soberanía popular y garantizaba los derechos individuales de libertad, igualdad y propiedad. Ambas fueron, en ese sentido, aspiraciones colectivas encauzadas por un movimiento político y plasmadas en manifiestos de claro tono liberal. Ciertamente, estas declaraciones no fueron un sustituto de las constituciones que habrían de dictarse en sus respectivos países, pero sí definieron los ideales colectivos y las exigencias de los grupos políticos en ascenso, los que habrían de convertirse en leyes fundamentales.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas,28 de 1948, incluye principios como los contenidos en el artículo 3o. («Todo individuo tiene derecho a la vida, libertad y seguridad de su persona») o el 5o. («Nadie estará sujeto a tratos o castigos crueles, inhumanos o degradantes»), que revalidan la larga tradición de los derechos liberales concebidos ahora como derechos humanos; sin embargo, artículos como el 22 (derecho a la seguridad social) o el 23 (que establece el principio de igual salario por igual trabajo), incorporan demandas sociales que sólo pueden ser concebidas como una superación de los principios liberales y como un reconocimiento del estatuto de derechos humanos a demandas de justicia social. Si revisamos los artículos fundamentales de las constituciones de países como Alemania o España, encontraremos que algunos derechos sociales han sido incorporados a los fundamentos del orden estatal mismo y garantizados por la acción gubernamental. El modelo expresado por esta declaración de la ONU y recogido constitucionalmente por distintas legislaturas se define bajo la forma de Estado social de derecho.

Es difícil, si no imposible, establecer un patrón que describa el modo en que las demandas políticas y sociales adquieren estatuto constitucional y, en un momento dado, redefinen la idea de estructura legal básica de una sociedad, pues no se trata de un movimiento mecánico, sino de un complejo proceso político que incluye presiones, movilizaciones, debates, tácticas de desobediencia civil, movimientos de huelga, acuerdos, renuncia a demandas originales y aceptación de nuevas metas, redefinición de las identidades políticas, etc. Sin embargo, el elemento constante de este proceso es la vigencia de un espacio legal común que permite que los disensos y las oposiciones al orden establecido se transformen, a la postre, en elementos de fortalecimiento y cambio regulado del sistema social, e incluso del propio Estado de derecho. En suma, la continuidad del orden legal democrático depende de su capacidad para encauzar la oposición y el disenso razonable de sus detractores y, con ello, fortalecerse como principio racional de convivencia.

El Estado de derecho es, así, la forma privilegiada en que se expresa la legitimidad de las sociedades modernas. Según el sociólogo alemán de principios del siglo XX Max Weber, las sociedades premodernas se caracterizaban por que el consenso formado alrededor de sus gobernantes no podría haber sido calificado de racional. El poder tradicional era legitimado por el respeto a las costumbres de un orden establecido o por el carisma del líder en una relación personal con los gobernados. Por el contrario, la legitimidad del Estado moderno reposa exclusivamente en un ejercicio del poder de acuerdo con normas generales y abstractas.29 Esta forma de Estado posee, a diferencia de sus antecesoras, una definición racional y legal. Pero debe recordarse que la legitimidad es la expresión política de la aceptación ciudadana de las instituciones públicas. En este sentido, la legitimidad del Estado de derecho depende, en última instancia, de la voluntad de los ciudadanos de mantener y utilizar sus instituciones legales. Como dice un agudo comentarista de Weber:

La legitimidad del Estado moderno se basa en su legalidad. Sin embargo, la legalidad implica algo más que la concordancia del poder estatal con un orden jurídico vigente. La legalidad sólo puede generar legitimidad si se supone ya la legitimidad del orden jurídico. La noción delegitimidad implica que ese orden jurídico es reconocido como válido y que, de hecho, es utilizado por los miembros de la sociedad para coordinar sus acciones.30

Por ello, el Estado de derecho no es una estructura legal inmutable. Depende, para su conservación y reforzamiento, de la acción ciudadana. En ello radica su fuerza y también su debilidad. En ello reposa su pasado y su vulnerabilidad a los desafíos del futuro.


IV. Estado de derecho y ciudadanía

1. Estado de derecho y sujetos políticos

Las democracias contemporáneas son sistemas políticos necesariamente representativos. A diferencia de los modelos antiguos de democracia (v. gr., la democracia griega, que convocaba a los hombres libres y decidía pública y colectivamente lo que las leyes debían ser, o el ideal democrático de Rousseau, que suponía la vida democrática en pequeñas poblaciones donde todo el mundo participaba de las decisiones de la voluntad general), las democracias de hoy tienen que funcionar mediante un sistema de representación, es decir, de sustitución y concentración de la multitud de decisiones políticas individuales en la figura de un legislador o gobernante electo. En ellas, grupos políticos organizados como los partidos políticos o las coaliciones presentan sus programas de gobierno a los ciudadanos, quienes con su voto habrán de decidir cuál de ellos ocupará los puestos de decisión política. Como se sabe, el mecanismo que da razón de ser al principio de representación política democrática es el principio de mayoría. En efecto, es la mayoría de los ciudadanos la que decide qué grupo habrá de ejercer el poder durante un periodo previamente determinado.

Dadas las dimensiones y las formas de organización de las sociedades actuales parece muy difícil, si no imposible, que algún tipo de participación directa pueda sustituir al principio de representación como mecanismo de actualización de la voluntad de los ciudadanos. Si fuéramos capaces de imaginar lo que sucedería en una situación ideal en la que todos los ciudadanos con derechos políticos pudieran debatir cualquier proyecto de ley, no atinaríamos siquiera a encontrar un mecanismo justo que permita la expresión de todos los implicados, para no hablar de las dificultades de alcanzar acuerdos. Por ello, no parece haber más alternativa para la expresión de la voluntad de los ciudadanos que los sistemas electorales, que otorgan un peso idéntico a cada ciudadano («un hombre, un voto») en la designación de quienes habrán de tomar las decisiones que afectarán a todos.

La necesidad de recurrir a la representación niega aparentemente un fundamento individualista a la política democrática, pues parece avalar el argumento de que la influencia real que un ciudadano puede ejercer en la vida comunitaria siempre tiende a ser nula. Las democracias contemporáneas son sistemas políticos masificados cuyos métodos no pueden sustentarse en la participación delimitada de cada ciudadano, sino en su integración en grandes tendencias que así adquieren significado. La formación de grupos y tendencias políticas relevantes propende a limitar los proyectos políticos que se presentan en una sociedad. No es posible que cada opinión ciudadana represente un punto de vista absolutamente diferenciado; es necesario, por el contrario, que las opiniones individuales, aglutinándose y perdiendo su perfil privado, formen fuerzas dotadas de capacidad de negociación y decisión políticas. En cierto sentido, parece tener alguna base la crítica de Rousseau a la democracia representativa inglesa por ser un sistema «donde los individuos sólo eligen a quien en adelante habrá de someterlos».

Sin embargo, no es la propuesta de la participación de todos los ciudadanos en todas las decisiones políticas lo que podría rescatar el papel fundamental de los individuos en los procedimientos democráticos.31 La presencia individual cobra relevancia más bien en el terreno de la fundamentación de estos procedimientos. Aunque el funcionamiento efectivo de la democracia requiere la presencia y acción de grupos y asociaciones, el principio normativo que le subyace continúa siendo individualista, pues concede a cada individuo el mismo peso en el mecanismo democrático por excelencia: las elecciones. La definición de los individuos como ciudadanos plantea un supuesto político democrático fundamental: la representación gubernamental de los intereses ciudadanos. El origen y sentido de la democracia se localizan, en última instancia, en la conservación y el desarrollo de los individuos que voluntariamente la sustentan. Las necesarias complejidades del proceso democrático no deben hacer olvidar en ningún momento el principio normativo democrático de la primacía de los derechos humanos fundamentales sobre cualquier otro interés político. Las normas del Estado de derecho, al proponer la inviolabilidad de los derechos fundamentales de los individuos, establecen un límite insuperable a la acción de los grupos y las instituciones en el marco democrático. Así, son los principios consagrados por la figura del Estado de derecho los que, por varias vías, garantizan que los derechos humanos fundamentales no resulten afectados por los posibles efectos negativos del mecanismo de representación. Como ha señalado el brillante pensador liberal Ralf Dahrendorf, «el elemento de continuidad del liberalismo es ciertamente la defensa de los derechos individuales en el marco del Estado de derecho, suceda lo que suceda».32 El principio democrático que postula que los derechos fundamentales de las minorías deben ser respetados por las decisiones de la mayoría implica que, así fuese un solo hombre quien se opusiera a la voluntad de la mayoría, su derecho a hacerlo estaría garantizado por el Estado de derecho.

En el siglo XIX, Alexis de Tocqueville postuló que el mayor riesgo inherente a la democracia es la «tiranía de la mayoría»,33 y por ello preconizaba un control a su avasallante poderío. Tal control, podemos decir ahora, reside en las instituciones de la legalidad democrática, las instituciones del Estado de derecho.


2. Consenso y disenso: el motor de la democracia

Los sistemas políticos autoritarios tienen la inclinación a someter, mediante la fuerza, la amenaza o el chantaje, a los disidentes. Los sistemas democráticos hacen de ese disenso un medio para su fortalecimiento y desarrollo. Sin embargo, el disenso y la oposición no son fructíferos por sí mismos; para serlo, requieren estar construidos sobre la base de acuerdos fundamentales que establezcan un campo político común de acción y decisiones. Tal campo político es el que las instituciones democráticas proporcionan. En una sociedad democrática, los ciudadanos encuentran a su disposición los canales de expresión de sus diferencias y discusiones, aunque para esto tienen que aceptar su sometimiento a la ley y a las instituciones que ellos mismos han avalado.

El disenso es, probablemente, el mejor ejemplo de la superioridad moral y política de la democracia sobre otros regímenes políticos. Él expresa, por vertientes distintas a la participación electoral, que el fundamento del sistema político reside en los individuos. Por ello, la democracia debe estar institucionalmente preparada no sólo para tolerar la disidencia, sino para considerar sus razones y argumentos como vías de reforma y cambio social. En una sociedad democrática, la oposición a ciertas leyes o instituciones no tiene que ser interpretada sólo como desobediencia a la ley o delito. Cuando esta oposición se presenta, por ejemplo, bajo las figuras de la desobediencia civil o la objeción de conciencia, que, concretadas en acciones públicamente proclamadas como pacíficas y orientadas al diálogo, piden la supresión de alguna ley, no puede ser tratada como si fuese cualquier violación a la ley. Siguiendo el ejemplo, si un ciudadano, por razones morales, decide no prestar el servicio militar que su sociedad considera obligatorio, aceptando que con ello «comete un delito» y sujetándose al castigo estipulado con el fin de dejar testimonio público de su inconformidad, está tratando de abrir un debate político sobre la pertinencia de la ley en cuestión. Cuando una actitud así empieza a tomar fuerza en la sociedad, impone un nuevo tema en la agenda de las reformas legales. El que la ley se reforme o se conserve depende no sólo de este disenso, sino también de otras condiciones igualmente importantes; pero lo que se ha evidenciado es que la ley no es una estructura definitiva ni inmutable. El Estado de derecho tiene que considerar estas posibilidades y prever vías legales para su canalización. Si la situación frente a la que se ejerce la desobediencia civil o la objeción de conciencia pudiera ser calificada de inconstitucional (lo cual requeriría que siempre existiera una suerte de tribunal constitucional que pudiera decidir sobre la idoneidad constitucional de las leyes), éstas deberían ser consideradas jurídicamente justificables.34 Incluso en las demandas sociales de cambio constitucional, los principios ideales del Estado de derecho funcionan como referente normativo (como idea regulativa) para la racionalidad y justicia de esos cambios.

Podemos constatar que, a lo largo de la historia, los cambios políticos y legales fundamentales se han formulado originalmente como disidencias o desacuerdos de ciertos individuos frente a la opinión de la mayoría o de quienes se expresan en su nombre. Con mayor razón, el Estado de derecho, construido sobre la reivindicación de los derechos individuales, tiene que ofrecer y considerar con toda seriedad un espacio de acción para el llamado «imperativo del disenso», es decir, para el ejercicio de la crítica y la oposición.35 Las leyes son, ciertamente, un resultado de la acción humana y, aunque en un momento dado pueden ser consideradas como las formas más racionales y funcionales que los hombres hayan establecido para regular con justicia sus relaciones, nada prescribe que sean inmutables o eternas. El impulso que lleva a mejorar las leyes existentes o a sustituirlas por otras más justas proviene de los juicios morales de los individuos, y debe, por tanto, ser también tutelado por los principios del Estado de derecho. Sin este principio de tolerancia activa, las leyes corren el riesgo de convertirse en formas de dominación ilegítima.

Pero no sólo en esta dimensión política es preponderante la figura del individuo dotado de derechos fundamentales; su presencia también es decisiva en el terreno de la impartición de justicia. Por ejemplo, en una sociedad democrática, el sistema de justicia garantiza a cualquier ciudadano, independientemente de su condición social, de su ideología o de cualquier otra diferencia, el derecho a un juicio equitativo en lo que concierne a las disputas que pudiera tener con otro particular o con las propias autoridades. En ausencia de un Estado de derecho (o en los resquicios que deja un Estado de derecho deformado) florecen las soluciones guiadas por la fuerza, el interés económico o la influencia política. La igualdad ante la ley, en este sentido, parte del principio individualista de que todo hombre tiene derecho a ser tratado de manera equitativa por un sistema jurídico al que, democráticamente, ha podido previamente avalar.

La historia moderna de la legalidad se originó como una reivindicación de los derechos ciudadanos frente al poder político. Su historia contemporánea, en la senda democrática, permite contemplar el poder político no como una amenaza, sino como un medio para el desarrollo pleno de los individuos. Las instituciones del Estado de derecho son, en tal contexto, el mejor indicador de su gran transformación.


3. Cultura política y cultura de la legalidad

En la Edad Media, la legitimidad de la ley parecía tener un piso indiscutiblemente firme: la voluntad divina. Ésta era inmutable y se hallaba libre de errores o defectos. Con el cambio de piso, es decir, con la reivindicación de la soberanía humana, han aparecido problemas nuevos. Uno de los más destacados es el relativo al sostenimiento de las instituciones legales. Si en el pasado detrás de las leyes estaba Dios, y detrás de Dios, nadie, en el presente antes de las leyes están los hombres, y detrás de ellas, también. No existe, pues, ningún elemento trascendental que sostenga la legalidad moderna.36 Sin embargo, pocas cosas pueden llegar a ser más firmes y duraderas que un sistema de leyes, establecido por los ciudadanos y reforzado por la creencia compartida de que es la mejor forma de impartir justicia.

La fuerza fundamental de las leyes no proviene de su sistematicidad, generalidad o flexibilidad, sino del consenso que sean capaces de generar entre los ciudadanos sujetos a su dominio. En una sociedad democrática, los ciudadanos cumplen la doble función de producir y conservar las leyes. Como depositarios de la soberanía, los hombres instituyen, reforman y desechan leyes según los procedimientos que su historia política ha generado; como gobernados, los ciudadanos sostienen la ley con su acatamiento constante, con su valoración positiva, con su aceptación como un valor fundamental. Kant distinguía entre leyes y legalidad. En su perspectiva, las leyes son normas de justicia universales soportadas por un poder coercitivo legítimo; la legalidad es más bien una conducta, un comportamiento de respeto y obediencia a las leyes. La fuerza de las primeras depende, en última instancia, de la constancia de la segunda. Así, podemos decir que las leyes sin legalidad son un artificio, un instrumento inútil cuya supervivencia es imposible.

Hemos señalado que una característica esencial de las leyes es que están soportadas por un poder coercitivo establecido para castigar su incumplimiento. Sin embargo, difícilmente podría un sistema legal sostenerse únicamente por el temor. Además de éste, un sistema legal requiere generar aceptación, valoración positiva e identificación por parte de los gobernados. Un modelo ideal de legalidad no contempla a los ciudadanos como posibles delincuentes a los que la ley mantiene a raya, sino como corresponsables y defensores del gobierno de la ley. La legalidad, en este sentido, es un elemento indisociable de la cultura política de una sociedad.

Si, en términos generales, definimos la cultura política de un grupo social como el conjunto de valores, representaciones, expectativas y demandas que le confieren una identidad política determinada, podemos decir que una sociedad democrática requiere, para su adecuado funcionamiento, de la existencia de una cultura política de la legalidad. La legalidad implica confianza ciudadana en que las decisiones provenientes de los poderes públicos están ajustadas a principios de imparcialidad y orientadas a la defensa de los derechos fundamentales. Si en una sociedad moderna el sistema legal se ha convertido en una institución independiente y objetiva, su necesario correlato --el elemento subjetivo-- es la continua aceptación ciudadana de su justicia y capacidad para procesar racionalmente los conflictos. La permanencia del sistema legal depende, en consecuencia, de la fortaleza y extensión de una cultura política de la legalidad.

Sin embargo, la relación entre ley y legalidad no es una ecuación sencilla. A diferencia del modelo medieval, donde la base estaba construida de antemano (Dios precedía a todo orden humano), aquí la base está en continua construcción. Por ello, el gran riesgo para la legalidad democrática se origina en aquello que la ha hecho posible: su dependencia de la voluntad y aceptación de los individuos. Así, la legalidad, más que una aceptación por temor de los juicios y decisiones de las autoridades legítimas, debe incorporar una perspectiva cultural que considere que estos juicios y decisiones son superiores a cualquier otro modelo de toma de decisiones. El valor de la legalidad requiere, por ello, un ejercicio pleno de la racionalidad humana, porque, cuando éste no se realiza, es muy fácil pensar que los beneficios inmediatos de las acciones ilegales son suficientes para garantizarnos una buena vida. Si, por ejemplo, los individuos piensan que es posible alcanzar una vida de mayor calidad haciéndose cómplices de actos de corrupción (lo que ciertamente les reditúa un beneficio inmediato), bastaría con generalizar este principio de conducta (es decir, con sostener que una sociedad regida por la corrupción sería buena y deseable) para percatarnos de la incongruencia entre legalidad y corrupción. Sin embargo, este tipo de razonamiento, que nos lleva a pensar no sólo en los beneficios inmediatos de una acción, sino también en sus consecuencias para nosotros mismos y para los demás, sólo puede ser resultado de un proceso educativo.

En efecto, el gobierno de la ley supone la existencia de una cultura política de la legalidad que haga de cada individuo un verdadero ciudadano. Las sociedades con larga tradición democrática han aprendido el respeto a la legalidad en su propia experiencia histórica, pero aun así han tenido que consolidar este aprendizaje por conducto de sus instituciones familiares, educativas, privadas, etc. Las sociedades con menor tradición democrática tienen que realizar este aprendizaje como una constante defensa del principio de legalidad contra los valores que confían a la fuerza y el autoritarismo la solución de los conflictos sociales. En este caso, las instituciones educativas y todas aquellas que contribuyen a la integración social de los individuos tienen la obligación de difundir y defender este valor democrático fundamental.

El respeto a las leyes no es un efecto mecánico de que las leyes existan. Exige una educación democrática responsable y consistente que conduzca a los ciudadanos a asumir las leyes como algo propio. Pero como en este caso, menos que en ningún otro, los medios y los fines no pueden ser distintos, la educación democrática no puede ser autoritaria o vertical. Los valores democráticos, y la legalidad de manera destacada, no pueden ser impuestos mediante mecanismos que los nieguen. El gran reto educativo respecto de la democracia consiste en hacer congruente aquello que se enseña con los métodos con los cuales se enseña; de otro modo, toda enseñanza será vacía y toda defensa de la legalidad se convertirá en retórica.

Los sistemas sociales tienden a «reproducir» a los individuos que los sostienen, es decir, a formar a las nuevas generaciones según los patrones y valores sobre los que están construidos. La gran ventaja de un sistema político sustentado en la figura del Estado de derecho es la posibilidad de consolidarse en el tiempo «reproduciendo» individuos cuya identidad social no contemple las leyes como una fuerza ajena y amenazadora. Por ello, si la historia muestra que el autoritarismo está ciertamente en el pasado, puede decirse con esperanza que la legalidad es el horizonte del futuro.


V. A modo de conclusión: los desafíos para el Estado de derecho

¿ Se ajusta a la figura del Estado de derecho una sociedad donde rige la ley pero no se han alcanzado condiciones generalizadas de bienestar e igualdad? La respuesta es afirmativa. Si dicha sociedad cumple con los requisitos mínimos provenientes del liberalismo, debe aceptarse que se trata de una sociedad legal moderna. Dicho de otro modo, el Estado de derecho es una condición necesaria pero no suficiente para la existencia de una sociedad justa. Aún más, existen sociedades donde algunos principios del Estado de derecho presentan una dudosa aplicación (sociedades donde, por ejemplo, la pena de muerte es legal); pero si en ellas prevalecen principios constitucionales, la ley es el principio que gobierna las decisiones que afectan a los ciudadanos, el gobierno es controlado tanto por el voto ciudadano como por la existencia de derechos fundamentales inviolables y existe una efectiva división de poderes, podemos decir que se trata de Estados de derecho.

Como hemos revisado ampliamente, el concepto de Estado de derecho nos remite al terreno de la política. Su definición final no se encuentra en el campo de los valores y principios jurídicos (aunque los requiere), sino en la estructura básica de la sociedad, es decir, en el sistema de instituciones fundamentales que permiten calificar de democrática a una determinada sociedad. Y lo cierto es que existen sociedades democráticas y legales donde el reparto de la riqueza es más limitado que en otras o donde los criterios para establecer penas podrían ser considerados excesivamente severos; pero no se trata de la distancia que media entre el autoritarismo y la democracia, sino una distancia «dentro» del propio modelo de Estado de derecho. Existen, así, enormes diferencias entre los sistemas sociales de los distintos países democráticos, aunque estas diferencias tengan más que ver con las instituciones de justicia distributiva y los servicios sociales que con la legitimidad de la ley. Algunos se nos antojan más justos, otros más restrictivos, pero todos comparten una estructura legal similar que nos permite clasificarlos dentro del mismo terreno. Por ello, es necesario recalcar que el Estado de derecho no es equivalente a la justicia social, pero, y esto es esencial, ningún modelo de justicia social razonable puede ser alcanzado sino a través de los cauces del Estado de derecho. Del mismo modo, la democracia no es equivalente a una distribución equitativa de la riqueza; pero sólo mediante los poderes democráticos es posible distribuir la riqueza social sin graves injusticias ni derramamiento de sangre. En todo caso, el Estado de derecho propicia un amplio espacio para la reforma de las instituciones existentes y para la búsqueda de los proyectos sociales legítimos que se sostienen desde la pluralidad de la vida colectiva.

El Estado de derecho choca con los sistemas totalitarios y autoritarios, es decir, con los sistemas donde no existe control efectivo sobre el gobierno y los derechos elementales de los ciudadanos no son respetados. Su principio básico es que no toda legalidad es deseable, aunque sea efectiva. La historia ha registrado sistemas legales que no pueden ser considerados genuinos Estados de derecho. La legalidad establecida por el gobierno nazi (Nationalsozialstischen Rechsstaat), la legalidad del franquismo (las Leyes Fundamentales del Estado) y la legalidad de los países comunistas organizados política y jurídicamente a partir del supuesto de la supremacía del partido revolucionario son ejemplos de sistemas legales, todos ellos con buen funcionamiento y prolongada aplicación, que no podrían calificarse como Estados de derecho.

De manera similar, tampoco cumplen los requisitos de un Estado de derecho aquellos regímenes políticos en los que la legalidad tiene sólo una existencia protocolaria o su aplicación adolece de severas deficiencias. Aunque es prácticamente imposible encontrar un país en el que sea absoluto el divorcio entre el nivel formal de la ley --los textos legales-- y las instituciones y prácticas en que ésta se concreta, basta recurrir a la política comparada para comprobar que la vigencia del Estado de derecho supone la existencia de un umbral histórico de instituciones, prácticas, costumbres y cultura políticas por debajo del cual la defensa de una sociedad legal moderna es una demanda ciudadana todavía incumplida o un recurso retórico de los gobernantes, o bien ambas cosas, pero en ningún caso una experiencia social efectiva, sistemática y prolongada. Sin embargo, la existencia formal de la ley no es en sí misma un defecto, si por formalidad entendemos la regularidad, la certidumbre y la razonabilidad de su funcionamiento. Sí lo es cuando estas cualidades de la legalidad no se adecuan a las condiciones de su ejercicio práctico, es decir, a las condiciones efectivas de equidad y respeto a los derechos ciudadanos elementales. En este sentido, aunque la arquitectura de la legalidad alcance las cumbres del barroquismo en la letra de las Constituciones y los códigos, sólo será un castillo de arena si no expresa, regula y promueve relaciones de justicia efectiva.

Las sociedades contemporáneas plantean desafíos constantes al Estado de derecho. Por ejemplo, la presencia de grupos de gran poder político o económico cuya lucha por obtener beneficios podría desestabilizar el sistema social en su conjunto. Donde el Estado de derecho no existe o es muy débil, el poder político se convierte en un botín para estos grupos, pero donde la ley es suficientemente fuerte para controlarlos, se logra la conciliación de sus intereses.

Sólo la conciliación de intereses de esas organizaciones puede impedir, bajo condiciones pluralistas, que el Estado se convierta en botín de una magna agrupación social. Si esto sucediera, el Estado de derecho habría llegado de hecho entre nosotros a su fin. Pero si se alcanza una conciliación de intereses justa, es oportuno para todo gran grupo social el sostenimiento de la «función de árbitro» neutral del Estado de derecho.37

Nada ganamos con una reprobación moral de la existencia de los grandes grupos de poder. Lo que se impone hacer es limitarlos política y jurídicamente a los principios generales de la legalidad existente y, con ello, impedir que el poder económico de un grupo pueda traducirse en poder político y viceversa. De este modo, las prohibiciones del Estado de derecho sobre el ejercicio de un poder no legítimo fundamentarían la limitación de los grupos de poder a esferas separadas y, por ello, susceptibles de mayor control social.

La afirmación moderna del Estado de derecho ha consistido en la identificación de la estructura estatal con la legalidad (el llamado «iuscentrismo estatal»).38 Pero hay que reconocer que la acción estatal no sólo se desenvuelve en el terreno estricto de la legalidad: existen ámbitos de la acción estatal no regulados todavía por leyes o cuya fluidez y dinamismo rebasan frecuentemente los marcos legales. ¿Qué hacer en estos casos? Recordemos que no toda acción sin codificación legal atenta contra el Estado de derecho. Ciertamente, lo deseable es su reducción al mínimo; pero en el caso de que estas acciones se presenten (negociaciones políticas y sociales, decisiones corporativas, soluciones de coyuntura, decisiones por decreto que sólo pueden tomarse a partir de información privilegiada, seguridad nacional, espionaje, etc.), sus marcos generales, ya que no sus pasos particulares, deberán estar contemplados por la ley. En todo caso, ni unos ni otros deberán violentar los principios constitucionales del Estado de derecho. En estas situaciones excepcionales, la legalidad asegura, al menos, la posibilidad de una justificación legal de las decisiones tomadas y, en su caso, el posible fincamiento de responsabilidades a quienes, al decidir desde el poder, hubieran violado la ley.

Lo que en cualquier caso debe plantearse es que el Estado de derecho es una estructura más firme que rígida, y fundamental aunque limitada. En el marco de sociedades pluralistas y complejas, como las que caracterizan a nuestra época, la legalidad es sólo uno de los componentes de una sociedad bien ordenada. En estas sociedades pueden convivir una multiplicidad de doctrinas y visiones del mundo, de sistemas valorativos y normas morales y religiosas, de modelos de justicia social y opciones de distribución de la riqueza, de grupos políticos y organizaciones privadas. Lo único que puede exigirse a esta pluralidad es que coincida en su aceptación de ciertas normas legales fundamentales, que las use como mecanismo para su participación en los asuntos públicos y que las conserve como garantía de que las posiciones propias serán respetadas y legalmente tuteladas.39 Pero este consenso acerca de la estructura legal no tiene necesariamente que considerarse como un modus vivendi entre las partes que integran la pluralidad, es decir, como un acuerdo inmovilista de no agresión; también es posible --y seguramente más deseable-- concebirlo como un campo de diálogo, debate y enfrentamiento racional de los proyectos sociales enfocados a la reforma de las instituiciones existentes.

Como hemos dicho, un Estado de derecho es tal aunque reduzca su función a notas caracterizadas como «funciones negativas». Por ello, un Estado neoliberal sería de derecho si proviniese de mecanismos democráticos y ejerciese el poder según las leyes, aunque limitase la distribución de la riqueza, lo que no quiere decir que sea la versión más deseable y justa del Estado de derecho. Por ello, dentro del mismo consenso sobre la necesidad del Estado de derecho se abre una importante divergencia sobre las leyes e instituciones que, respetando la soberanía ciudadana y el gobierno de la ley, podrían desarrollarse en una sociedad determinada. En este sentido, el Estado de derecho no copa ni agota el espacio del debate y la competencia políticos, sino que les proporciona un horizonte civilizado, seguro y razonable. El Estado de derecho no concluye las discusiones y los diferendos civilizados entre ciudadanos y grupos políticos a propósito de la repartición de la riqueza, los valores de la vida pública, la cultura política o las prioridades de una gestión gubernamental; solamente establece un marco de certidumbre y una prohibición justa del uso de ciertos actos y disposiciones que deben normar esas discusiones. En suma, los adjetivos que se puedan agregar o eliminar al Estado de derecho («social», «neocorporativo», «neoliberal», etc.) dependen de la capacidad de demanda, presión y negociación políticas de los ciudadanos, los partidos y los grupos de poder.


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Sobre el autor

Jesús Rodríguez Zepeda realizó estudios de licenciatura, maestría y doctorado en filosofía política en la Universidad Nacional Autónoma de México. Actualmente es candidato a doctor en filosofía política por la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) de Madrid, España.

Labora como profesor titular en el Departamento de Filosofía de la Universidad Autónoma Metropolitana, plantel Iztapalapa (UAM-I), donde ha sido jefe del área de Investigación de Filosofía de las Ciencias Sociales. Ha sido profesor visitante en el Departamento de Filosofía y Filosofía Moral y Política de la UNED. Actualmente participa como corresponsable del proyecto de investigación «Teorías políticas del multiculturalismo» en el Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas de Madrid.

Ha publicado diversos artículos sobre filosofía política y política mexicana. En 1994 obtuvo mención honorífica en el curso «Carlos Pereyra» por el ensayo Estado de derecho, ¿para qué?

Es secretario de redacción de la Revista Internacional de Filosofía Política, publicada por la UNEDy la UAM-I en la editorial Anthropos.


  1. Cfr. Diccionario jurídico Espasa, Espasa, Madrid, 1993, p. 301.
  2. En este caso dejo de lado voluntariamente, por razones didácticas, la opinión de que sólo existe derecho en sociedades que han logrado definir una «regla de validez o de reconocimiento» a partir de la cual se justifica cada principio legal de una sociedad dada. Tal regla supondría la existencia de un sistema legal, judicativo y policial ausente en sociedades primitivas. Sobre esta cuestión, véase el texto clásico de H. L. A. Hart, The Concept of Law (1961), Clarendon Press, Oxford, 1994 (hay versión en español: El concepto de derecho, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1990).
  3. Norberto Bobbio, Nicola Matteucci y Gianfranco Pasquino (comps.), Diccionario de política, vol. 1, Siglo XXI, México, 1988, p. 453.
  4. Cfr. Platón, Las leyes, en Obras completas, Aguilar, Madrid, 1978; Aristóteles, La política, en Obras, Aguilar, Madrid, 1977.
  5. Pablo Lucas Verdú, Estado liberal de derecho y Estado social de derecho, Acta Salmanticensia, Salamanca, 1955, p. 8.
  6. Ésta es una larga discusión que ha marcado toda la historia del derecho y la política. Enunciada con claridad por Aristóteles, fue mantenida durante la Edad Media y fuertemente defendida por Kant en el siglo XVIII. En nuestra época, ha sido muy bien planteada por el filósofo italiano Norberto Bobbio. Cfr. N. Bobbio, «Gobierno de los hombres o gobierno de las leyes», en El futuro de la democracia, Plaza y Janés, Barcelona, 1985 (hay otra edición en español del FCE, México, 1986).
  7. Cfr. Nicolás Maquiavelo, El príncipe, Alianza, Madrid, 1980 (existen muchas otras ediciones en español de esta obra).
  8. Cfr. Thomas Hobbes, Leviatán, FCE, México, 1986. A este respecto es necesario atajar un posible malentendido. La laicización de la política en el Renacimiento y la Edad Moderna no consistió en una suerte de ateísmo militante, como sí llegó a suceder en la Ilustración francesa (siglo XVIII). Autores como Maquiavelo y Hobbes eran hombres de profunda fe religiosa. Simplemente, el problema era otro: intentar explicar el funcionamiento de la política sin tener que recurrir a las verdades de la fe. Aunque Hobbes en su obra hace continua referencia a un orden político deseado por Dios, la soberanía y la legitimidad políticas son explicadas sin referirse a la entidad divina. En esto consiste el paso de una interpretación «trascendental» de la política (que busca las razones de la política más allá de los hombres) a una interpretación «inmanente» (que busca las razones de la política en los hombres mismos).
  9. Cfr. José G. Merquior, Liberalismo viejo y nuevo, FCE, México, 1993, p. 41.
  10. Cfr. John Locke, Two Treatises of Government, ed. por Peter Laslett, Cambridge University Press, Cambridge, 1990 (hay versión en español bajo el título de Ensayo sobre el gobierno civil, Aguilar, Biblioteca de Iniciación Filosófica, Madrid, 1979).
  11. Cfr. C. B. Macpherson, The Political Theory of Possessive Individualism. Hobbes to Locke, Oxford University Press, Oxford, 1989 (hay versión en español con el título La teoría política del individualismo posesivo. De Hobbes a Locke, Fontanella, Barcelona, 1988).
  12. Juan Jacobo Rousseau, Du Contract Social; ou Principes de Droit Politique, en Écrits Politiques, Gallimard, Bibliothéque de la Pléiade, París, 1964, p. 360 (existen numerosas ediciones en español, siempre bajo el título de El contrato social).
  13. El pensamiento político de Kant puede encontrarse, en sus términos básicos, en las siguientes obras: La metafísica de las costumbres, Tecnos, Madrid, 1989; Teoría y práctica, Tecnos, Madrid, 1986; Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y otros escritos sobre filosofía de la historia, Tecnos, Madrid, 1987, y La paz perpetua, Tecnos, Madrid, 1985.
  14. Emmanuel Kant, La metafísica de las costumbres, op. cit., p. 17.
  15. Ibid., p. 141.
  16. E. Kant, Teoría y práctica, op. cit., p. 26.
  17. Cfr. Wilhelm von Humboldt, Los límites de la acción del Estado, Tecnos, Madrid, 1988.
  18. Cfr. Adam Smith, La riqueza de las naciones, FCE, México, 1988; John Stuart Mill, Sobre la libertad, Aguilar, Madrid, 1977.
  19. Cfr. David Miller, Janet Coleman, William Connolly y Alan Ryan (comps.), The Blackwell Encyclopaedia of Political Thought, Basil Blackwell, Oxford, 1987 (hay versión en español bajo el título Enciclopedia del pensamiento político, Alianza Diccionarios, Madrid, 1989).
  20. Esto, por supuesto, es una simplificación. Existe una corriente liberal heterodoxa que considera compatible una defensa de los valores liberales negativos con principios de intervención estatal para reducir la desigualdad y promover políticas sociales como educación y salud. Véanse, a este respecto, C. B. Macpherson, La democracia liberal y su época, Alianza Editorial, Madrid, 1988, y John Rawls, Teoría de la justicia, FCE, México, 1985. Sin embargo, en favor de la claridad de la exposición, aquí ofrecemos una definición esquemática de la doctrina liberal.
  21. Elías Díaz, Estado de derecho y sociedad democrática, Cuadernos para el Diálogo, Madrid, 1966, p. 18.
  22. Friedrich A. Hayek, Derecho, legislación y libertad, Unión Editorial, Madrid, 1985, p. 259.
  23. Las tesis positivistas clásicas están planteadas por juristas como Austin, Kelsen y Hart. Ellos coincidirían en que sólo tienen sentido jurídico (es decir, son principios generales y obligatorios) las normas explícitas del derecho codificado y negarían la dependencia intrínseca del derecho respecto de la moral, la ideología o la política.
  24. Cfr. Ronald Dworkin, Los derechos en serio, Ariel Derecho, Barcelona, 1989.
  25. Cfr. N. Bobbio, El futuro de la democracia, ed. cit., pp. 203-204.
  26. Manuel Aragón, Constitución y democracia, Tecnos, Madrid, 1989, p. 27.
  27. Carlos Santiago Nino, Derecho, moral y política. Una revisión de la teoría general del derecho, Ariel Derecho, Barcelona, 1994, p. 188.
  28. Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas, Declaración Universal de los Derechos Humanos, ONU, 1948.
  29. Cfr. Max Weber, Economía y sociedad, FCE, México, 1988.
  30. Enrique Serrano Gómez, Legitimidad y racionalización, Anthropos-UAM, Barcelona, 1994, p. 277.
  31. La idea de una «democracia cibernética» pretendería tal logro. Según sus postulados, si cada ciudadano tuviera a la mano una computadora conectada a una red colectiva, podría expresar su voto sobre cada cuestión política específica, con lo que los legisladores y parte de los gobernantes se harían innecesarios. Sin embargo, como jocosamente ha señalado el filósofo Javier Muguerza, esto sería equivalente a creer que el problema de la distribución de la riqueza empieza a solucionarse porque cada vez contamos con más cajeros automáticos.
  32. Ralf Dahrendorf, El nuevo liberalismo, Red Editorial Iberoamericana, México, 1993, p. 21.
  33. Cfr. Alexis de Tocqueville, La democracia en América, FCE, México, 1978.
  34. Cfr. Ernesto Garzón Valdés, Derecho y filosofía, Alfa, Barcelona y Caracas, 1985, p. 25.
  35. Cfr. Javier Muguerza et al., El fundamento de los derechos humanos, Debate, Madrid, 1989, pp. 43-50.
  36. Algunos autores, como hemos visto, han defendido los derechos humanos llamándolos «derechos naturales»; pero nada se gana con esto si tales derechos no son concretados en las leyes y la práctica cotidiana. Tal vez sería mejor aceptar que los derechos llamados humanos o naturales son demandas ideológicas o políticas que dependen de una gran lucha para su implantación. Vistos así, los derechos humanos son aún más dignos de reconocimiento, pues tienen tras de sí largas y dolorosas luchas de hombres y mujeres por su realización, luchas que, por lo demás, nunca han tenido garantizado un final satisfactorio.
  37. Werner Becker, La libertad que queremos: la decisión para la democracia liberal, FCE, México, 1990, p. 164.
  38. Cfr. Manuel García-Pelayo, Las transformaciones del Estado moderno, Alianza Universidad, Madrid, 1987, pp. 52-56.
  39. Estas idea del consenso de la pluralidad alrededor de una estructura constitucional caracteriza una de las propuestas más novedosas en el pensamiento político actual. Cfr. John Rawls, Political Liberalism, Columbia University Press, Nueva York, 1993 (hay versión en español: Liberalismo político, FCE, México, 1996).