DEMOCRACIA Y DESIGUALDAD EN AMÉRICA LATINA
LUDOLFO PARAMIO
Colección Temas de la Democracia
Serie Conferencias Magistrales
Democracia y desigualdad en América Latina
1. La democracia sobrevive a las reformas económicas
2. La representación como intercambio particularizado
3. Democracia y desconfianza política
En el marco de la III Feria del Libro "Claustro de Sor Juana", organizada en colaboración con el Instituto Federal Electoral en torno al tema "Política y democracia", el 23 de septiembre de 1996 el connotado politólogo español Ludolfo Paramio dictó la conferencia magistral "Democracia y desigualdad en el umbral del siglo xxi". El autor nos propone este nuevo título, en el que aborda el tema desde una perspectiva que involucra los más recientes acontecimientos políticos en América Latina.
El autor centra su análisis en los procesos de democratización y en las coincidencias de dichos procesos con las etapas de ajuste económico que ha experimentado América Latina en los años recientes, lo que ha tenido como resultado el hecho de que la desigualdad se ha enconado, lejos de atenuarse como fruto de la democratización. Ello desafía las percepciones tradicionales de la ciencia política, según las cuales la democracia favorece el desarrollo económico y social. Para intentar responder al cuestionamiento que lleva implícito el hecho antes mencionado, Paramio se enfoca en los mecanismos de representación de intereses que podrían ejercer una acción colectiva para revertir los efectos adversos de las modificaciones en la economía; es decir, en el funcionamiento de las instituciones democráticas y, más concretamente, en el sistema de partidos.
Desde su punto de vista, los modelos económicos prevalecientes en la región antes de los procesos de ajuste se acompañaban de mecanismos clientelares de distribución de los bienes públicos, con lo cual se desarrolló una visión particularista de la función política en general y, específicamente, de los partidos políticos. Así, sostiene el autor, se generó un "funcionamiento atípico" dentro del sistema político, en el cual los partidos se constituyeron "como coaliciones de grupos e intereses particulares, y no como proyectos políticos con un modelo de sociedad..." En situaciones de reajuste económico, las inercias de estos mecanismos de representación particularista pueden conducir a la pérdida de la credibilidad en los gobiernos e, incluso, en los partidos y en la función política como un todo, si los ciudadanos no perciben la capacidad del gobierno para manejar adecuadamente los resultados económicos adversos, si las reformas no consiguen traducirse en mejorías significativas para la población en un plazo determinado o si las antiguas prácticas clientelares pierden su eficiencia, ya sea porque la propia economía lo provoque o porque los ajustes desmantelen los viejos grupos de intereses (sindicatos y clases medias, por ejemplo).
El resultado de estos procesos es la notable disminución de lo que Paramio califica como "identificación partidaria". Esto es, la merma en la eficacia de la representación política de los partidos, las instituciones que en una democracia deben ejercer ese papel, lo que da lugar a que la ciudadanía opte por alternativas extrapartidarias, hecho que acentúa "la tendencia del régimen democrático a derivar hacia una democracia delegativa."
Retomando el tema de la desigualdad, el autor considera que el problema se centra, entonces, en fortalecer una institucionalidad democrática, con formas de representación del interés general (vale decir, que trasciendan las prácticas particularistas) capaces de establecer políticas que permitan conducir un desarrollo económico con equidad, incluso en contextos de ajuste global. Siguiendo esta línea Paramio plantea como conclusión la importancia primordial que tiene la política en la solución de los problemas sociales.
Como se observa, los temas que aborda Paramio son de notable actualidad y significación, por lo que el Instituto Federal Electoral incluye este trabajo como el número seis de la serie "Conferencias Magistrales" de la colección "Temas de la Democracia".
Instituto Federal Electoral
Por otra parte, entre quienes apoyaban las reformas promercado desde una óptica prescriptiva tampoco existía consenso sobre la posibilidad de llevarlas a cabo en un marco de instituciones democráticas. Si se parte del supuesto de que las reformas perjudican a grupos sociales significativos, un régimen democrático les ofrecerá mayores posibilidades de organizarse y presionar para bloquearlas. Por ello, muchos autores sostenían la conveniencia de que los ejecutivos que intentaban realizar reformas económicas se protegieran frente a las presiones sociales concentrando las facultades de decisión en un núcleo técnico, y eludiendo en la medida de lo posible el control del Poder Legislativo. Esta forma de proceder, de la que es un buen ejemplo el primer gobierno argentino de Carlos Menem, ha permitido hablar de una transformación de las democracias en democracias delegativas (O'Donnell, 1992).
De hecho, la idea de que las reformas no podrían ser realizadas en un contexto democrático no era sino una nueva variante de un razonamiento más general, según el cual los regímenes autoritarios tienen más posibilidades de impulsar el desarrollo económico. El argumento es que en los países en desarrollo las pugnas distributivas, en un marco democrático, pueden hacer imposible la eficiencia económica. Esta visión se vio muy reforzada en años pasados por el éxito de los nuevos países industrializados de Asia, bajo gobiernos autoritarios, reflejándose sin demasiados paliativos en algunos medios de opinión (Business Week, 1993).
A la vez, sin embargo, otros medios más consecuentemente liberales mantenían que sólo las instituciones democráticas permiten el desarrollo de una economía de mercado, evitando las arbitrariedades de los gobiernos y el establecimiento de vínculos privilegiados de algunos sectores empresariales con los gobernantes (The Economist, 1994). Tras la crisis de los países asiáticos esta segunda opinión se ha visto reforzada, ya que entre los factores que llevaron a la crisis financiera de 1997 se ha subrayado la importancia de los circuitos privilegiados de crédito, público o privado, consecuencia a su vez de una trayectoria histórica de instituciones autoritarias y poco o nada transparentes en su funcionamiento interno y en sus relaciones con las élites empresariales.
También cabe sostener, a posteriori, que es falsa la opinión de que sólo los gobiernos autoritarios son capaces de tomar medidas económicas necesarias pero impopulares. Remmer (1986 y 1990) ha mostrado que los regímenes democráticos han tenido éxito en aplicar políticas de estabilización y de reformas frente a la crisis. De hecho, la idea de que los regímenes autoritarios impulsan con mayor eficacia el desarrollo económico carece de fundamento empírico (Maravall, 1994; Przeworski y Limongi, 1993), más allá de la espectacularidad de los casos asiáticos, y siempre se puede argumentar que la posible correlación entre autoritarismo y buen desempeño económico no responde a la superioridad de los regímenes autoritarios, sino a su mayor fragilidad ante situaciones de crisis económica.
Si, por otra parte, comparamos la situación de América Latina en 1999 con las negras profecías de los años ochenta, se puede decir que el pesimismo era excesivo. Las nuevas o antiguas democracias han sobrevivido, y México, cuyo régimen ha sido durante muchos años una inclasificable excepción para la ciencia política, constituye actualmente una poliarquía, en la que los procesos electorales no sólo son abiertos sino altamente competitivos. Sin embargo, sería claramente exagerado considerar que la situación general es satisfactoria.
En Venezuela, un antiguo golpista, el coronel Hugo Chávez, ha llegado democráticamente al gobierno con la intención de poner en marcha un proceso constituyente que apunta claros riesgos de quiebra institucional. En Ecuador, los gobiernos han sido incapaces de hacer frente a la crisis económica en una situación de estabilidad política y, tras la destitución del presidente Bucaram en 1997, el presidente Mahuad no ha conseguido formular un proyecto de reformas que alcance consenso social y político. El régimen de Alberto Fujimori en Perú muestra preocupantes rasgos de manipulación del Poder Judicial y ausencia de controles institucionales, incluso si olvidamos el autogolpe que condujo a un drástico rediseño del sistema político. En Paraguay, desde la elección del presidente Cubas se vivió en una crisis permanente motivada por su decisión de liberar al golpista general Oviedo, crisis que ha desembocado en el asesinato del vicepresidente Argaña, y en el enjuiciamiento político y la dimisión de Cubas.
Ahora bien, estas situaciones insatisfactorias no guardan relación con el razonamiento implícito de quienes veían con pesimismo el futuro de la democracia en situaciones de crisis y reforma económica: que el reto a las democracias vendría de la ingobernabilidad que provocarían el incremento de las desigualdades y la consiguiente protesta social. Se suponía que la movilización de los perjudicados por las reformas obligaría a los gobiernos democráticos a abandonarlas, lo que conduciría a un agravamiento de la crisis económica y haría crecientemente inevitable la tentación autoritaria. Parece razonable afirmar que esta secuencia no se ha producido, al menos hasta ahora, pese a ser intuitivamente verosímil.
La primera posibilidad para explicar este hecho podría ser que los resultados positivos de las reformas hayan superado sus aspectos negativos. Desde una perspectiva optimista se puede argumentar que ésta viene siendo, más allá de retrocesos coyunturales, la tendencia dominante en los años noventa (Morley, 1998), en especial en lo que se refiere a las cifras de pobreza y extrema pobreza. Sin embargo, parece difícil negar que en los años ochenta las reformas vinieron acompañadas de un crecimiento de la pobreza, y que todo el proceso de reformas ha acentuado las desigualdades sociales (Bulmer-Thomas, 1996). Puede ser que en ausencia de reformas las cifras de pobreza hubieran aumentado aún más rápidamente, a juzgar por el impacto que la inflación y otras manifestaciones de la crisis venían teniendo sobre los niveles de vida hasta el momento en que se introdujeron las reformas. Pero parece lógico pensar que quienes se veían económicamente afectados por las reformas se limitaban a valorar los costes inmediatos de éstas, sin ponderar las pérdidas que habrían sufrido a mediano plazo con el mantenimiento de la situación anterior. Por tanto, deberían haberse opuesto a su introducción.
Existe una razón bastante evidente para que la crisis económica y la oposición social a las reformas no haya conducido a la quiebra de las democracias: el tiempo del mundo (por utilizar una expresión de Braudel) no ha favorecido en años recientes la formación de regímenes autoritarios. Se ha discutido mucho sobre los factores causales de las sucesivas transiciones a la democracia que configuran la llamada "tercera ola" de la democratización (Huntington, 1991), pero lo que parece indiscutible es que el clima internacional y de la opinión pública en los años ochenta y noventa han sido claramente favorables a la institucionalidad democrática. Un actor político o social que decidiera arriesgarse a intentar derrocarla no podría contar de antemano con apoyos significativos.
Ahora bien, el hecho de que las alternativas autoritarias no fueran atractivas no explica por qué no se han producido crisis mayores de gobernabilidad. En este sentido, existen varias hipótesis que podrían dar cuenta de la baja resistencia social a las reformas. En primer lugar, la distribución de los costes de las reformas económicas no se produce de forma tan previsible y automática como cabría pensar, ni en el tiempo ni en los distintos grupos sociales: puede suceder que las pérdidas se vean compensadas en algunos casos por las ganancias. En segundo lugar, puede suceder que quienes mayores costes asumen con la introducción de las reformas sean quienes menor capacidad poseen para oponerse a ellas. En tercer lugar, la propia coyuntura en la que se introducen las reformas puede ser decisiva para que sean aceptadas o provoquen rechazo social (Nelson, 1992).
Existe un amplio acuerdo en que la dramática protesta social (el caracazo) contra las medidas económicas de Carlos Andrés Pérez en Venezuela, en 1989, se produjo porque no existía conciencia previa de una situación de crisis económica, y en cambio había fuertes expectativas de una inmediata elevación del nivel de vida, a tenor de lo que había representado el anterior periodo presidencial de Pérez. En cambio, las situaciones de extrema gravedad, y en especial las crisis hiperinflacionarias, aumentan extraordinariamente el margen para la introducción de reformas drásticas, como se hizo patente con las primeras presidencias de Menem y Fujimori. Por otro lado, la confianza que inspira un gobernante en el momento de asumir el cargo puede ser decisiva. Las medidas de ajuste introducidas en España por el primer gobierno de Felipe González, en 1982, son un buen ejemplo de políticas impopulares que pudieron llevarse a cabo gracias a la confianza social, y a la mayoría absoluta en el Parlamento, de las que gozaba.
La cuestión de fondo, sin embargo, podría ser otra: los cambios económicos no se traducen automáticamente en acción colectiva o en protesta social. Las primeras explicaciones de la protesta y la violencia política se basaban en la existencia de una privación relativa por parte del grupo que se moviliza. Esta privación no tenía por qué ser objetiva, sino que podía percibirse como tal, incluso en momentos de mejora generalizada, por referencia a las propias expectativas o a la ventajosa situación de otro grupo social al que el agraviado se consideraba equiparable o superior por razones históricas o culturales (Davies, 1969; Gurr, 1970). Es más, se podía admitir que no se trataba tanto de agravios económicos como de agravios morales surgidos del sentimiento de que se estaban quebrantando las normas sociales establecidas (Thompson, 1971).
Ahora bien, lo que se daba por hecho era que los cambios económicos percibidos como negativos o injustos debían provocar una respuesta social. Es decir, que la percepción del agravio era la única condición necesaria para la acción colectiva. Posteriormente ha ganado fuerza la idea de que son decisivos otros factores para que se produzca la movilización. En primer lugar, el grupo agraviado debe poseer una serie de recursos para movilizarse, incluyendo una interpretación compartida del agravio, que le permita expresar éste como un conflicto entre los miembros del grupo y otros colectivos o instituciones, y la capacidad para transmitir esta interpretación a la opinión y tratar de cambiar en su favor la situación que considera injusta. En este aspecto cabe hablar de recursos simbólicos, comunicativos y organizativos necesarios para la movilización, recursos que no siempre proceden de los miembros del grupo sino que pueden ser aportados a éste por actores externos, los llamados empresarios políticos (McAdam, McCarthy y Zald, 1988; McCarthy y Zald, 1977).
Junto con los recursos del grupo afectado juegan un papel decisivo las oportunidades que se le ofrecen (Tilly, 1978). El régimen político define globalmente las oportunidades de acción del grupo, y en este sentido un sistema democrático hace más viable la acción de protesta. Pero el espacio político no sólo viene definido por el régimen de gobierno, sino también por las instituciones y normas de interacción entre los actores, y por las redes de relación que unen a los grupos sociales con los actores políticos. Volviendo al razonamiento de Joan Nelson, puede suceder que los grupos más afectados por la crisis o por las reformas económicas no tengan recursos para movilizarse, o bien que la estructura de oportunidades que les ofrezca el espacio político no les permita una acción de protesta eficaz frente a las medidas del gobierno que pueden percibir como lesivas para sus intereses.
Entre los pobres de las ciudades, por ejemplo, no suelen existir redes organizativas que les permitan movilizarse ni interpretaciones compartidas de las raíces de su situación. En cambio, a menudo están insertos en redes de intercambio particularizado con liderazgos clientelares, que les pueden ofrecer ventajas marginales a cambio de su apoyo o de su colaboración pasiva, y que a lo más inducen formas segmentadas de movilización o participación. Entre los trabajadores asalariados, la estructura sindical puede favorecer la competencia entre grupos u organizaciones antes que la acción colectiva, o proteger a una minoría de trabajadores formales frente a una mayoría de informales. Las situaciones pueden ser muy variadas, pero en general, en los principales casos latinoamericanos se alejan bastante del modelo social europeo desde el que los observadores tienden a enfocar sus análisis. Así, puede ser que, como apunta Nelson, lo que exija explicación no sea la falta de protesta frente a las reformas económicas, sino el hecho de que tales protestas lleguen a producirse eficazmente en alguna ocasión.
La línea de razonamiento que se pretende desarrollar aquí es que la proliferación en América Latina de situaciones en las que la democracia muestra notables defectos de funcionamiento se explica por una crisis de representación de los intereses sociales, consecuencia de las formas específicas que dicha representación tomaba en el modelo económico anterior. Retomando un razonamiento ya hecho en otro lugar (Paramio, 1991), el problema sería que los actores políticos conformados durante la fase de industrialización y desarrollo orientados hacia el mercado interno ven desaparecer su capacidad de representación en la medida en que cambia radicalmente el modelo económico.
El argumento central es que los mecanismos de representación de intereses propios del modelo anterior no eran aptos ni para expresar una oposición social a las reformas ni para permitir que su introducción se realizara sobre la base de un consenso democrático, y que la crisis de tales mecanismos ha conducido a un funcionamiento atípico de las instituciones democráticas, en el que los grupos sociales de menores ingresos y más escasos recursos políticos encuentran serias dificultades para que sus intereses se vean representados (y por tanto satisfechos) dentro del sistema político.
O'Donnell (1996: 318-320) relaciona las deficiencias de algunas democracias latinoamericanas con el peso en ellas del clientelismo y el particularismo, entendiendo por este último la posposición del bien público a los intereses particulares. Se refiere al particularismo como rasgo de quienes asumen roles en las instituciones políticas, y considera que las prácticas particularistas, en el contexto de instituciones democráticas cuyos rituales y discursos se orientan hacia el universalismo (hacia el bien público) conducen a "un cinismo generalizado hacia las instituciones formales de la poliarquía, sus ocupantes y los `políticos' en general".
Es evidente, sin embargo, que el particularismo de los políticos sólo es una cara de la moneda, como se advierte al observar una de sus formas, el clientelismo. Heredia (1997: 3) lo define como "un conjunto de reglas y prácticas para la organización política, la representación y el control de los intereses y demandas sociales, basado en la subordinación política de los ciudadanos a cambio de la provisión discrecional de recursos y servicios públicos a los que, en principio y según la ley, todos tienen acceso abierto". El político se apropia de los recursos públicos para obtener subordinación política, pero quienes se le subordinan obtienen a cambio y discrecionalmente lo que deberían ser bienes de público acceso. El clientelismo, por tanto, es una forma de intercambio, y al particularismo de los políticos corresponde el particularismo de los electores.
Los ciudadanos toleran que los políticos persigan su interés particular, en vez del interés general, en la medida en que logran a su vez satisfacción, siquiera parcial, de sus propias demandas e intereses. El problema sólo surge cuando los políticos dejan de cumplir su parte en el intercambio particularista, y los electores dejan de obtener, a cambio de su subordinación, acceso discrecional a los bienes públicos u otro tipo de ventajas selectivas. Pero, en este sentido, el clientelismo es una forma real de representación de intereses, y sólo lo singulariza la patrimonialización de los recursos públicos como moneda de intercambio.
El intercambio particularizado existe en todos los sistemas políticos, incluso en en los más democráticos. Fiorina (1997: 412-413) subraya el papel que los beneficios particulares a los distritos y a los grupos organizados pueden jugar en el Congreso estadounidense, tanto para la reelección de sus miembros como para la negociación del apoyo de los congresistas individuales a iniciativas legales de alcance general. El resultado es que puede producirse una creciente hostilidad de los electores hacia la actuación del Congreso (o del presidente), y los congresistas pueden seguir siendo reelegidos en función de sus buenos servicios a los intereses locales de sus distritos (Cain, Ferejohn y Fiorina, 1987). Los beneficios particulares, que en este contexto no implican apropiación de recursos públicos, introducirían una distorsión en el mecanismo de agregación de preferencias.
En la misma línea, Lyne (1997) ha sugerido que el particularismo es la clave del mal funcionamiento de los sistemas de partidos en América Latina: los partidos ofrecerían a sus electores beneficios particulares, que aquéllos preferirían siempre frente a hipotéticos beneficios generales (esto es lo que deben hacer además, en términos racionales, cuando se presenta este dilema del votante, como lo denomina Lyne). Así, el sistema serviría para agregar votos, pero no preferencias, y no permitiría la formulación de políticas encaminadas al interés general.
En realidad, los intentos de analizar el comportamiento electoral se ven obligados a relacionar los intereses particulares con los generales a la hora de explicar la decisión del voto. No es evidente que un solo modelo pueda explicar la conducta de los electores en diferentes sociedades y coyunturas: el peso de los intereses generales frente a los particulares, o de las expectativas frente a la experiencia pasada, puede variar de un país a otro o en diferentes momentos de la historia de un mismo país. Cabe suponer, por ejemplo, que una crisis económica general y grave (por ejemplo, un proceso hiperinflacionario) puede hacer que los electores concedan una mayor importancia a las expectativas de una mejoría general que a las posibles ventajas particulares que se les ofrezcan, y que pueden volatilizarse si la economía no se estabiliza o mejora.
Lo que aquí se pretende afirmar es que los partidos políticos latinoamericanos han basado la representación de intereses, en un grado mucho mayor que los europeos, en el intercambio particularizado, lo que sería la otra cara de su carencia de identidad ideológica (con la consabida excepción chilena). Constituidos como coaliciones de grupos e intereses particulares, y no como proyectos políticos con un modelo de sociedad, sus seguidores esperaban de ellos la obtención de ventajas (clientelismo) o beneficios particulares, y no una defensa de los intereses generales. Esta matriz particularista cristalizaría con el modelo de industrialización orientado al mercado interno, a partir de los años treinta y la Segunda Guerra Mundial, condicionando fuertemente a los partidos en sus actuaciones y limitando el horizonte de los electores al mantenimiento o mejora de sus intereses de grupo.
Una vez que la industrialización sustitutiva adopta la forma de industrialización protegida, renunciando a una posible búsqueda de la competitividad exterior y a la consiguiente diversificación de las exportaciones, el modelo obliga a los actores económicos a tomar al Estado como referencia de sus demandas. Las actuaciones del Estado afectan a los diferentes grupos no sólo a través de las políticas sociales o fiscales, sino a través de las políticas cambiarias y arancelarias, y a menudo en un juego de suma cero. Por otro lado, las inversiones o contrataciones del Estado, incluyendo la política de personal de las administraciones públicas, se realizan también según una lógica de intercambio particularizado, en la que la satisfacción de las demandas está condicionada a la subordinación política y no guarda relación con una concepción racional del interés general.
La diferencia con respecto a la representación de intereses en otros sistemas políticos proviene de que en este caso los intereses particulares se identifican con el interés general de forma excluyente: el particularismo significa que los seguidores de un partido consideran que sólo sus intereses son legítimos. No existe razón para buscar fórmulas de prosperidad general (como lo fuera el keynesianismo socialdemócrata o liberal en Europa o Estados Unidos), y en cambio se dan todos los incentivos para que cada gobierno exprima al máximo los recursos públicos, aun a costa de erosionar la economía productiva, para satisfacer las demandas de sus propios seguidores, y en particular las de las clases medias urbanas, políticamente decisivas.
Desde este punto de partida, la crisis del modelo económico difícilmente podía ser evitada mediante un consenso previo para reformarlo en el marco democrático y minimizando los costes sociales, ya que la lógica del particularismo obstaculizaba los acuerdos entre los partidos mayores, o el simple reconocimiento de un interés general o compartido. Las adversas circunstancias de los años sesenta y setenta favorecieron en cambio, cuando se hacían evidentes los límites del modelo, los intentos claramente autoritarios, generalmente para crear condiciones más favorables a la acumulación de capital (la única excepción notable fue el gobierno de Velasco Alvarado en Perú).
Sin embargo, sólo en el caso chileno tuvo éxito el cambio de modelo, en parte porque el carácter especialmente traumático del golpe de 1973 dejó mayor espacio de maniobra a los gobernantes de la dictadura, pero también porque la asfixia económica vivida durante los años de la Unidad Popular independientemente de que sus causas fueran en parte considerable externas había modificado sustancialmente las expectativas y preferencias de las clases medias urbanas. Pero no hubo cambios importantes en las relaciones privilegiadas entre los grupos financieros y sus grandes empresas hasta que la crisis de 1982 obligó al gobierno a intervenir la banca, lo que muestra que el régimen autoritario mantuvo mientras pudo la lógica del intercambio particularizado con los sectores económicos dominantes, cuyos intereses y expectativas en nada se habían modificado, y cuyo apoyo al nuevo régimen fue central para el asentamiento inicial del nuevo modelo económico.
La crisis de la deuda y sus secuelas de bancarrota estatal obligan a los actores políticos a romper la lógica tradicional de representación de intereses particulares, a la vez que crean la oportunidad para tal ruptura. Las crisis hiperinflacionarias, en particular, permiten a los gobernantes poner en primer plano los intereses generales, contando con un consenso (al menos pasivo) del que no se habían beneficiado gobernantes anteriores: el contraste entre los gobiernos de Siles Zuazo y Alfonsín y los de Paz Estenssoro y Menem, en Bolivia y Argentina, muestra suficientemente la importancia de los cambios de coyuntura para la aceptación de las reformas económicas (Palermo, 1990).
A principios de la década de los noventa las reformas estructurales se generalizaron en América Latina. La apertura del mercado interno y la supresión de subsidios, junto con una drástica reducción del área pública de la economía, significaron destrucción del empleo y erosión de los niveles de vida. Pero la disminución o desaparición de la inflación, la entrada masiva de capitales y el auge de las importaciones crearon un nuevo clima económico. Con el éxito del Plan Real en Brasil, que catapulta a Fernando Henrique Cardoso a la presidencia en 1994, se diría que se había cerrado en América Latina el tiempo del modelo sustitutivo y su crisis, y que había comenzado ya una fase nueva en la inserción internacional de las economías latinoamericanas. El México de Carlos Salinas y la Argentina de Menem componían, junto con Chile y Brasil, el ejemplo de lo que se podía y debía hacer.
Se trataba en cierta forma de un espejismo, puesto que Centroamérica, Bolivia, Ecuador y Venezuela no habían logrado despegar o arrastraban serios problemas estructurales. Sin embargo, sería más importante la fragilidad de lo aparentemente logrado en los países que habían llevado a cabo las reformas y que se presentaban como ejemplos de éxito. La catastrófica devaluación mexicana de diciembre de 1994 abrió un nuevo periodo de incertidumbre y, sobre todo, frustró la ilusión de que las reformas garantizaban ya un futuro de crecimiento estable. El mayor impacto se produjo en Argentina ya que, tras la recesión provocada por el efecto tequila, la destrucción del empleo resultó irreversible: la economía volvería a crecer, pero sin ser capaz de absorber las nuevas cifras de desempleo.
La hipótesis que aquí se maneja es que la representación política basada en el intercambio particularizado puede soportar en circunstancias específicas el coste social de las reformas, aunque sufre una crisis significativa cuando se frustran las expectativas de crecimiento sostenido creadas por las propias reformas. Si se consigue que la opinión pública interiorice la necesidad de las reformas, los costes de éstas pueden ser absorbidos sin crear problemas de gobernabilidad. La hiperinflación, en particular, modifica las expectativas y preferencias de los ciudadanos y los induce a aceptar la idea de buscar en el mercado los beneficios y las ventajas que anteriormente reclamaban del Estado. Pero una situación prolongada de estancamiento puede conducir a los mismos resultados si el gobierno tiene recursos para controlar el malestar social, como lo muestra el caso mexicano durante el sexenio de Miguel de la Madrid.
Ahora bien, una vez que se anuncia la recuperación del crecimiento económico los perdedores de las reformas esperan también recuperar rápidamente su posición anterior. Lo que puede cambiar más decisivamente es la estructura organizativa de los intereses, si la apertura del mercado interno significa una drástica reducción del número de trabajadores del sector formal, o de los sindicatos de las empresas públicas al haberse privatizado éstas, o de los empresarios pequeños y medios. Es más difícil imaginar que las personas concretas hayan dejado de responsabilizar al Estado de la resolución de sus problemas económicos por más que hubieran aceptado formalmente la lógica del mercado en sustitución de anteriores concepciones estatistas.
Si el crecimiento se detiene, si el empleo escasea y los salarios caen o se estancan, los gobiernos no pueden confiar en que los ciudadanos culpen a las circunstancias adversas en los mercados y mantengan su confianza y su apoyo a los gobernantes. Se puede afirmar que ésta no es una singularidad del intercambio particularizado, y que los ciudadanos siempre responsabilizan a los gobiernos de su propia situación económica, pero esto no es completamente exacto: una cuestión muy discutida en los modelos económicos de explicación del voto es la parte de responsabilidad que los ciudadanos atribuyen a los gobiernos y a la suerte y el esfuerzo individuales en la marcha de su economía personal. Parece lógico pensar que esa distribución de responsabilidades varía de acuerdo con las trayectorias nacionales de gobierno de la economía, y que en los países que han tenido experiencias más fuertes y duraderas de intervención y discrecionalidad estatales en el terreno económico las exigencias a los gobiernos serán mucho más personalizadas y particularizadas, y menos sociotrópicas, es decir, menos orientadas a la mejora de la situación económica general (Kinder y Kiewiet, 1981).
La idea sería entonces que los gobernantes que asumen las reformas pueden mantener la confianza de sus seguidores, pese a los costes de las reformas, en la medida en que, frente a la percepción social de una crisis grave, consiguen presentarse como capaces de superarla. De hecho, se puede argumentar que la valoración positiva de los gobernantes reformistas no depende tanto de un sentimiento de mejora económica individual por parte de los electores como de la percepción de que aquéllos gobiernan realmente la economía (Echegaray, 1996). No obstante, si la crisis reaparece, o el nuevo modelo se asienta, una vez superada la situación de emergencia, sin satisfacer las expectativas creadas, la lógica del particularismo reaparece en la forma de una pérdida de confianza en los gobiernos.
El problema surge cuando las alternativas políticas de los gobiernos no son creíbles. Un caso no poco frecuente es el de sistemas bipartidistas en los que el partido ahora en la oposición ha tenido una gestión económica desastrosa cuando estaba en el gobierno. Otra posibilidad es que el principal partido de oposición no inspire confianza porque su discurso económico parezca poner en cuestión los aspectos positivos del nuevo modelo. Los mismos electores frustrados por la reaparición de la crisis o por la incapacidad del modelo para satisfacer sus expectativas pueden mostrarse muy cautelosos ante la posibilidad de que un cambio de gobierno cree de nuevo una situación de ingobernabilidad económica (asociada en los casos extremos a la hiperinflación).
Tanto una mala gestión anterior como un discurso económico percibido como poco realista pueden hacer que los ciudadanos económicamente insatisfechos desconfíen del partido que en condiciones normales constituiría la alternativa natural de gobierno. Y existe una posibilidad aún más insatisfactoria: la de países como Venezuela, donde un gobierno se desacreditó en el intento de introducir reformas y se ha formado un nuevo gobierno que, tras prometer dar marcha atrás en el camino emprendido por el anterior, se ve obligado por la fuerza de las circunstancias a reemprender las reformas en condiciones económicas más difíciles y con una grave pérdida de credibilidad. En todos estos casos, la doble desconfianza hacia los gobiernos y hacia los partidos que deberían ser su alternativa conduce a un fuerte sentimiento social de crítica de la política y de los políticos. De la frustración hacia los gobiernos se pasa a la desconfianza hacia los partidos como instrumentos de representación.
3. Democracia y desconfianza política
Una actitud crítica y de desconfianza hacia los políticos y los partidos políticos se da hoy en todos los regímenes democráticos. Se ha discutido mucho su alcance, en especial en relación con el auge de nuevas formas de participación política, pero en la actualidad existe cierto consenso en que, en Europa y Estados Unidos, el crecimiento de la participación política no convencional no implica necesariamente una caída de la participación electoral, en que no existe una crisis profunda de legitimidad de las instituciones democráticas, y en que el mayor talante crítico hacia los partidos es consecuencia de su creciente valoración en función de los resultados políticos que ofrecen (Fuchs y Klingemann, 1995).
En este sentido, la frustración de las expectativas de los electores parece un factor decisivo a la hora de explicar la baja valoración de la política partidaria, y éste sería el caso de los países de América Latina en que han fracasado las reformas, pero han sido reemprendidas por gobiernos de los mismos partidos que las criticaron desde la oposición, o en los que el modelo ha sido incapaz de satisfacer las expectativas traídas por las reformas. Además, habría una componente adicional para la desconfianza hacia los partidos: la pérdida de identificación con éstos.
La relación de los electores con los partidos no es puramente instrumental en el sentido de la teoría de la elección racional, tal y como se presenta, por ejemplo, en la obra clasica de Downs (1957), sino que tiene un componente expresivo: al votar, los electores no sólo hacen un cálculo en función de sus intereses, sino que expresan (reafirmándola) su identificación con el partido al que votan. Sin este componente expresivo, que implica que los electores obtienen una satisfacción del simple hecho de votar, independientemente de los beneficios diferidos que esperen obtener de su voto, no se podría entender su decisión de votar, ya que la repercusión esperable de un solo voto en el resultado final es casi nula, y la acción de votar siempre implica ciertos costes personales (Fiorina, 1976). De ahí la importancia del estudio de los vínculos de identificación de los electores con los partidos.
Sobre estos vínculos existen al menos dos visiones. Desde la perspectiva de la elección racional, la identificación con un partido sería algo así como una cuenta corriente de confianza en dicho partido a partir de sus actuaciones anteriores: una evaluación retrospectiva ponderada. Desde el enfoque de la escuela de Michigan, en cambio, sería una actitud psicológica, adquirida inicialmente a través de la socialización (en la familia) y reforzada por el hecho de votar a ese partido a través del tiempo (Converse, 1969). En esta segunda visión, por supuesto, se entiende que la condición para la reiteración del voto al mismo partido es que ese voto haya tenido resultados satisfactorios, pero se atribuye más importancia al momento inicial (de formación de la actitud) que a los resultados prácticos de las experiencias más recientes de voto, que para la teoría de la elección racional son las que más pesan.
Desde ambas perspectivas, sin embargo, debería tomarse en cuenta si el elector se concibe como un individuo o como parte de un grupo o, en otros términos, si el elector valora al partido como representativo de sus intereses individuales (o familiares) o de los intereses de un grupo del que el elector se siente parte. En las sociedades europeas la identificación partidaria parece haber sido en gran medida una identificación grupal, mediada por identidades de clase, étnicas o religiosas, y se supone que la fuerza y el peso de los vínculos de identificación partidaria han disminuido en la medida en que las divisorias de clase y religiosas han ido perdiendo significación social (el caso de las divisorias étnicas es bastante más contradictorio).
Si aceptamos que en América Latina las identidades partidarias se han construido bajo la lógica del intercambio particularizado, cabe pensar que la identificación política estará vinculada a la pertenencia a grupos segmentados, particularizados respecto de las grandes divisorias sociales: no la clase obrera en general, sino los trabajadores de la empresa estatal del petróleo, por ejemplo. La consecuencia será que estos anclajes particulares de las identidades partidarias entrarán en crisis en la medida en que sus intereses se vean afectados por las reformas o que los propios colectivos desaparezcan a consecuencia de los cambios económicos y sociales traídos por ellas. Los vínculos de identificación partidaria, entonces, no se erosionarán o reducirán gradualmente, sino que mostrarán una rápida volatilidad en una coyuntura de cambio radical del modelo económico.
La frustración ante los resultados de la gestión de los gobiernos, en una situación en la que las alternativas no parezcan creíbles, puede conducir así en mayor medida a la agresividad contra los partidos y los políticos, ya que la base particularizada de intereses de la identificación partidaria es altamente vulnerable a los cambios económicos profundos. Todo este conjunto de factores apunta a la búsqueda de alternativas extrapartidarias por parte de los electores, fruto no sólo de la falta de expectativas respecto de los partidos establecidos sino de un deseo de castigarlos que no encuentra el límite esperable de la lealtad partidaria. Un ejemplo extremo sería la apuesta en 1988 del sindicato de Pemex, en México, por el candidato escindido del PRI, Cuauhtémoc Cárdenas, frente al candidato oficial, Carlos Salinas de Gortari.
En teoría al menos, la volatilidad de los anclajes partidarios y la búsqueda de alternativas a la oferta de los partidos establecidos pueden facilitar la adaptación del sistema político a la nueva configuración social de intereses y demandas. Es bastante esperable que un cambio radical del modelo económico exija una transformación del sistema de partidos, lo que puede traducirse en cambios en los partidos existentes o en la aparición de otros nuevos que den expresión a los intereses y grupos que no se sienten representados por aquéllos. Una mayor competencia electoral puede acelerar la adaptación de los partidos tradicionales, independientemente de que los nuevos partidos se consoliden o no y, por tanto, puede tener consecuencias positivas.
De la misma forma, la disminución de la identificación política podría suponer el auge de un nuevo tipo de elector, más informado y exigente, que decidiría su voto racionalmente a la vista de la oferta de los partidos, y al que llevaría a participar el deseo de afirmar la efectividad de su voto. Parece lógico suponer que este nuevo tipo de elector se dará sobre todo en aquellas capas sociales de niveles culturales medios y altos, que tengan fácil acceso a la información política y el interés y los recursos suficientes para recopilarla y analizarla antes de decidir. Cabe temer, en cambio, que en los grupos sociales de menores recursos culturales y comunicativos la desaparición de la identificación partidaria (o la pérdida de credibilidad de quienes la mantienen) deje paso a un voto no necesariamente más racional, sino simplemente dominado por la agresividad y el deseo de castigar a los políticos en ejercicio. En consecuencia estos sectores tendrán menor capacidad para conseguir una representación efectiva de sus intereses, a la vez que su voto puede dificultar la estabilidad de las políticas.
En este punto es necesario tomar en cuenta que una condición necesaria para la eficacia de la representación política es la institucionalización de los partidos. Uno de los factores a los que se ha apuntado en el pasado para explicar la fragilidad de las democracias latinoamericanas ha sido su supuesto bajo nivel de institucionalización, pero en este punto no caben las generalizaciones. En términos globales, los partidos latinoamericanos habían alcanzado en los años ochenta niveles muy razonables de institucionalización (Dix, 1992), y sólo en algunos países (Bolivia, Brasil, Perú y Ecuador) se podía hablar de sistemas de partidos incipientes, aunque en el caso boliviano se estuviera produciendo una rápida consolidación (Mainwaring y Scully, 1995).
La institucionalización de los partidos es necesaria para la representación política, porque sin ella no existe una estructura de incentivos que conduzca a la responsabilidad democrática. En condiciones de baja institucionalización los políticos electos pueden cambiar de programa o de partido sin pagar precio alguno, y la indisciplina partidaria y la circulación de élites entre los partidos (o al menos entre los que poseen identidades más próximas) dificultan la formación de acuerdos legislativos estables o retrasan y encarecen enormemente el proceso legislativo. Un ejemplo reciente ha sido la tramitación parlamentaria en Brasil de las reformas necesarias para el control de las finanzas públicas impulsadas por el gobierno de Fernando Henrique Cardoso. La necesidad de garantizar mayorías, o al menos un núcleo disciplinado estable a partir del cual construirlas, puede conducir además (como en el caso brasileño) a coaliciones de gobierno heterogéneas ideológicamente, lo que a su vez favorece la desidentificación política y acentúa el problema de la baja institucionalización.
Pues bien, se puede presentar el problema de que la frustración de los electores, en condiciones de crisis de los anclajes partidarios, ponga en marcha un fuerte proceso de desinstitucionalización al favorecer las candidaturas coyunturales y/o personalizadas. Es sabido que la importancia creciente de los medios masivos en los procesos de comunicación política favorece la personalización, convirtiendo la valoración de programas o propuestas en valoración de los políticos que las encarnan. La lógica del intercambio particularizado, por otra parte, induce la creación de vínculos personalizados, por lo que cabe esperar que la tendencia a la personalización de la política sea mayor en sociedades en las que aquella lógica ha sido la base de la representación política. El peso de los medios masivos de comunicación y los hábitos sociales se combinarían así para favorecer la personalización de la política en América Latina.
En la medida en que los candidatos representan proyectos partidarios institucionalizados, la personalización de la política no significa necesariamente su banalización: de hecho, lo que el público valora es la competencia o credibilidad del candidato para llevar a la práctica las propuestas de su programa, no su carácter o atractivo personal (Wattenberg, 1995). Muy distinta es la situación que se presenta cuando una candidatura personalizada no tiene detrás una identidad partidaria definida, ni un verdadero proyecto político. En el caso de una elección presidencial, esto significa la posible elección de un gobernante que previsiblemente no contará con mayoría en el Poder Legislativo, y que tratará de imponer su legitimidad plebiscitaria sobre la legitimidad representativa del Parlamento.
Esto, a su vez, significa un grave riesgo de crisis institucional, como se puso de manifiesto con el autogolpe de Estado del presidente Fujimori en Perú, pero en todo caso acentuará la tendencia del régimen democrático a derivar hacia una democracia delegativa, por utilizar la expresión de O'Donnell (1992). La pérdida de control del Legislativo no sólo favorece la irresponsabilidad del gobernante, sino también la tendencia a la manipulación del Poder Judicial introduciendo, por ejemplo, modificaciones irregulares de los máximos órganos judiciales, como ha sucedido en Argentina y Perú con los mandatos de Menem y Fujimori, respectivamente.
Todo ello constituye un indudable deterioro de la institucionalidad democrática, y no sólo del sistema de partidos. Pero, además, si los resultados obtenidos por el gobernante no son satisfactorios, la pérdida social de confianza en la política y en los partidos puede acelerarse. El gobierno de Caldera en Venezuela y la efímera experiencia de Bucaram en Ecuador son ejemplos de experiencias personalizadas fallidas que, contra lo que podría haberse pensado de antemano, no han contribuido a que los ciudadanos valoren la superioridad de los partidos institucionalizados, sino a una descomposición aún mayor del sistema de partidos, que en el caso venezolano ha conducido a la elección como presidente de un antiguo golpista con un programa de demolición institucional.
Es difícil valorar los riesgos que para la continuidad de la democracia conllevan estos procesos de deterioro institucional y de descomposición del sistema de partidos. A corto plazo parece indudable que suponen una dificultad adicional para formular políticas capaces de superar las desigualdades sociales y de dar estabilidad al crecimiento económico, aunque sólo sea por la incertidumbre que introducen sobre la continuidad de las políticas y sobre el marco institucional en el que éstas se inscriben. En el contexto de una economía global, en la que los mercados financieros y los inversores valoran especialmente las garantías de estabilidad, los liderazgos personalizados introducen fuertes factores de riesgo.
Si tales liderazgos logran consolidarse e introducir reformas económicas, su carácter excepcional convierte la alternancia en un riesgo potencial para el mantenimiento del modelo (algo que Menem y Fujimori explotan asiduamente en su voluntad de perpetuarse en el poder). Y si no lo logran, como en Venezuela o Ecuador, el rumbo errático de las políticas supone un alto coste por la desconfianza que provoca en los mercados, más allá del propio coste que puedan suponer los errores de gestión y la necesidad de cambiar el rumbo de las políticas en situaciones de menor margen de maniobra.
Si el análisis desarrollado aquí es correcto, el principal problema para la democracia en América Latina no es entonces el empeoramiento de las desigualdades que puedan haber traído las reformas económicas, sino la dificultad de los partidos políticos para mantener la confianza social como mecanismos de representación de las demandas e intereses sociales. A la inevitable crisis de adaptación, derivada del cambio económico y social provocado por la quiebra del modelo de industrialización sustitutiva, se suma la fragilidad de unas identidades partidarias basadas en el intercambio particularizado y, por tanto, especialmente inadecuadas para lograr un consenso en defensa del interés general.
La conclusión sería, entonces, que la renovación y la reafirmación de las identidades partidarias es hoy una tarea necesaria tanto para la buena marcha de la democracia, como para que se puedan introducir políticas que combinen el desarrollo económico y la corrección de las desigualdades, y para que estas políticas puedan tener continuidad en un marco institucional estable y democrático. Durante mucho tiempo hemos culpado a la economía, a los modelos nacionales o al entorno internacional, de los males sociales y políticos de América Latina. Ahora, en cambio, podría ser el momento de volver a poner la política en el primer plano.
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Actualmente es director y profesor de Investigación en Ciencia Política en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas del Instituto de Estudios Sociales Avanzados de Madrid. Ha sido también profesor titular de Sociología en la Universidad Complutense de Madrid. Fue presidente de la Fundación Pablo Iglesias y preside a la fecha la Fundación Jaime Vera. Es miembro de los consejos editoriales de la revistas América Latina Hoy, Revista Internacional de Sociología y Zona Abierta, de la que también es director desde 1987. Es autor de varios libros, entre ellos Tras el diluvio: la izquierda ante el fin de siglo y Democracia y desarrollo industrial, además de diversos artículos en publicaciones periódicas como el diario El País y la revista Claves, en España. En México ha colaborado con las revistas Nexos, Etcétera, Foro Internacional y el diario Crónica. Entre sus investigaciones más recientes se cuentan: "La consolidación democrática en España: comportamiento electoral y decisión de voto" y "Actores sociales e instituciones políticas en los procesos de reforma económica."