MARCELO CAVAROZZI

Colección Temas de la Democracia

Serie Conferencias Magistrales

 

Presentación

Consolidación democrática y orden político en América Latina después del ajuste económico

Sobre el autor


Presentación 

El estudio de las recientes transiciones democráti- cas en América Latina provee de un marco de referencia indispensable para la reflexión en torno de cada una de las cuestiones particulares de la política contemporánea en la región. En su conferencia magistral Consolidación democrática y orden político en América Latina después del ajuste económico, que tuvo lugar el 25 de noviembre de 1997 en el auditorio del Instituto Federal Electoral, Marcelo Cavarozzi aporta una visión general y una serie de elementos teóricos relevantes para la comprensión de dichos procesos.

El autor presenta una revisión de los cambios políticos, económicos y sociales que se iniciaron en la década de los ochenta, partiendo de un estudio de la situación que prevalecía desde el periodo de entreguerras. El autor señala que durante los años treinta se estableció en América Latina (aunque con las peculiaridades propias de cada país) un modelo de conducción económico-política "de matriz estadocéntrica", cuyos elementos definitorios son una ampliación de la participación política, una extensión en la esfera de acción del Estado y un discurso centrado en el desarrollo nacional, más que en la democracia liberal que, sin embargo, también estaba presente. Ello se dio en un contexto internacional de reajuste de los liderazgos económicos y de creación de nuevos modelos políticos.

Este modelo se agotó, en lo económico, durante los años ochenta, debido a las crisis y los déficits fiscales en el ámbito interno, y a la agudización de los desequilibrios en las balanzas de pagos y las crisis de la deuda externa. En lo político, el proceso implicó el retorno a la democracia en países como Perú, Bolivia, Argentina, Uruguay, Brasil y, más tardíamente, Chile, pero también la ampliación de la democracia formal en otros países. Cavarozzi señala que este doble proceso arrojó resultados paradójicos.

Por ejemplo, comenzó a emerger como fuerza dominante la democracia política y, sin embargo, al mismo tiempo, a debilitarse como consecuencia de los ajustes económicos. Ello se explica por la pérdida de la importancia de los mercados formales de trabajo —"el trabajo mismo empieza a ser cuestionado como forma de organización social"—, por la reducción del papel del Estado y de los servicios sociales que presta y por el debilitamiento de las identidades sociales tradicionales. En otras palabras, se dio un proceso de desintegración social y cultural de las sociedades latinoamericanas. A ello habría que agregar, según considera el autor, una desubicación de las clases políticas y una desorientación en las ciencias sociales, es decir, en las herramientas de análisis, para ajustarse a las nuevas circunstancias.

Otro fenómeno importante que se presentó en este periodo fue lo que Cavarozzi describe como un "espejismo de la democracia": la creencia generalizada en la población de que la democracia podría resolver todas las dificultades políticas y económicas y que, en realidad, no consiguió sino velar la crisis, lo que a su vez redundó en una pérdida de credibilidad en el sistema político en general, en comportamientos individualistas, en un desprestigio del sistema de partidos y en un "capitalismo de saqueo" (particularmente en el terreno financiero). Es decir, la democracia se vació de contenido y prevaleció un discurso antipolítico y no participativo. De ahí que surgieran los "hiperpresidentes" —Fujimori y Alfonsín, por ejemplo— de Estados muy adelgazados e ineficientes en términos de los enormes problemas sociales que debían enfrentar.

Finalmente, hacia la segunda mitad de la presente década, el malestar político generó, según Cavarozzi, una "resurrección de la izquierda política", que anuncia un momento en que reaparece la política como un mecanismo capaz de incidir en el manejo de la realidad social. El autor concluye señalando los tres elementos que considera fundamentales para el desarrollo de este nuevo proceso: la recuperación del sentido de la democracia (de su contenido, del cual puede esperarse, citando a Pizzorno, "cuestionar la desigualdad a partir de la igualdad"), la reforma del Estado (es decir, una redefinición de su capacidad de conducción social) y el refuerzo de la sociedad civil (si bien advierte que en este tema es necesario evitar un "encantamiento" acrítico con la acción civil que puede, en momentos de crisis como el de la ex Yugoslavia, llegar a asumir formas no democráticas). En su opinión, la política en Latinoamérica puede recuperar su papel en la sociedad a condición de que, por un lado, refuerce su apego a la legalidad pero, por el otro, sea lo suficientemente flexible para tratar de lograr y mantener un equilibrio —necesariamente inestable— entre esos tres elementos.

El Instituto Federal Electoral presenta el número siete de la Serie "Conferencias Magistrales" con el propósito de contribuir a la reflexión sobre los temas que en la actualidad resultan de particular interés para la comprensión de los sistemas democráticos.

Instituto Federal Electoral


Consolidación democrática y orden político en América Latina después del ajuste económico

 A partir de la década de los ochenta se han superpuesto en América Latina dos procesos, y creo que es importante distinguirlos: la consolidación democrática y el orden político, a los que aludo en el título de la conferencia.

El primero de estos procesos, la transición a las democracias que comenzó en la década de los ochenta en América del Sur, tuvo quizá su primer hito en el fin

del gobierno militar peruano en 1980. Se trata precisamente de la salida de regímenes autoritarios de diferente estilo y su transformación en regímenes democráticos.

El segundo proceso que también ha afectado al conjunto de América Latina —y, como vamos a ver, en realidad comenzó unos años antes de la década de los ochenta— es lo que yo caracterizo como el agotamiento del modelo de intervencionismo económico y de formas estatistas de hacer política, que además se combinó con la paralela emergencia de un nuevo modelo cuyas características definitivas todavía no están del todo claras. Algunos autores, como Norbert Lechner, lo han denominado "modelo de sociedad de mercado"; yo lo he llamado en varios textos "matriz estadocéntrica". El proceso de democratización ha implicado avances de carácter histórico en nuestro continente: ha contribuido a la desarticulación y deslegitimación de los mecanismos autoritarios y los regímenes políticos en los cuales estos mecanismos autoritarios se encarnaban.

El sociólogo chileno Manuel Antonio Garretón, en un reciente texto, ha señalado que en la América Latina contemporánea se pueden distinguir al menos tres tipos de regímenes no democráticos que, a su vez, dieron origen a procesos de cambio político diferentes. Por un lado, se encuentran las dictaduras militares, típicas sobre todo en América del Sur, que se vincularon a lo que estrictamente Garretón caracterizó como los procesos de transición a la democracia. Un segundo tipo de regímenes no democráticos es el que se podría llamar de "regímenes sultanísticos", prevalecientes sobre todo en América Central, cuyas salidas del autoritarismo dieron origen, según este autor, a un proceso de fundación de democracias. Y, finalmente, hay un tercer tipo, en el que Garretón incluye a Colombia y a México, englobados en la categoría de autoritarismos con participación y cuya democratización caracteriza como extensión de la democracia. Entonces, el primer punto a enfatizar es que, efectivamente, en los últimos años —y por supuesto con diferentes itinerarios y diferentes ritmos— muchos países de América Latina han avanzado por este proceso de democratización, que ha tenido rasgos extraordinariamente positivos.

Sin embargo —y éste es quizás el primer tema que quiero desarrollar más sustancialmente en la exposición—, la democratización y su coexistencia con el proceso de agotamiento de las formas estatistas de la economía y la política, y la vinculación entre estos dos procesos, han tenido también efectos y consecuencias muy problemáticas y muy contradictorias. Aquí vale la pena subrayar dos de estos efectos. En primer lugar, y esto especialmente ya ha ocurrido en varios países de América del Sur, la democracia ha sido utilizada como una plataforma para promover y justificar la apatía política, la retracción política, y también la exclusión de la palabra, vinculada, sobre todo, a la extensión de las formas y los estilos de comunicación mediática. En segundo lugar, el proceso de agotamiento del intervencionismo ha producido fenómenos de desintegración social y de desordenamiento de los modos clásicos de hacer política, que han erosionado gravemente la capacidad del Estado. Se han debilitado mecanismos del Estado que le permitían defender y garantizar los derechos básicos de los ciudadanos, especialmente de los sectores populares, y también mantener el orden, controlando la seguridad pública, sobre la base del monopolio de la violencia e impartición de justicia.

El segundo punto a tratar es ya un análisis, una descripción, de las etapas más recientes de los cambios políticos en América Latina. Entonces, los dos temas que sustantivamente voy a desarrollar van a ser, por un lado, la coexistencia de la democratización y el debilitamiento de las formas económicas y políticas del modo estatista y, por otro, las etapas recientes de las transformaciones políticas en América Latina.

Para desarrollar mínimamente el primer tema, quizás haría falta señalar brevemente cuáles fueron los rasgos básicos de lo que yo llamo la matriz estadocéntrica. Aquí me parece oportuno señalar tres elementos básicos de la misma, que tuvieron vigencia en nuestros países desde el periodo de entreguerras hasta la década de los ochenta.

El primero consiste en que, con esta matriz, con este modo de hacer política y de hacer economía, se amplió la participación política, que es otra manera de decir que la política de masas reemplazó a los regímenes oligárquicos. Esto se dio a través de diferentes tipos de mecanismos y procesos. En algunos casos, como México y Bolivia, con procesos revolucionarios; en otros, a través de la implantación de sistemas partidarios amplios; y en otros, también, con los desarrollos de formas de dominación carismática. Es decir, que el primer rasgo de esta matriz estadocéntrica es la ampliación de la participación política.

El segundo elemento es la expansión de las arenas públicas. ¿Qué quiere decir esto? Que durante la etapa estadocéntrica se dio una serie de procesos a nivel de la economía que ampliaron la esfera de intervención y de acción del Estado. Específicamente se pueden mencionar dos componentes de este proceso de expansión de las arenas públicas: por un lado, el hecho de que los países de América Latina se volvieron más autárquicos, más autónomos, en función de su vinculación también con la aparición de ideologías y propuestas económicas nacionalistas. Por otra parte —y esta distinción es necesaria porque el primer componente obviamente se refiere a la relación con el exterior, y el segundo más bien al manejo interno—, se expandió el manejo político de los procesos económicos fundamentales. Para decirlo muy sintéticamente, esta expansión de las arenas públicas implicó, en el campo de los procesos económicos, que el mercado fue reemplazado por la política.

El tercer elemento de esta matriz es lo que yo llamaría la vigencia de una metáfora del desarrollo nacional. Ocurrió con diferentes matices nacionales porque, por supuesto, cobró diferentes ropajes, diferentes atributos simbólicos, dependiendo de la historia política en que esa metáfora se desarrollaba. Sin embargo, en México, Chile y Argentina, uno de los elementos básicos de la matriz estadocéntrica fue la vigencia de esta metáfora del desarrollo nacional.

Y vale la pena enfatizar la vigencia de esta metáfora del desarrollo nacional, porque en todos los casos —quizá la única excepción parcial fue el caso uruguayo— cobró mayor centralidad que la metáfora de la democracia liberal. Este hecho no significó que la democracia liberal, en sus principios, fuera totalmente abolida pero, en el sentido de ponerlas un poco en la balanza de la escena política, la metáfora del desarrollo nacional fue más importante como aglutinador de la política que la metáfora de la democracia liberal. Una consecuencia importante de esta preeminencia fue que los mecanismos de control político, especialmente en los sectores populares, se expandieron en paralelo a la ampliación de la participación a la cual hice referencia. Desarrollo nacional, entonces, implicó que participación y control fueran de alguna manera elementos bastante simétricos de la fórmula política de esta matriz estadocéntrica.

Este proceso de expansión, de construcción de este modelo estadocéntrico, se comenzó a desplegar en el periodo de entreguerras, es decir, desde 1918 o, más bien, desde la década de 1910 hasta fines de los años treinta. Y este periodo —me interesa también marcar esto— se caracterizó por lo que podría llamarse una especie de "vacío" económico internacional, en el sentido de que durante esos años se desmoronaron los elementos básicos del orden que había prevalecido hacia fin de siglo. Me refiero, por ejemplo, al patrón oro y a lo que algunos historiadores han llamado el imperio informal británico. En la medida en que tales elementos se vinieron abajo y no fueron reemplazados inmediatamente por principios alternativos, se creó este vacío internacional. Al mismo tiempo, desde la perspectiva de la economía, el vacío fue acompañado por una enorme constructividad de la política. Es decir, este es un periodo en el cual aparecen el socialismo, el comunismo ya como propuesta política encarnada en regímenes, el fascismo y la socialdemocracia, sobre todo en algunos países del norte de Europa.

Un punto importante en este sentido es que los regímenes latinoamericanos de matriz estadocéntrica se alimentaron de estas propuestas, de estas ideologías políticas que coexistían en el mundo, sobre todo en Europa. Tomaron elementos del socialismo, del fascismo, de la socialdemocracia, pero nunca llegaron a reproducir o a copiar exactamente ninguna de esas fórmulas; combinaron elementos de éstas, incluso en casos en los que alguno de los protagonistas, alguno de los dirigentes políticos quiso reproducir exactamente principios de algunas de esas fórmulas y no llegó a hacerlo. Un ejemplo es el caso de Brasil, cuya Constitución de 1937, que se llamó el "Estado Novo", reprodujo exactamente algunos principios de la Italia fascista y, sin embargo, no podríamos decir para nada que Brasil fue fascista.

Lo que quiero enfatizar, entonces, es que esta combinación de un vacío desde el punto de vista de la economía internacional y una enorme constructividad de la política abrió un resquicio, es decir, entreabrió la puerta para articular propuestas novedosas en estos países semiperiféricos de América Latina. Esta puerta entornada durante el periodo de entreguerras, sin embargo, no fue cruzada por todos los países de América Latina. Sólo cuatro o cinco se organizaron en torno a esta combinación de vacío económico e invención política. Concretamente fueron México, Brasil, Argentina, Chile y Uruguay.

Me parece importante marcar esta especie de oportunidad que existió durante el periodo de entreguerras porque el resquicio se empezó a cerrar en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial. Es decir, a partir de entonces vuelve a entretejerse un orden económico internacional a través de una serie de mecanismos novedosos. Éstos fueron muy importantes para América Latina porque, de alguna manera, enmarcaron la posición que ocuparían los países a los cuales hice referencia y además les permitió alcanzar un enorme dinamismo económico y social.

¿Cuáles fueron los elementos básicos de este nuevo orden internacional que se estructura a partir de fines de la Segunda Guerra Mundial y que de alguna manera, como decía, cierra esa hendidura que se había dado en las décadas anteriores? Me parece importante señalar cuatro, decisivos para los desarrollos internos de los países de América Latina.

En primer lugar se reorganiza, se reconstruye, el mercado internacional de capitales, que había estado bastante desorganizado durante el periodo de entreguerras. Por supuesto, esta reorganización tuvo que ver, por un lado, con la emergencia de dos instituciones que son todavía muy importantes: el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Por otro lado, se da el predominio y la internacionalización de empresas industriales que provenían de los países centrales del mundo occidental. Se trata de la reconstrucción normada del mercado de capitales.

El segundo elemento es la creación de una red de Estados-nación occidentales, por supuesto, como todos sabemos, bajo la hegemonía militar, económica y política de uno de esos países, es decir, Estados Unidos. Aquí el punto que quiero marcar es que hubo algunos países que integraban esa red que no fueron propiamente occidentales —el caso más típico obviamente es Japón, del cual se ha hablado tanto, hoy y ayer. Esta red de Estados-nación occidentales se puede caracterizar por la fórmula que nos dio un colega alemán (Hoffet) que sintetizó brillantemente las características de la fórmula predominante en nuestros países en dos elementos: la prevalencia del Estado de bienestar y la construcción y consolidación de democracias liberales con sistemas de partidos pluralistas. Es importante subrayar que esta fórmula de Estado de bienestar y democracia política con sistemas de partidos no fue exportada a América Latina. Lo que sí apareció muy fuertemente en estos países fueron los Estados de bienestar, por supuesto mucho más modestos que los de Europa Occidental o América del Norte, pero de gran importancia.

El tercer elemento de ese orden internacional que todos conocemos fue la competencia de esta red de naciones occidentales y sus semiperiferias con el bloque soviético, que tuvo un carácter ideológico y militar al mismo tiempo.

Y en este marco se dio el cuarto elemento: la inserción de América Latina. Esta inserción fue marginal y tuvo componentes al mismo tiempo autónomos y de subordinación, al compás de dos procesos económicos y políticos de enorme importancia, que son otra manera de referirse a esa matriz estadocéntrica: el despliegue del proceso de industrialización sustitutiva de importaciones y la expansión de los roles del Estado desarrollista.

Este contexto, en el cual desde el punto de vista de América Latina coexistieron las instituciones de Bretton Woods (es decir, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, la Guerra Fría) y el modelo de la cepal, Comisión Económica para América Latina —que sin duda tuvo mucha importancia para la región—, se vino abajo completamente. El proceso de desplome de este modelo no fue instantáneo; tomó, yo diría, dos décadas. Comenzó a principios de la década de los setenta, y ahí pueden señalarse dos elementos fundamentales. Primero, la flotación del oro, que implicó que el dólar dejara de ser el referente normativo típico del mercado internacional de capitales, en la manera en que lo había sido hasta ese momento, es decir, vinculado a un valor específico de la relación dólar-oro. En segundo lugar, las crisis petroleras, que desarticularon el funcionamiento del mercado de capitales y transformaron totalmente los mecanismos financieros. Durante la década de los ochenta y principios de los noventa se dieron los elementos más traumáticos, más dramáticos desde el punto de vista político, que fueron, finalmente, la caída del muro de Berlín y la desaparición física y política de la urss como entidad multinacional.

La caída de este modelo interno se vinculó de una manera bastante clara con un contexto internacional que también se había reconstruido durante esos años y dejó a América Latina en el aire —expresión un poco exagerada pero que me gustaría utilizar. Ello, independientemente de que la década de los setenta, en muchos casos, fue de mucho dinamismo económico, mientras que la siguiente, con alguna excepción como la de Colombia, fue caracterizada como una década perdida porque marcó el retroceso de los indicadores macroeconómicos. Mi comentario, en este sentido, consistiría en señalar que durante los setenta y los ochenta América Latina, y especialmente los países mencionados, quedaron "en el aire".

Durante ese periodo se dieron precisamente una serie de fenómenos decisivos y, en algún sentido, paradójicos. Me parece necesario marcar uno que ha tenido enormes repercusiones para toda América Latina, que es lo que yo llamaría la inversión ideológica norteamericana. Con uno de los exponentes —como todos sabemos— del ala más dura del Partido Republicano de Estados Unidos, Ronald Reagan, en la década de los ochenta se produce una transformación que nadie había podido predecir y de gran relevancia para la región. Los sectores conservadores que habían apoyado desde los años cincuenta a los regímenes autoritarios más duros, que habían inventado a los Somozas y a los Trujillos en América Central y en el Caribe, que habían contribuido a la instrumentación de golpes militares como el de Arbenz en 1954 en Guatemala, hasta el caso trágico de la caída de la Unidad Popular en Chile en 1973, esos defensores del autoritarismo se convirtieron, en pocos años, en paladines de la democracia. Y empezaron a redefinir su lucha en contra del nacionalismo y el socialismo en América Latina en función de esa inversión ideológica. Esto es importante porque lo voy a retomar más adelante al hablar de lo que pasa con la democracia en América Latina durante esos mismos años.

Un punto en el que quiero insistir, sin embargo, es que el desplome de este modelo estadocéntrico que se desarrolló principalmente en cinco países no tuvo la misma secuencia en todos los casos. Comenzó en el Cono Sur y terminó por darse en Brasil y en México. Y el hecho de que comenzara ahí, sobre todo en Chile, en Argentina y en alguna medida también en Uruguay, y que tardara una década en desplegarse en México y en Brasil, tuvo dos razones muy claras. La primera es que, si bien los niveles de participación se habían ampliado en todos los casos, fue especialmente en Chile y Argentina donde erosionaron más gravemente y más tempranamente los mecanismos de control político. Por ello, la tendencia a la explosividad de la fórmula fue más alta en el Cono Sur. La segunda causa fue que en estos países, desde la década de los cincuenta, el dinamismo económico había sido mucho menor que en México y en Brasil, por lo cual la conflictividad distributiva también fue mayor. Es por eso que se dieron los trágicos golpes militares de Chile, Argentina y Uruguay, cuyas dictaduras coexistieron durante la década de los setenta y principios de los años ochenta con los regímenes de Brasil y de México, que seguían enarbolando los principios de la fórmula anterior: la metáfora del desarrollo nacional y el intervencionismo del Estado.

Hay dos elementos más que me gustaría señalar en este proceso explosivo de derrumbe de la fórmula estadocéntrica, porque de algún modo siguen existiendo en la escena política de todos nuestros países. Por un lado, al derrumbarse la fórmula estadocéntrica lo que se destruyó fue una serie de mecanismos de negociación, de recursos tanto simbólicos como materiales y culturales, que habían promovido y facilitado la integración social durante la etapa estadocéntrica. Hay que reconocer que esos mecanismos operaban con dos costos muy altos, los cuales iban a ser precisamente los que explicarían su agotamiento y derrumbe. Me refiero a los altos niveles de conflictividad y a la baja capacidad de institucionalización política. Entonces, se podría utilizar la metáfora para caracterizar el proceso de estallido de estos mecanismos como un fenómeno de inflación simbólica, porque de alguna manera hacía alusión a esta característica muy contradictoria de los mecanismos ideológicos y políticos de esa etapa.

Junto con la inflación simbólica se dio la inflación real, que se acentuó en América Latina —aunque venía ya manifestándose desde los años cuarenta— a partir de la década de los setenta, y esto no es casual. No fue que, de repente, los funcionarios económicos de América Latina se volvieran menos inteligentes o menos capaces, sino que el estallido de la inflación respondió a un fenómeno de quiebre de pactos, de negociación de pactos implícitos, de negociación política, que de alguna manera regulaba la distribución de costos y beneficios entre los diferentes actores sociales, con la característica de que, efectivamente, ésta fue una etapa de ampliación de la participación económica y social. Pero, al mismo tiempo, así como se podía señalar un efecto o una característica negativa desde el punto de vista ideológico, también este modelo tuvo un importante costo en lo relativo a su funcionamiento económico, que ha sido señalado por los neoliberales, es decir, la tendencia a privatizar los beneficios y a descargar los costos en el Estado, a través de diferentes tipos de mecanismos. Por cierto, estos mecanismos no eran igualitarios y simétricos, no todos ganaban y perdían en iguales proporciones. Fue un proceso extraordinariamente asimétrico y muchos de los países de América Latina durante el periodo estadocéntrico, a pesar de incrementar los niveles de participación, de expandirse las arenas públicas, al mismo tiempo incrementaron las desigualdades económicas y sociales. Sin embargo, me parece importante remarcar que esto tuvo también un elemento positivo. Hay un economista sudamericano que en un documento de la cepal consideró a este mecanismo bastante peculiar de la economía latinoamericana como un pacto fiscal perverso que, por un lado, creaba desigualdades pero, por otro, estaba condenado a explotar porque, evidentemente, se agotaba en la medida en que los que perdían se iban dando cuenta e iban inventando reacciones y conductas para cubrirse. Cuando al final todos aprendieron que no había que cargarle todo al Estado y tratar de privatizar los beneficios, obviamente la fórmula estalló porque no podía sostenerse precisamente por la ampliación del déficit fiscal.

Con esto quiero terminar el primer tema, no sin anotar que un rasgo fundamental de la fórmula política de la matriz estadocéntrica ha sido bien conceptualizado por un antropólogo brasileño, Roberto Damatta, quien para describir a Brasil —aunque creo que esta descripción también vale para los otros países de América Latina a los que hice referencia— utiliza el concepto de "sociedad relacional". Ello significa, según este autor, la coexistencia de códigos culturales, y yo agregaría políticos, múltiples y no necesariamente integrables, que se equilibran temporalmente, se mantienen, rozan, crean fricciones, pero con una característica fundamental: no se subordinan legítimamente a un único principio.

¿Cuáles fueron estos códigos en estos casos? Me gustaría marcar cuatro, porque estuvieron vinculados a diferentes principios de representación política y, por supuesto, estuvieron asociados a la preeminencia de diferentes agentes o actores políticos. Por un lado, el principio del nacionalismo autoritario o "código del nacionalismo autoritario" al cual se asociaron, desde luego, diferentes actores políticos (entre otros, los militares y los partidos hegemónicos) y que tenía como rasgo fundamental la unidad y la eliminación del conflicto. Un segundo principio fue el del pueblo. La idea del pueblo estuvo asociada tradicionalmente en América Latina a la idea del presidente plebiscitario, que representa a todos y que está, de algún modo, por encima de los intereses de los sectores. Un tercer principio es el que otro brasileño, Wanderley Guilherme, llamaba de la ciudadanía regulada, esto es, la que se organiza no en torno a valores políticos sino en torno a la estratificación económica. Obviamente, es lo que tradicionalmente hemos caracterizado como corporativismo, es decir, la vigencia de principios de representación vinculados a organizaciones sectoriales. Y, finalmente, apareció también la democracia liberal, mezclada, por cierto, con diferentes formas de clientelismo político, como una de las maneras de representación política. De algún modo, los agentes políticos clásicamente asociados a la democracia liberal fueron, por supuesto, los partidos políticos o, en algunos casos, simplemente clases políticas que no se organizaban tanto en torno a partidos, como ocurrió en Brasil.

En este sentido, la característica fundamental de esta fórmula política de la matriz estadocéntrica fue que estos principios de representación política y de estructuración de agentes políticos, nacionalismo autoritario, pueblo, ciudadanía regulada y ciudadanía liberal o democracia, coexistieron sin que ninguno de ellos se impusiera al otro. Por supuesto que en cada caso nacional la mezcla fue completamente diferente. Por ejemplo, en Uruguay el principio de la democracia liberal fue bastante fuerte y sobrevivió hasta la década de los setenta. En otros casos —como Argentina y México— el nacionalismo autoritario fue muy fuerte, aunque mezclado de manera muy peculiar y diferente con los principios del pueblo y la ciudadanía regulada.

¿Cuál es la conclusión más importante que quiero sacar de este primer tema? Que el resultado de la caída, del derrumbe, de la implosión de esta fórmula política y económica que yo llamo matriz estadocéntrica, fue paradójico. Esto significa, por un lado, que en estos códigos —ciudadanía regulada, pueblo, nacionalismo autoritario, ciudadanía liberal, democracia— emerge uno como el principio triunfante. Por supuesto que todavía no ha terminado de imponerse en algunos casos, pero claramente es el principio de la democracia política el que domina, y ha sido menos cuestionado de lo que estuvo 20, 30 o 50 años atrás.

Al mismo tiempo que se impone, el principio de la ciudadanía política se debilita. Y ésta es, creo, una paradoja fundamental de la política contemporánea latinoamericana. Se ha debilitado porque han pasado tres o cuatro cosas en paralelo a la extensión y al triunfo de la democracia política. Primero, en forma simultánea a la mayor vigencia de la democracia política, se ha intensificado la desintegración social y cultural de nuestras sociedades, de lo cual podemos encontrar elementos e indicadores muy claros. Por un lado, se ha reducido la importancia de los mercados formales de trabajo, al punto incluso —siguiendo lo que han señalado algunos europeos— en que uno podría decir que se está llegando a sociedades en que el trabajo mismo empieza a ser cuestionado como forma de organización social. Pero lo que es claro en América Latina es que hemos pasado de economías bastante formalizadas —en las cuales por supuesto había muchos espacios informales— a economías mucho más informalizadas. Esto ha contribuido a la desintegración social. Segundo, se han deteriorado los servicios sociales prestados por el Estado. Tercero, se han debilitado las modalidades tradicionales de asociación de nuestras sociedades. Y, en vinculación con esto, se han debilitado las identidades sociales clásicas del periodo estadocéntrico, por ejemplo, las clases sociales. Por tanto, el primer gran proceso que ha contribuido a debilitar la democracia política, al mismo tiempo que triunfa, es el de la desintegración social, vinculado claramente a la expansión de la sociedad de mercado.

La segunda es un fenómeno que yo diría que, por suerte, en América Latina no tiene tanta virulencia como en otras regiones del mundo, que es una enorme desubicación de las clases políticas. Tanto en América Latina como en Europa Central y Oriental o en el mundo balcánico se ha dado un proceso de ritualización de ciertas prácticas políticas que estaban vinculadas con la fórmula anterior. Muchos políticos siguen actuando, a veces con mucho éxito en el corto plazo, como si el modelo anterior siguiera funcionando, como si se pudiera hacer clientelismo de la misma manera en que se hacía treinta años atrás, como si se pudiera controlar a los diferentes actores sociales, a los diferentes ciudadanos, igual que antes, con diferentes mecanismos. Ello implica un fenómeno de desubicación de la clase política. Por supuesto, es más grave en algunos casos que en otros. Sin embargo, afortunadamente en América Latina no se han dado los fundamentalismos, y creo que éste es un rasgo esencial, positivo, de la democratización, en la que, si bien han surgido reivindicaciones étnicas, religiosas o culturales, de ninguna manera han tenido la violencia, por ejemplo, que presentan en la ex Yugoslavia.

Un tercer fenómeno que considero bastante importante, y que creo nos afecta, es que junto a un proceso de desintegración social y a uno de desubicación de la clase política, se ha dado también una descolocación de la teoría, de la ciencia social. Y, por cierto, éste no es un rasgo que se pueda atribuir sólo a los científicos sociales y politólogos latinoamericanos. También ha pasado claramente en Europa, porque todavía no se han desarrollado los conceptos, los instrumentos teóricos, las herramientas conceptuales que puedan explicar el sentido de esta nueva situación.

El segundo tema que quiero desarrollar tiene que ver con algunos elementos totalmente dispersos, asistemáticos, que de alguna manera apuntan a un doble objetivo: por un lado, tratar de caracterizar los procesos políticos más recientes, es decir, los que se dan en América Latina a partir de la década de los ochenta. El segundo objetivo de este segundo tema es, precisamente, señalar algunos elementos que contribuirían —desde mi propia posición— a entender mejor a estas sociedades que están en una fase de enorme velocidad de cambio. Al mismo tiempo, abordaré lo que de alguna manera sería la segunda parte del título de la conferencia, dedicada a los procesos de consolidación democrática y de construcción de orden político en la etapa que sigue al ajuste.

Precisaré enseguida el antes, el durante y el después del ajuste. Por supuesto que hacer referencia al ajuste económico, esto es, a la solución de los dos desequilibrios básicos de las economías latinoamericanas, no implica decir que me voy a centrar en la economía. ¿Cuáles fueron esos dos desequilibrios básicos? Todos los conocemos. Por un lado, el desajuste interno, las crisis y los déficits fiscales. Por otro, los desajustes externos, la exacerbación de los problemas de balanza de pagos, que se empiezan a intensificar con diferentes características, pero en casi todos los casos en América Latina, a partir de principios de la década de los setenta. Entonces, la propuesta del ajuste desde el punto de vista de la economía implicó resolver estos dos hiatos, como los llamaban los economistas. Sin embargo, no me quiero referir a los procesos económicos sino a los procesos y tendencias políticas que acompañaron a estos momentos del ajuste. Voy a destacar tres momentos: el preajuste, el ajuste y el postajuste; éste último es el que, creo, estamos transitando desde el importante acontecimiento mexicano de la crisis de diciembre de 1994.

Durante la década del los setenta, pero sobre todo durante la primera mitad de los años ochenta, junto con el impacto que tuvo la deuda externa en nuestros países se agudizó la crisis estadocéntrica del modelo intervencionista económico y político. En ese momento se dio una sincronía bastante rara en América del Sur, en la que esta agudización de la crisis del Estado —entendiendo por Estado, entonces, no sólo una matriz económica sino también una matriz política— y la agudización de los problemas del desajuste coincidieron con cierto retorno a la democracia, que se fue dando sucesivamente a partir de la transición en Perú en 1980. Bolivia en 1982, Argentina en 1983, Uruguay y Brasil en 1985, fueron algunos de los países más importantes de este proceso. Un dato fundamental, aunque no me extenderé en ello, es que la transición en Chile se demoró hasta 1989 y 1990 y tuvo que ver, por supuesto, con la fuerza que adquirió el régimen militar autoritario de ese país.

Esta coincidencia, pues, de agudización de la crisis y de transición a la democracia, produjo lo que yo llamaría un fenómeno de espejismo de la democracia, una especie de encantamiento que significó, básicamente, que la democracia en América del Sur, en esa etapa, no fue simplemente vista como la contracara del autoritarismo y como el mecanismo privilegiado para revertir los excesos y las arbitrariedades de los regímenes autoritarios, sino que se vio, por un breve periodo, como instrumento ideal para la solución de todos los males sociales, los que tenían que ver precisamente con la crisis económica y social que se vivía en ese momento en América Latina.

Creo que en ese sentido, un ejemplo paradigmático de este espejismo fue protagonizado por el primer presidente democráticamente electo en Argentina, Raúl Alfonsín. En 1983, cuando estaba desarrollando su exitosa campaña electoral, el lema principal de todos los discursos de Alfonsín fue: "Con la democracia se come, con la democracia se educa, con la democracia se vive dignamente," es decir, todos los temas que estaban pendientes en ese momento, y desde décadas atrás, tanto en Argentina como en muchos países de América Latina. Por supuesto que el pueblo argentino, el de Bolivia, el de Perú y el de Brasil, que también escucharon mensajes parecidos, pronto se dieron cuenta de que con la democracia no se lograba todo; de que, en vez de contribuir a mejorar la situación —no necesariamente la democracia empeoraba la situación— no siempre tenía los instrumentos para impedir que las cosas continuaran empeorando.

Siguiendo esta línea, yo diría que la democracia veló la crisis, porque durante dos, tres o cuatro años, según el país (en algunos casos fue más rápido, en otros menos), en la medida en que se produjo este fenómeno de encantamiento colectivo —que fue, por supuesto, compartido por las clases, por las élites políticas y por el grueso de las poblaciones—, la democracia contribuyó a ocultar este fenómeno de desorganización que estaba dándose en estos países.

¿Qué pasó cuando el velo se corrió? En Bolivia en 1984, en Perú y Brasil en 1986 y 1987, y en Argentina en 1987, cuando se pudo constatar que la democracia no resolvía las cosas como se había dicho, se había prometido o se había creído, se presentó un enorme desorden de la política, que produjo una especie de equivalente funcional de la inestabilidad institucional que había caracterizado a muchos de estos países en el periodo anterior. La democracia no se derrumbó, pero se desordenó y se vació, de tal modo que en realidad contribuyó a un fenómeno terrible, catastrófico que, de alguna manera, se vinculó a los fenómenos hiperinflacionarios. El resultado de este desorden de la política fue la pérdida casi absoluta de la capacidad del Estado, pero también del sistema político en su conjunto, para manejar e influir en el curso de los procesos económicos y sociales. Ello se manifestó más suavemente en algunos países, como en México, durante mediados de los años ochenta, pero a fines de esa década se presentó plenamente. El Estado —y el gobierno— perdieron casi en su totalidad la capacidad de sus instrumentos de política económica y esta pérdida, vinculada al desorden en la política, produjo a su vez dos fenómenos que, por supuesto, se registraron más fuertemente en algunos casos que en otros.

Por un lado, encontramos los espasmos de la especulación financiera, que en algunos casos extremos llevaron a lo que podríamos caracterizar como una especie de capitalismo de saqueo. Y en otros casos, o junto a esos, se dieron los efectos más perversos de lo que los teóricos políticos llaman el dilema del prisionero, es decir, que todos empezaron a tratar no sólo de no perder, sino de ganar, y en esa acentuación de los comportamientos individuales e individualistas se produjo una pérdida casi total de la capacidad de negociación y concertación colectivas. Este fenómeno se dio en muchos países de América Latina. Yo diría que los casos más extremos fueron, probablemente, Bolivia, Perú y Argentina, y una de sus manifestaciones más importantes fue, por supuesto, la hiperinflación. Ésta, a su vez, generó una demanda de ajuste y estabilidad. Entonces, entramos en la segunda etapa, que en Argentina, Perú y Brasil —aunque en Brasil el pretendiente se derrumbó bastante rápido— encarnó las demandas de estabilidad en la figura de lo que yo llamo los hiperpresidentes: Menem, Fujimori, Collor. Este ajuste tuvo la importancia de coincidir con el hecho de que los organismos financieros internacionales redefinieron el problema latinoamericano y pasaron a considerarlo ya como un problema no simplemente de ajuste clásico —es decir, de ajustar los problemas de déficit fiscal y de balanza de pagos—, sino que generaron dos documentos, en 1986 y 1987, que agregaron un tercer problema al que se atribuyó la causa real de los otros. Ese tercer problema, por supuesto, era el Estado, el intervencionismo estatal.

Dichos documentos, que incluyeron además la cuestión de la insolvencia junto al tema de la falta de liquidez, fueron el Consenso de Washington (el más conocido), que en realidad sólo sistematizaba otro documento importantísimo producido por un funcionario central —de quien yo diría que fue uno de los miembros del triunvirato presidencial de Estados Unidos durante la época de Reagan—, James Baker, que como secretario del Tesoro norteamericano elaboró el Plan Baker de 1986. Éste no tuvo ninguna eficacia en el tema de la deuda, pero sí una importancia fundamental desde el punto de vista del diagnóstico de la crisis latinoamericana, porque a la cuestión del ajuste agregó el tema de la reestructuración, y ésta pasaba, obviamente, por el achicamiento del Estado. Es en este contexto que aparecen los protagonistas, los proponentes, los hiperpresidentes, que combinan esta fórmula de estabilidad, recuperación del orden y salida de las situaciones de crisis económica y social intensa que habían caracterizado la última parte de la década del los ochenta. La etapa de ajuste se agota, yo diría, con la crisis mexicana de diciembre de 1994, porque efectivamente en ese momento se empiezan a ver los problemas del ajuste exitoso.

¿Cuáles fueron las consecuencias de este segundo momento? Primero, la contribución positiva que tuvo el ajuste fue la estabilidad política y el reordenamiento parcial que se da en torno a la figura de los hiperpresidentes —aquí se podría pensar en algunos paralelos en el caso mexicano. Se dio un elemento importante, fundamental, que fue la recuperación de un mínimo de lo que yo llamaría sentido de la convivencia social, porque en una situación en la cual predomina la hiperinflación y se rompen así los lazos de interacción social, desaparece la posibilidad de convivencia social. El reordenamiento y la estabilización que se dan hacia fines de la década de los ochenta y principios de la siguiente recuperan un mínimo de convivencia social —y esto es importante señalarlo— reconocido por todos los sectores sociales, no solamente por las clases dominantes, por las clases altas, sino también por los sectores medios y los populares.

Al mismo tiempo, esta recuperación de un sentido de la convivencia social se consiguió a costa de dos grandes elementos negativos: primero, un proceso de achicamiento del Estado, con una característica muy paradójica, descrita en una fórmula muy atractiva por Franciere, quien señala que este proceso, típico, por supuesto, no sólo de América Latina sino también de Europa Occidental, implica que la impotencia se proclama como virtud: la impotencia del Estado en realidad es la capacidad del Estado, el Estado impotente es el Estado capaz. Más concretamente, creo que hay una manifestación muy clara de esta fórmula abstracta en lo que recomiendan los postulados del neoliberalismo sobre estos mínimos de injerencia, que serían el resultado del exitoso proceso de achicamiento del Estado. ¿Qué postula esta, si se quiere, especie de síntesis algo caricaturesca de la propuesta neoliberal? Por un lado, implica que el Estado debe excluirse, salirse de los procesos de intermediación de las relaciones entre actores sociales. Que debe privatizar y, por otro lado, que debe abrir las fronteras al comercio y a la información. Entonces, los dos elementos básicos de los procesos de regulación de las relaciones sociales son la privatización y la apertura externa.

Al mismo tiempo, a este Estado que se achica en este sentido se le exige que cumpla mejor sus funciones mínimas según el modelo neoliberal. Vale decir, que eduque bien, incluso en muchos casos que eduque mejor, que imparta justicia mejor, que mantenga el orden mejor y, paralelamente, en algunos casos, que abra las fronteras al comercio y a la información. Porque, como todos sabemos, en varios lugares del mundo hay tres nuevas fronteras: el río Bravo, y un poco también el río Usumacinta; no sólo el río Bravo para los mexicanos, sino también el río Usumacinta para los que quieren cruzar de Guatemala a México. La segunda frontera es el Mediterráneo y la tercera es esa línea vaga que se da en Europa Oriental y que ahora se está corriendo al Este para incluir, en el lado bueno, a Polonia, Hungría y la República Checa, dejando en el lado malo a los Balcanes, a Ucrania y a Rusia.

Se da entonces un nuevo Estado al cual se le pide que "deje de hacer todas esas cosas, porque va a poder hacer mejor estas otras", es decir, se establece la función del Estado mínimo. Bueno, esto es totalmente falso. En ese sentido hay una fórmula que ha sido acuñada por varios politólogos en Estados Unidos y que hablan del Estado. Para caracterizar este proceso sostienen: lo que hay que instalar es un Estado "más flaco" pero, al mismo tiempo, en la medida en que es más flaco, es más eficaz y puede hacer mejor las cosas que supuestamente este Estado mínimo debería hacer. Esta fórmula es falsa; parece muy atractiva, pero es falsa porque lo que no se ha comprobado —y de nuevo es éste uno de los fenómenos en los cuales el sentido común no funciona— es que si el Estado deja de hacer mucho, puede hacer mejor poco. Recapitulando, lo que está atrás de la fórmula de un Estado más chico y más efectivo es: si uno deja de hacer todas las cosas que hacía el Estado intervencionista, va a poder atender mejor la educación, la justicia, el mantenimiento del orden.

Lo que hemos visto en América Latina es que el Estado que hace menos, lo hace peor. Dejó de hacer las cosas que tenían que ver con la fórmula estadocéntrica, y está bien que las haya dejado de hacer porque efectivamente esa fórmula ya se había agotado y estaba produciendo costos impresionantes, especialmente en los sectores populares. No obstante, el resultado de ese dejar de hacer, vinculado con la instrumentación del Consenso de Washington, no implicó que hiciera mejor lo otro. Está educando peor, está muy claramente manteniendo el orden mucho peor, y esto creo que lo sufrimos los habitantes de muchas ciudades de América Latina, está impartiendo justicia peor, aunque en algunos casos se ha impartido la justicia deficientemente desde siempre.

Frente a este contexto —la fórmula del achicamiento del Estado, de la que yo diría que estuvo asociada con la pérdida de sentido de la democracia—, lo que pasó no fue que la democracia se derrumbara como ocurrió tradicionalmente en América Latina, en donde se producían militares cuando afloraban situaciones de este tipo, sino que en esta coyuntura del ajuste y la estabilización de fines de los años ochenta la democracia se mantuvo, sosteniendo incluso crisis económicas mucho peores que las de antaño; pero ese mantenimiento de la democracia se logró a costa de su parcial vaciamiento.

¿Cuáles fueron algunos de los elementos de este parcial vaciamiento? Bueno, yo señalaría la hegemonía de un discurso antipolítico, tipificado de nuevo por esos dos ejemplos, tan simpáticos, que citaba hace un momento: Menem y Fujimori, quienes, básicamente, durante sus campañas electorales, sostenían la consigna del "déjenme hacer" o diferentes fórmulas de esa propuesta. Es decir, "apártense de participar, apártense de intervenir". Predominaron en sus posturas ese discurso antipolítico y el fenómeno de exclusión del habla, que yo creo que mucho tiene que ver con el papel tan especial que juegan los medios de comunicación en nuestras sociedades, el cual todavía no ha sido suficientemente estudiado y comprendido.

En este contexto se da la crisis de diciembre de 1994 en México, que de nuevo es una crisis que tiene dos características. Primero, como todos sabemos, tiene repercusiones inmediatas en toda América Latina y, además, se revela con prontitud no sólo como crisis económica sino como crisis política, como crisis de un momento en que parecía que se estaba consolidando, en el marco de la fórmula del hiperpresidencialismo, la democratización, aunque al mismo tiempo se fortaleciera el vaciamiento de la democracia. Esa fórmula, a la vez que se consolida, se derrumba.

Es posible afirmar que, a partir de diciembre de 1994, y ya en los procesos de 1995, entramos en una tercera etapa que tiene que ver con el título de esta conferencia: el postajuste. En este sentido, me parece que si para la primera etapa podíamos hablar de encantamiento de la democracia y de desorden político, y en la segunda etapa de pérdida del sentido de la democracia y achicamiento del Estado, en la tercera podemos empezar, quizás, a hablar —y el quizás lo quiero subrayar porque obviamente estamos frente a un proceso que se está dando frente a nuestros ojos y en este momento— de un fenómeno de retorno de la política. La política podría estar retornando en este nuevo momento de parteaguas político.

Algunos de los elementos de este nuevo retorno a la política —vuelvo a enfatizar que es un retorno muy hipotético; de ninguna manera sostendría que es un fenómeno ya consolidado— serían, primero, una acentuación del malestar político. Aquellos que estaban conformes con la estabilidad se dan cuenta de que ésta no alcanza, que como fin en sí misma es totalmente insatisfactoria y que los otros efectos que estaban asociados a ella empiezan a ser motor de un malestar creciente.

El segundo fenómeno se refiere a una cierta movilización en los espacios públicos, que eran un elemento muy tradicional de la fórmula estadocéntrica en América Latina, pero que en este momento reaparece con un matiz muy importante, a la vez problemático y complicado, que consiste en que la acción colectiva no está tanto motivada por la política (porque, como todos sabemos, la política se ha desprestigiado) sino está más bien motorizada por la indignación. Y la indignación es un sentimiento peligroso, que puede dar origen a procesos positivos pero también puede tener resultados bastante negativos.

Un tercer elemento de este retorno de la política es el rechazo a la discrecionalidad de los funcionarios y a la corrupción, que era una situación clásica de América Latina. No es que la corrupción política haya sido un fenómeno especial en los últimos diez años en ninguno de estos países; fue siempre un elemento que "aceitó" la fórmula política, aunque, claro, quizás hace veinte años se manejaba en millones de dólares y ahora se maneja en billones. Pero dejando de lado ese pequeño detalle, lo que ha sucedido es que esa corrupción, que tradicionalmente era tolerada porque de algún modo, y de nuevo con efectos asimétricos, todos participábamos en ella, empieza a ser rechazada mucho más violentamente.

El cuarto elemento, que creo bastante importante —y hay rasgos, señalamientos e indicadores de ello en varios de los países de América Latina— es lo que yo llamaría, respetando las idiosincrasias y las peculiaridades nacionales que son relevantes en cada caso, la resurrección de la izquierda democrática y la creciente inquietud de lo que yo calificaría como los sectores reformadores de los partidos tradicionales, oficialistas o no. En los últimos dos o tres años hemos asistido, por un lado, a un renacimiento de la izquierda democrática, que está vinculada a una serie de triunfos o de modificaciones del contexto electoral bastante importantes: el pt brasileño, que no ha ganado ninguna elección pero que tiene un peso electoral que se acerca al tercio del electorado de ese país; el prd, en el caso mexicano; la Alianza Opositora, en Argentina; el Frente Amplio, en el caso uruguayo. Son partidos, coaliciones de izquierda o de centro-izquierda democrática que han reaparecido. Y junto con ellos, aparece también una especie de inquietud, bastante creciente, en los sectores reformadores o preocupados de los partidos tradicionales. Sean éstos partidos tradicionales oficialistas, como sería el caso del peronismo en la Argentina o el pri en México, o los que no están en el poder, como sería el caso del Partido Nacional en Uruguay.

La conjunción de estos cuatro fenómenos —acentuación del malestar, rechazo creciente a la corrupción y a la discrecionalidad de los funcionarios, nuevas formas más intensas de movilización en los espacios públicos, y la resurrección de la izquierda democrática— abre de nuevo una oportunidad en América Latina por que, quizás, estamos en un momento en el cual los dilemas y las contradicciones a los que he hecho alusión puedan ser manejados, reubicados, de una manera diferente a como lo fueron hasta ahora. Y soy cuidadoso en la utilización de los verbos porque no quiero emplear la palabra "solucionados". Estos dilemas y estas contradicciones probablemente nunca lleguen a solucionarse del todo, y yo diría que esa es, de algún modo, la esencia de una política eficaz, la esencia no de una política del Estado, sino más bien en el sentido de espacio de la política, de vigencia de la política.

La política, cuando funciona bien —y por supuesto que muchas veces funciona muy mal—, tiene un dilema fundamental: soluciona problemas a costa de crear nuevos. Esa es la inestabilidad, la rareza de la política. De nuevo cito otra expresión de Rassiere, que en uno de sus libros, El malentendido, dice que la política, siempre nacional, es local. Pero utiliza otro adjetivo bastante interesante. Dice: "la política es rara", y la política sí es rara. Por eso es tan resistente a la teorización, así como lo es la economía, a pesar de lo que los economistas creen. La economía también es resistente, pero en todo caso la política es rara. ¿Y qué se quiere decir con esto? Creo que quiere aludir a esta especie de permanente desequilibrio de la política. La política, por un lado, crea orden, resuelve problemas. Por lo tanto, en ese sentido, es bueno, por ejemplo, que la política de nuestros países supere uno de los rasgos más negativos del momento estadocéntrico que es la tendencia a "no juridizarse", a que el derecho importara tan poco en nuestras sociedades. La política que funciona bien crea orden, se "juridiza" en parte, pero al mismo tiempo —y ésta es la contradicción de la política— crea rupturas, implica dislocación. Y es en este sentido muy general en el que creo que Pizzorno aludía a la capacidad fundamental de esta dislocación cuando decía que la política para lo que de algún modo sirve es para cuestionar la desigualdad a partir de la igualdad.

En América Latina estamos frente a una oportunidad de que la política recupere ese papel contradictorio, porque en este momento no lo juega y por eso es que podemos hablar de este vaciamiento de la política. Recuperar este papel contradictorio implica, por un lado, ordenarse, "juridizarse" más y, por el otro, crear desequilibrios y dislocarse permanentemente. Para ello, lo que hay que tratar de equilibrar son los tres grandes problemas a los cuales se enfrentan América Latina y México en este momento y que no son necesariamente conjugables. Es decir, solucionar una de estas cuestiones a veces implica empeorar la otra y, por tanto, hay que tener en cuenta la tensión de la política.

Para decirlo muy brutal y esquemáticamente, estos tres grandes problemas son: recuperación del sentido de la democracia, reforma del Estado —no achicamiento del Estado— y reforzamiento de la sociedad civil. Recuperar el sentido de la democracia implica que tenemos que revertir el proceso de erosión de la capacidad del Estado para hacer respetar los derechos humanos, porque ese es uno de los grandes problemas de la actualidad: que las democracias están avanzando pero, en la medida en que los Estados se disuelven, no pueden hacer cumplir los derechos mínimos, vinculados a la vigencia de la democracia. Entonces, uno de los temas fundamentales de esta recuperación del sentido de la democracia es la capacidad, a la cual hacía referencia Pizzorno, de cuestionar la desigualdad —la del mercado, la subcultural— a partir de la igualdad de la democracia política.

El segundo problema es el de la reforma del Estado. Obviamente esta reforma no implica necesariamente achicar al Estado pues, como hemos visto, en algún sentido esa solución eliminó algunos de los problemas viejos, pero exacerbó otros. Este tema constituye la gran tarea pendiente para todos nuestros países. Quizás uno de los aspectos que se nos complica a veces a los que analizamos estos procesos es tener que reconocer que el país que más ha avanzado en América Latina en el proceso de reforma del Estado es aquel que lo hizo bajo la dictadura militar exitosa de Pinochet. Esta reforma implica mayor efectividad y mayor transparencia del Estado —sabemos que nuestros Estados son especialmente opacos y un proceso así debe tornarlos más transparentes. Además, debe crear una clase de funcionarios que nunca hemos tenido, porque en algunos casos hemos tenido buenos técnicos, buenos tecnócratas —y en otros casos muy malos, por supuesto—, pero nunca hemos tenido el tipo de gobernantes que sean capaces de hacer funcionar al Estado a partir de un mínimo de racionalidad y de subordinación al orden político. Esa burocracia weberiana, que sí existió en Europa, a veces en Asia (aunque ahora estemos viendo que también las cosas tenían sus bemoles), nunca existió en América Latina. Hubo quizás enclaves y reductos en algunos países, pero no más. Bueno, ése es uno de los grandes temas de la reforma del Estado y, evidentemente, tales funcionarios no aceptarán pagos del nivel de 100 dólares por mes. Tendrían que ser bien pagados.

El tercer tema es el reforzamiento de la sociedad civil. En este sentido se debe reconocer que es en sí mismo un tema contradictorio, porque así como decimos que la sociedad civil es un espacio que en muchas de nuestras sociedades ha contribuido al debilitamiento y al cuestionamiento de los mecanismos autoritarios, militares o civiles, al mismo tiempo debe señalarse que produce fenómenos como el de la ex Yugoslavia. La sociedad civil de la ex Yugoslavia —de los croatas, de los bosnios y de los serbios— es tan vigorosa como algunas de las latinoamericanas. ¿Eso qué quiere decir? Que la sociedad civil también es un espacio problemático y que uno de los asuntos en los que debemos de tener cuidado es en no encantarnos con la sociedad civil, así como nos encantamos con la democracia.

Yo diría, entonces, que el gran tema que implica este posible retorno de la política que estamos transitando en estos últimos dos o tres años en América Latina es la forma en que conjuguemos, contradictoria pero más satisfactoriamente, estos tres procesos de recuperación del sentido de la democracia, reforma del Estado y reforzamiento de la sociedad civil.


Sobre el autor

Es doctor en Ciencia Política por la Universidad de California, en Berkeley, y contador público nacional de Buenos Aires. Ha sido profesor de las universidades de Buenos Aires, Florencia, Yale, Georgetown y del Instituto Tecnológico de Massachussetts (mit). En éste último, fue seleccionado como mejor profesor de posgrado de la Escuela de Ciencias Sociales y Humanidades en 1990-1991. También fue director del Centro de Estudios de Estado y Sociedad (cedes) de Buenos Aires. Actualmente es profesor y coordinador académico del Doctorado de Investigación de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (flacso), sede México, y profesor de la Universidad Nacional de San Martín en Buenos Aires.

Entre sus publicaciones destacan: Sindicatos y política en Argentina; Democracia, orden político y parlamento fuerte (compilado con Hilda Sábato); Muerte y resurrección. Los partidos políticos en el autoritarismo y las transiciones del Cono Sur (compilado con Manuel Antonio Garretón); México en el desfiladero. Los años de Salinas; El capitalismo político tardío y su crisis en América Latina; y Autoritarismo y democracia (1995-1996). La transición del Estado al mercado en la Argentina. Su área de estudios es la política latinoamericana.