FELIPE GONZÁLEZ
Colección Temas de la Democracia

Serie Conferencias Magistrales

 

Presentación

La aceptabilidad de la derrota, esencia de la democracia

Comentarios derivados de las preguntas del auditorio

Sobre el autor 


Presentación

 En el marco de la Conferencia Internacional "Fortaleci-
miento de la democracia a través de la educación cívica", organizada conjuntamente por CIVITAS Internacional y el Instituto Federal Electoral en septiembre de 1999, Felipe González, ex presidente del Gobierno Español, dictó la conferencia inaugural, con el título de "La aceptabilidad de la derrota, esencia de la democracia".

Se trata de una reflexión general, con base en su amplia experiencia como político comprometido con la democracia, en torno de diversos elementos que, desde su perspectiva, contribuyen a su desarrollo. De acuerdo con el autor, este sistema político se define a partir de la aceptabilidad de la derrota, entendida como la garantía de condiciones equitativas de competencia entre las diversas ofertas políticas. Así, distingue la aceptabilidad como un elemento permanente de la aceptación, que es un acto delimitado. Ello porque, dada la incertidumbre en los resultados del juego democrático, la seguridad no puede estar más que en sus reglas. De ahí que sea indispensable el acuerdo constante, en términos de un compromiso cívico que refuerce al sistema, con la posibilidad de ganar o de perder sin deslegitimar sus mecanismos. Para ello, señala González, es necesaria una serie de condiciones de aceptabilidad, algunas de las cuales menciona brevemente, subrayando siempre que la democracia se debe perfeccionar y desarrollar plenamente. Tras aclarar que no establece una jerarquía en la exposición de los elementos, apunta en primer lugar la neutralidad en las instituciones, que permita la confrontación de las alternativas en la arena política. Subraya enseguida el apego a la legalidad (llamada por él "lealtad constitucional"), esto es, el compromiso fundamental de los ciudadanos y los actores políticos que permite ir perfeccionando los acuerdos básicos sin rupturas en el sistema como un todo. La relación entre los poderes Legislativo y Ejecutivo es examinada rápidamente por el autor, quien anota que se requiere desarrollar una cultura de la aproximación que tendría, desde su punto de vista, una dimensión educativa "extraordinariamente importante" en el fortalecimiento de la democracia. Recupera también la importancia de desarrollar la legislación electoral y la transparencia en el financiamiento a los partidos políticos.

Más adelante dirige la atención hacia nuevos elementos, cuyo papel en el funcionamiento del sistema político es necesario plantear en el análisis, como los medios de comunicación, entre los que cuenta las redes electrónicas, que tendrán la responsabilidad de permitir un acceso equitativo a la relación con los ciudadanos. El autor se refiere también a un cambio en "los contenidos del poder político", en la definición misma del Estado-nación, derivado de la revolución tecnológica y la globalización en la economía, las finanzas y la información. En ese punto nuevamente expone la relación de quienes ejercen el poder con la ciudadanía, la atención a sus necesidades, el reconocimiento de su identidad, la aceptación de la diversidad y el desarrollo de una cohesión social.

Asimismo, aborda tres temas más de reflexión para la consolidación de un sistema democrático: la importancia de la impartición de justicia, la consideración a las cuestiones de política exterior y la renuncia a la violencia para el acceso al poder. Finalmente, retomando el tema del fortalecimiento de la democracia a través de la educación cívica, insiste en la necesidad de formar una ciudadanía cuyo compromiso cívico se ejerza activamente en diversas formas de participación.

Para el Instituto Federal Electoral es una tarea fundamental contribuir a la reflexión en materia de cultura democrática y de educación cívica. Por ello, se presenta esta conferencia magistral con el objetivo de alcanzar al público interesado y enriquecer el debate en estos campos.

Instituto Federal Electora


La aceptabilidad de la derrota, esencia de la democracia 

Me sobrecoge un poco que anuncien que ésta es una Conferencia Magistral, pues mi intención no es que sea magistral, y ni siquiera que sea conferencia. Quiero con ello desolemnizar la comunicación de los políticos con los ciudadanos. Creo que de esta forma contribuyo a la necesaria educación cívica. Si aparecemos tan solemnes, tan formalmente recubiertos de solemnidad, difícilmente los ciudadanos nos sentirán próximos a los que de algún modo nos dedicamos a la política. Debo decir, además, que cada vez creo menos que las conferencias sirvan para transmitir conocimiento, y cada vez me interesa más el diálogo.
CIVITAS tiene en su símbolo una columna griega, recordando a la vieja Atenas. En este sentido, recordemos lo que era la educación en el ágora. Quedan muy pocos textos escritos y muy pocas conferencias magistrales al respecto, porque lo que había era más una cultura educativa conversacional, a veces peripatética que cuidaba no sólo el espíritu, sino el cuerpo, con aquella famosa máxima "men sana in corpore sano" como medio de fomentar el compromiso cívico de los atenienses. No me voy a poner muy formal y por ello ofrezco anticipadamente disculpas.

Quiero decir, además, que cuando doy las gracias por estar en este foro no se trata de una fórmula de cortesía. Se lo he dicho al presidente del Consejo General del Instituto Federal Electoral: siento una deuda de gratitud con México. Nací en 1942, por lo tanto, ya acabada la llamada Guerra Civil, incivil a mi juicio, en España, que produjo un importante flujo migratorio, lo cual ha constituido una de las especialidades que hemos tenido en mi país durante los siglos xix y xx. Afortunadamente la hemos corregido en la transición. Pero durante mucho tiempo la particularidad de España ha sido exportar capital humano en lugar de bienes y servicios. Unas veces ha sido por razones económicas, y otras por razones políticas. Ahora, al menos, hemos superado esa parte de nuestra especialización. En ocasiones, cuando me preguntan de qué me siento más satisfecho de mi experiencia en la oposición y en el gobierno, suelo decir que no de los kilómetros de carreteras ni de las telecomunicaciones, ni del incremento de la renta per cápita, sino de algo que me gustaría que se entendiera bien: de lo que más satisfecho estoy es de haber contribuido a la reconciliación de mis compatriotas con su pasaporte. Sí, creo que es la contribución más seria que he hecho a la historia de España. Esa pelea que durante tantos años hemos tenido muchos españoles con nuestra identidad y con nuestro pasaporte se ha ido superando por una o por otras razones. Espero que no se pierda.

Hoy quiero hablar como un ciudadano comprometido, no como ex presidente del gobierno español, a pesar de que lo fui durante un tiempo, que seguramente para algunos ha sido demasiado largo _por eso reclamaban la alternancia como esencia de la democracia_, y para otros demasiado corto. Para mí, debo decir que fue suficiente y que durante todo el tiempo mi compromiso fue siempre moral, de una cierta repugnancia frente a la dictadura. Fue ese compromiso el que me permitió después ir discriminado respecto al sitio en que me ubicaba para sobrepasar la muralla de la dictadura y adquirir la condición de ciudadano, superando así la de súbdito. Pero hoy, salvo error, no quiero hacer contrabando ideológico. Puedo equivocarme, por ello solicito una actitud defensiva frente a cualquier componente de mi intervención que comporte adscripción ideológica. En realidad, me importa más la ciudadanía comprometida con la democracia que las distintas alternativas que en la democracia pueden y deben ser incluidas. Precisamente ese compromiso cívico me llevó, después de luchar contra la dictadura, a negociar, pactar, ceder, comprender al otro y compartir con el otro, acortando distancias, en el periodo que se conoce como la transición.

Contaba esta mañana, en una reunión cerrada _aunque suelo decir lo mismo en público que en privado, lo cual me deja muy tranquilo_, que en aquellos días le pedimos a Adolfo Suárez que ya que él venía de ser designado y de tener todo el poder, que no compitiera en esas primeras elecciones pues jugaría con mucha ventaja. Y la verdad es que después tuvimos que agradecerle que no nos hiciera caso. No nos hizo caso. Esa fue la única parte que no aceptó. Ya aceptaba bastantes cosas, pero se creía con derecho a participar, y yo creo que lo tenía.

He participado en muchos procesos electorales. Perdí dos elecciones, después gané cuatro seguidas y volví a perder otra en 1996. Y con esto entro en el contenido de la conferencia. Comparto con un amigo, profesor en la Universidad de Nueva York, de origen polaco, Adam Przeworski, mi convicción profunda de que lo que define a la democracia es la aceptabilidad de la derrota. La aceptabilidad de la victoria es facilísima. Todo el mundo está dispuesto a aceptar la victoria en un sistema democrático o no democrático. Sin embargo, no sucede así con la aceptabilidad _no la aceptación, que es un momento_ de la derrota con carácter previo y posterior al momento incierto, que es esencial para la democracia, en el que el ciudadano vota entre una, dos, tres o cuatro alternativas entregando su soberanía individual en manos de líderes y grupos políticos determinados. La aceptabilidad ex ante y ex post de la derrota es lo que define a un sistema democrático maduro. Insisto, se trata de la aceptabilidad de la derrota, no la de la victoria.

La aceptabilidad previa cualifica a las fuerzas políticas en presencia, porque se comprometen a competir no para ganar, sino para tener una razonable igualdad de oportunidad de ganar o de perder. Se comprometen así tanto a ganar como a aceptar que pierdan, en el supuesto de que las condiciones sean razonablemente igualitarias en la participación. La democracia es el sistema más incierto que existe, desde el punto de vista de la definición actual. Por tanto, es afortunadamente el más imperfecto. Los más perfectos son los totalitarios. En ellos todo es previsible. La democracia, por el contrario, tiene un elemento de incertidumbre muy fuerte. Y esa incertidumbre tiene que ser compensada con un compromiso cívico de las opciones, que son ofertas políticas, de aceptar las reglas del juego y, por tanto, de aceptar la hipótesis de la derrota, que es lo que elimina la incertidumbre a partir del pronunciamiento de los ciudadanos.

No obstante, hay que crear las condiciones de la aceptabilidad de la derrota. Éstas no vienen dadas y, además, exigen la neutralidad institucional, entre otras cosas. Las instituciones tienen que formar parte del juego democrático, pero tienen que adoptar una posición que se aproxime lo más posible a la neutralidad frente a la confrontación de alternativas político-democráticas. Es cierto, también, que la democracia es un sistema perfectible. Se dice que la democracia es el peor sistema si excluimos todos los demás. Teniendo en cuenta ese factor de perfectibilidad de la democracia, uno de sus riesgos _y uno de los más presentes en los procesos de consolidación democrática_ es el ser cuestionado por los fundamentalistas demócratas, a quienes nunca les parece perfecto el sistema. Ese fundamentalismo, a veces, produce una alteración en la aceptabilidad de la derrota y de las reglas del juego.

Voy a señalar brevemente, porque al final me centraré en lo que yo entiendo que puede ser una ciudadanía comprometida, algunos de los elementos que conformarían un sistema, en mi experiencia, que hiciera aceptable la derrota y, por tanto, que consolidara la democracia. Algunos son tradicionales, están, digamos, en la ciencia política, si es que eso existe. Todavía no sé si hay alguna universidad que enseñe cómo ser presidente de gobierno. Me hubiera gustado inscribirme en ella para no haber cometido los errores que cometí. Creo que todavía no hay nadie que enseñe cómo ser presidente de gobierno, pero sí cómo se analiza el comportamiento de un presidente de gobierno. De eso hay muchos La lealtad constitucional especialistas. Y ahora, de acuerdo con mi experiencia, voy a exponer algunos elementos, aunque sin pretensión de jerarquizarlos.

La lealtad constitucional

Un factor clave para la acepta-bilidad de la derrota es la lealtad constitucional. Decía el presidente del Consejo General del ife que frente a los sistemas rupturistas, los sistemas reformadores tratan de ir perfeccionando el juego, las reglas del juego. Si pongo de manifiesto la lealtad constitucional es porque se trata de un problema que subyace en nuestra convivencia política en España, y que sigue sin estar definitivamente resuelto. Nuestra cultura como españoles no es la del pacto. El que pacta está cediendo, traiciona sus ideas. Hay que ganar o perder, pero nunca convenir. Bueno, pues una Constitución duradera en España, por primera vez en la historia, es una Constitución lo suficientemente sabia como para no darle plena satisfacción a nadie. Para que todo el mundo esté razonablemente satisfecho, nadie tiene que estar plenamente satisfecho.

La lealtad no es un juego de palabras, es algo más. Pero yo no quiero exaltar la democracia porque no deseo caer en el fundamentalismo democrático. Toda mi vida he luchado por vivir en una sociedad democrática, y eso me exige respetar que otros tienen otras ideas, que seguramente para ellos son tan buenas como lo son las mías para mí. Eso me obliga, por tanto, a tener una cultura de compromiso. Y la Constitución es el compromiso de los compromisos. Curiosamente, toda constitución prevé no su suicidio, pero sí sus mecanismos para reformarse cuando no se considere suficientemente incluyente de la pluralidad de posiciones que trata de representar. No obstante, algunos creen que las reglas del juego constitucional no son respetables si no coinciden con su apreciación de lo que debe ser la inclusión democrática pluralista. Por tanto, lo primero es la lealtad. Lealtad incluso cuando se nombra un árbitro que interpreta la Constitución, como lo es el Tribunal Constitucional. A mí no me gustan todas las sentencias de ese Tribunal en España, lo cual no quiere decir que lo descalifique. El Tribunal Constitucional arbitra la interpretación de la Constitución, y aunque no sea la interpretación que me guste la acepto, porque si no, la convivencia democrática sería imposible.

El control parlamentario

El Parlamento funciona por autorregulación, y una de sus tareas principales es la de controlar al Ejecutivo. El problema es que, en una sociedad como la actual, resulta cada vez es más difícil ejercer control ex ante. Casi siempre se hace ex post, después de tomar alguna decisión. Y esto es así, en parte, porque ningún Poder Ejecutivo responsable puede permanecer inerme ante cualquier variación de las circunstancias que hoy, dentro de la globalización, se produce de forma extremadamente rápida. El Poder Ejecutivo no puede dejar de tomar una decisión porque el Parlamento la está discutiendo, la está pensando. Por tanto, de nuevo, desde la experiencia democrática, veo La aceptabilidad de la derrota, esencia de la democracia que hay un problema de control parlamentario sobre las decisiones del Ejecutivo, porque el control casi nunca se produce ex ante.

Por ejemplo, en las negociaciones internacionales los parlamentos quieren controlar antes las condiciones de la negociación. Eso no está mal, dirían algunos. Pero cuando son públicas las condiciones mínimas de negociación aceptables para el Ejecutivo y el Parlamento, esas condiciones mínimas se convierten en máximas para el interlocutor internacional con el que se negocia. Ellos ya saben lo que uno acepta. Por tanto, no van a negociar por encima de eso, sino a partir de ello y hacia abajo. En los conflictos de intereses eso es evidente. Y si la madurez democrática no lo comprende, el Ejecutivo tendrá la necesidad "de engañar al Parlamento" y no enseñarle todas sus cartas negociadoras a nivel internacional. Eso forma parte de las reglas del juego y de la madurez democrática. Es fundamental. Pero cuando hablo de funcionamiento autorregulado del Parlamento, también me refiero al Parlamento como el marco en el que se solucionan los conflictos. Creo sinceramente que compartimos algunos "demonios históricos".

Tengo la sensación de que en México se ve mal que un partido político llegue a un acuerdo con otro. Aquí se llama "transar" [concertar], ¿verdad? Yo creo que los partidos están para eso. ¿Qué va a pasar desde el punto de vista de la gobernabilidad en México, si al día siguiente de las elecciones nadie tiene mayoría? Si nadie "transa", no habrá presupuesto, no habrá leyes aprobadas por la mayoría. Tendrá que haber una cultura de la aproximación en la que uno deja parte de su verdad, para comprender la verdad del otro. Si no, no se consolidará. Eso sí que es un cambio cultural, La legislación electoral un cambio cultural que tiene, sin duda, una dimensión educativa extraordinariamente importante.

La legislación electoral

La legislación electoral es clave, pero no debemos creer que hay algún sistema perfecto, también depende la afectación cultural de uno u otro sistema: mayoritario, proporcional, proporcional corregido. No voy a detenerme mucho en eso. El fundamentalismo democrático nos llevaría a decir que el sistema más democrático, el más puro, es el de proporcionalidad pura: que cada uno tenga el nivel de representación proporcional. Sin embargo, la experiencia histórica _que para algo sirve_ nos dice que los sistemas mayoritarios han sido más resistentes a las tentaciones autoritarias que los sistemas de proporcionalidad, y yo vivo en un sistema proporcional. No estoy haciendo una alabanza al sistema mayoritario frente al proporcional. Sólo digo que, en términos históricos, los sistemas mayoritarios han sido más resistentes a las tentaciones autoritarias que los sistemas de proporcionalidad.

Los sistemas de proporcionalidad corregida, con ayuda del método D'Hont, que favorecen a los partidos que tienen una representación mayor, son más estables que los de proporcionalidad pura que conducen, por ejemplo, a que Italia tenga un gobierno cada siete u ocho meses. En ese país hay una gran revolución institucional y se vive en una permanente transición. Parece que nunca se va a terminar esa revolución institucional para darle más estabilidad al juego democrático.  

Medios de comunicación y democracia

Me gustaría destacar algunos de los elementos nuevos de las reglas del juego que fortalecen al sistema. Siempre ha sido interesante, importantísima, la reflexión sobre los medios de comunicación y la democracia, pero nunca como hoy la democracia se ha vuelto "mediocracia", y no lo digo en el sentido peyorativo. La democracia ha sido mediática. La prensa no es el cuarto poder, es el poder que filtra cualquier tipo de poder. Y la culpa de ello no es de los medios de comunicación sino de la estupidez de esa queja permanente de los políticos, de que los periodistas no dicen lo que ellos quieren decir. Esa permanente queja no tiene ningún sentido. No es responsabilidad de la prensa, que también tiene sus responsabilidades cívicas, sino de los políticos que sistemáticamente confundimos opinión pública con opinión publicada.

Esa confusión es la que nos lleva a ceder a los medios, a los periodistas, el privilegio de decidir nuestra agenda. Hablo de la agenda de lo que yo considero importante. Seguramente lo importante es lo que estoy diciendo aquí, si no, estaría traicionando su confianza, incluso corriendo el riesgo de que la prensa me interprete mal. Y si yo considero importante esto, y esto es lo que me gustaría que los ciudadanos conocieran como mi opinión, como mi posición política, no puedo cometer el error de salir de aquí y hablar de no sé que cosa que me van a preguntar a la salida, y que no tenga nada que ver con esto y que mañana será un titular de prensa. Mañana no me podré quejar del titular, porque yo lo habré suministrado. No habré decidido yo la agenda de lo que considero importante como responsable político, lo habrá decidido cualquier periodista que me haya hecho una pregunta, o el director del medio. Debo decir que eso no es ofensivo para los medios. Al contrario, han ganado la batalla fantástica de decidir qué es lo prioritario, también desde el punto de vista político, y la han ganado porque los políticos seguimos creyendo que la opinión pública y la publicada son la misma cosa. Siempre he pensado que si eso fuera verdad, probablemente yo habría ganado muchas menos veces las elecciones. No digo ya la Concertación en Chile, que no hubiera ganado nunca. A lo mejor hubiera ganado en 1982, por aquello de "por el cambio", pero después había más opinión publicada en contra que en favor. Y, sin embargo, la opinión pública, que no la publicada, seguía dándome mayoría tras mayoría.

Hay un hecho que quiero poner de manifiesto, que es nuevo, que tiene que ver con la revolución tecnológica y que probablemente va a poner en crisis el papel de la comunicación, con lo que eso supone para nuestra cultura mediática. No sé cuántos periódicos se venden en México ni cuántos se leen, o cuánto impacto tiene la columna "A" o "B" que tanto preocupa al político cuando sale a la calle y cree que todo el mundo lo está mirando porque en una columna se dice no sé qué cosa. No sé cuánto impacto tiene, pero para la persona afectada la impresión es terrible. Esto está cambiando. La revolución tecnológica no sólo está estableciendo un nivel de comunicación distinto a través de Internet, que va a cambiar interactivamente la relación de los políticos con los ciudadanos, sino que también está produciendo una tentación extraordinariamente delicada sobre la que no he oído hablar en ninguna de las reuniones internacionales a las que he asistido en Washington, en Seúl o en Berlín. La tentación es que los propietarios de las autovías de la comunicación, normalmente en los países a los que pertenecemos, herederos de monopolios naturales de telecomunicaciones, no sólo quieren ser los dueños de la autopista sino de los automóviles que las utilizan. Es decir, están entrando a controlar los contenidos de la información y no sólo a explotar la concesión o la propiedad de la autopista, dando así una cierta igualdad de derechos para acceder a circular por ella. Por tanto, anuncio que habrá un problema mayor de aceptabilidad de la derrota cuando se consolide ese sistema a nivel mundial oligopólico _repito, oligopólico_ de control de los contenidos por parte de los dueños de las autopistas de la información. Y eso afectará a la democracia.

El financiamiento a los partídos

Acerca del financiamiento a los partidos políticos, tengo una opinión respecto de qué es mejor: financiamiento público o privado. Pero mi opinión al estar, sin duda, sesgada ideológicamente, interesa menos. Lo que importa, sobre todo, es destacar que el financiamiento debe ser transparente, austero y controlable. Estas tres condiciones nunca terminan de ser verdad, pero siempre hay que irlas persiguiendo, como el galgo a la liebre mecánica, a ver si algún día la mordemos. Porque si no se dan la austeridad, la transparencia y el control, la aceptabilidad de la derrota se cuestionará, sea cual sea la fuente de financiamiento.

La mercadotecnia en política no es imposible. Además, está haciendo extremadamente difícil que la oferta de un El financiamiento a los partidos grupo humano, como es un partido político, llegue a los ciudadanos al convertir el instrumento en objetivo. La mercadotecnia está haciéndonos asumir el riesgo de la banalización de la política. Todo el mundo ofrece el mismo producto. ¿Por qué? Porque el objetivo y el instrumento se confunden. Somos esclavos de una técnica de marketing que cuesta mucho dinero. Un dinero perfectamente inútil, porque no permite a los ciudadanos el mínimo discernimiento entre la oferta que constituye la fuerza política "A", la "B" o la "C". Por tanto, un gasto innecesario que crea numerosos niveles de colusión de intereses entre el que da y el que recibe, y ningún efecto desde el punto de vista del fortalecimiento de la democracia como capacidad de discernimiento entre alternativas que tengan sentido, que sean relevantes para el futuro de los ciudadanos. Muchas veces escucho decir: vote usted con racionalidad. Pero el voto no es sólo razón, el voto es identidad histórica, el voto es sentimiento. Si fuera sólo razón, tal como lo hacemos los políticos, no votaría nadie. Hay tres políticos diciendo exactamente lo mismo, hay uno que es creíble y otros dos que no lo son. Las razones son las mismas, pero la credibilidad es distinta. Por tanto, no es la razón.

La justicia y la seguridad interior

Hay dos factorses que me gustaría que fueran objeto de reflexión dentro de la formación cívica: la justicia y la seguridad interior. Hay tres ideas básicas que para mí han sido una experiencia y siguen siendo una experiencia sin resolver definitivamente. La justicia como poder del Estado o como instrumento de poder. Queremos una justicia como poder del Estado. Yo creo que fue Benito Juárez quien decía _y espero que la frase no sea apócrifa_: "Para los amigos justicia y gracia, para los enemigos la ley". Es un matiz bien importante de lo que puede ser una interpretación de la justicia, no como un poder del Estado, sino también como un instrumento de poder. No decía la ilegalidad, decía la ley para uno, y para otro la justicia con gracia. La justicia es un servicio público, es la otra dimensión. Esta mañana yo decía: hombre, que llegue tarde el autobús molesta a uno bastante; ahora, que la justicia funcione con retraso es como si no funcionara. Por tanto, no es un servicio público, digamos esencial, en el sentido que lo puede ser la educación, pero, en términos de justicia, una administración ineficiente de la justicia es una no justicia. La justicia que llega tarde equivale a la no justicia. La dimensión de servicio público es muy importante, y también lo es la responsabilidad del juzgador.

¿Quién exige responsabilidad al juzgador? En nuestro sistema, y en mi experiencia, al juez que no es impecable en su comportamiento resulta difícil exigirle responsabilidad. Y esto es así por la sencilla razón de que es otro juez el que se la tiene que exigir. Además, como no se le puede separar de su cargo en las siguientes elecciones, como sí puede hacerse con el político en turno, resulta que hay que aguantar a alguien que no es impecable, y que va a ser juez de por vida. Nadie se atreve a juzgarlo y, sin embargo, cada día es más relevante el papel del juez. Porque mientras que el político lo que hace es subir los impuestos _casi nunca los baja, aunque dice que los va a bajar_ o construir más o menos kilómetros de autovía, el juez lo que hace es decidir si uno vive en la calle o en la cárcel. Su actuación afecta a bienes que son mucho más sensibles, más relevantes, pero pueden no ser perfectamente impecables, sin que nadie esté en condiciones de exigirles responsabilidad. Si queremos que funcione la democracia, ese problema tendrá que ser permanentemente planteado y perfeccionado en su resolución.

Revolución tecnológica y poder político

Ahora quiero referirme a otro exponente nuevo del momento que vivimos. Creo que la revolución tecnológica está cambiando los contenidos del poder político, incluso la estructura, la dimensión de la política y la estructura del Estado. ¿Cómo lo diría provocati-vamente? Los políticos seguimos discutiendo a nivel local, mientras la economía, las finanzas y la información se desarrollan a nivel global. Parecería como si nada tuviera que ver lo que pasa en la economía, en el sistema financiero y en los flujos de información con la política que hacemos cada día a nivel local. En este sentido, la política se hace pequeña, y la globalización hace grande a la información, a la economía y a los sistemas financieros. Es bastante agobiante. Si no levantamos la vista y miramos por encima de la barda de nuestro corralito, hay poco porvenir. ¿Qué se está produciendo en el Estado-nación? Yo sé que a veces _incluso me ha pasado con el ex presidente De la Madrid_, cuando digo que se está produciendo una crisis del Estado-nación, se nos ponen un poco los vellos de punta. No hablo de una crisis terminal, pero sí de una crisis de redefinición de la estructura del Estado-nación y de la función de la política. Es inevitable. ¡Pero si se está produciendo en el propio Estado Unidos! ¿O es que el poder del presidente de Estados Unidos es hoy equivalente al poder que tenía hace 30 o 40 años? ¿Es que su margen para hacer política es exactamente el mismo, siendo teóricamente el poder más relevante, más importante del mundo? Seguro que no.

Eso nos está afectando a todos. Porque hay una tensión hacia la supranacionalidad y también al reparto interno del poder. Hay una cesión de soberanía hacia fuera y hacia adentro de nuestro viejo Estado-nación. Y es un fenómeno universal. No quiere decir desaparición. Quiere decir un nuevo papel del Estado-nación y un nuevo reparto del poder territorial y funcional. Y en ese reparto del poder van a influir tres criterios _por no llamarlos principios_ básicos: la subsidiariedad, la identidad y la cohesión.

La subsidiariedad es que cada poder representativo haga lo que esté en mejores condiciones de hacer para responder a las necesidades de los ciudadanos. Pero eso no es suficiente. La subsidiariedad tiene que respetar la identidad. Ningún poder representativo lo es en contra del hecho identitario nuevo en nuestra sociedad, como pauta de conformación democrática. Todos los ciudadanos considerados individualmente son iguales ante la ley. Todos hablan la misma lengua, todos tienen más o menos las mismas pautas homogéneas de comportamiento, porque para ser iguales ante la ley en los derechos, lo tienen que ser también en las obligaciones.

Ese factor de ciudadanía individual se está viendo por un hecho nuevo, que ha sido acelerado fuertemente por la caída del Muro de Berlín y por la liquidación de esa estúpida simplificación en la que hemos vivido durante casi todo el siglo xx, de que sólo hay dos sistemas alternativos. La realidad es mucho más diversa y mucho más plural. Y eso está haciendo aflorar un hecho identitario con todos sus riesgos, porque la ciudadanía no es sólo la individual, es la ciudadanía con una identidad de pertenencia cultural que tiene riesgos, incluso desde el punto de vista de lo que hemos llamado la tolerancia como valor. No me cabe duda de que en la conformación de lo que debería ser una ciudadanía comprometida, la tolerancia es mejor que la intolerancia. Pero aun así, la actitud tolerante sigue siendo una postura arrogante de quien se cree en poder de la verdad, pero acepta que otros vivan en el error, los tolera. Esto no es suficiente para el compromiso cívico. Les ruego que lo piensen. Lo digo en tono de broma, pero, ¿saben ustedes lo que pasa con los andaluces? _y yo soy andaluz_: Que cuando tienen que decir algo serio, sonríen. Y cuando no tienen nada qué decir, para compensar, se ponen muy serios y muy solemnes. Por tanto, la identidad es un criterio de reparto del poder y de respeto en ese reparto de poder.

Y el tercer criterio, que parece contradictorio con el anterior, es mantener la cohesión entre los ciudadanos y los territorios del Estado-nación. Porque si el respeto a la identidad llega al extremo de romper los elementos de cohesión entre los ciudadanos y los territorios, el Estado-nación se desagregará. Estamos en una nueva dimensión de la política. Los procesos de privatización que estamos viviendo son algo más que una moda. No son ni siquiera el triunfo del mercado, como se dice, comparando mercado y democracia. Defendí el mercado hace 20 años _me costó caro, tuve incluso una crisis en mi partido_ pero ahora digo, por favor, no hay que confundir mercado y democracia.

Porque sé que no hay democracia sin mercado. Puede haber una relación de más o menos intromisión, pero la señora democracia es siempre fiel al señor mercado. El señor mercado, cuando le conviene, se va con otra, deja a la democracia y convive bien con la dictadura. Por consiguiente, no es igual democracia y mercado. El mercado es compatible con la dictadura. La democracia no es compatible con la liquidación de la libertad económica. Y si no se entiende, no se van a entender cuáles son los auténticos valores de la democracia.

Consenso en política exterior

Hay que ponerse de acuerdo en política exterior. Un país debe tener la cultura cívica y política necesaria para no alterar caprichosamente los intereses pactados con otro país o con otros países, porque no estaría redefiniendo los intereses internos sino afectando a los demás. Y si está en condiciones de afectar a los demás en sus intereses, tiene que estar en condiciones de soportar las consecuencias. Si no las soporta, mejor que haya un consenso en política exterior.

Violencia y democracia

Una democracia incluyente de la diversidad, de posiciones político-ideológicas y de posiciones identitarias o de diversas culturas, tiene que ser una democracia exigente contra el uso de la violencia. Porque en la democracia se gana por los votos, y se renuncia a Ciudadanía comprometida ganar por las botas [por la fuerza]. Hay que optar: o los votos o las botas. Pero quien opta por las botas no puede esperar de ninguna manera que los demás le pongan paños calientes por aquello de la tolerancia. El respeto a la otredad significa incluirlo en las reglas del juego, pero la legitimidad democrática del uso de la fuerza se reserva al Estado democrático y nadie más la puede usar, salvo que corra el riesgo de que la utilicen contra él con más medios.

Ciudadania comprometida

Y termino con la ciudadanía comprometida, que era la décima de las aproximaciones. Con lo que señalé sobre la tolerancia he tenido más de un lío porque se me ha entendido mal. Yo no digo que sea malo tolerar, digo que es mucho mejor aceptar y comprender al otro; es mucho mejor la tolerancia que la intolerancia, pero la tolerancia a veces lleva a una ciudadanía no comprometida. ¿Qué significa esto? Que el compromiso no es decir "como tengo la verdad, [al otro] le doy con el instrumento de mi verdad en la cabeza para hacerle el favor de salvarlo del error y de la ignorancia". Esta frase es del fundamentalista ignorante que cree que el otro es ignorante de la verdad. Ese fundamentalista suele estar comprometido. Frente a eso la tolerancia, digamos entendida como la arrogancia del que tiene una cultura o una identidad superior, lleva a veces a errores dramáticos.

Explicaré uno de esos errores. Por ejemplo, es perfectamente aceptable desde el punto de vista de la diversidad cultural que por razones religiosas, y en su origen probablemente por razones de salud o de higiene, la circuncisión forme parte de la identidad judía. Sin embargo, me parece que no se puede ser tolerante con la ablación de clítoris que se practica en las culturas africanas porque todo aquello que supone un ataque, una agresión a la integridad física o la integridad moral básica de los seres humanos no puede justificarse por una diferencia cultural. Y quien por razones de tolerancia, un poco despótica, dice que eso forma parte de otra cultura, está asumiendo por tolerancia una falta de compromiso con los derechos humanos básicos, incluidos los derechos a que se respete la integridad física y moral, así como algo que me parece muy importante, la igualdad entre los géneros.

Sin embargo, en la diversidad identitaria y en su tratamiento está la clave de la convivencia en paz interna e internacional en el siglo xxi, porque ya no volverá el equilibrio del terror y la simplificación de los sistemas más o menos totalizadores. Espero que quienes hablaban de pensamiento único y de fin de la historia maticen, porque si, de nuevo, nos encontramos con un pensamiento único como el que yo viví desde que nací hasta que voté por primera vez, con 33 años, sea el que sea, yo me apuntaré a otro para que deje de ser único. Por tanto, ni pensamiento único ni fin de la historia. La historia está empezando. No hay un triunfo de un modelo acabado y sistemático; hay una sociedad que aspira a vivir más libre y más justamente, y que vive un fenómeno histórico doble: la globalización y la caída del Muro de Berlín. Probablemente el Muro cayó estrepitosamente porque aquella pantalla o aquella muralla que veíamos como inexpugnable perdió la batalla ante la revolución tecnológica, y lo más interesante es que la perdió por un error ideológico: porque los políticos decidieron que los científicos no tenían que estudiar eso de las ciencias de la información, que eso eran bobadas de los norteamericanos y que la ciencia básica era la física.

Para terminar, una última reflexión: En la educación cívica me gustaría que se incluyera un elemento: que la educación no sólo sea transmisión de conocimientos, porque eso no garantiza que se salga de la pasividad. Hay que educar para un compromiso cívico y, por tanto, para una iniciativa con riesgo. Por mucho conocimiento que tenga, un ser humano puede perfectamente seguir siendo pasivo y esperar en una actitud de relativismo intelectual a que alguien le resuelva su problema. En la sociedad del siglo xxi no sólo contará el conocimiento, contará una actitud de ciudadanía comprometida, con lo que sea, puede ser con la música o con un proyecto empresarial, o con la política o con cualquier organización no gubernamental. Y fíjense lo que les digo, los países que no dispongan de ese capital humano serán países que no ganarán el futuro que supone el nuevo siglo.

Gracias.


Comentarios derivados de las preguntas del auditorio

A la pregunta de cómo promover valores cívicos colectivos en sociedades privatizadas e individualizadas debo decir que no creo que el proceso de privatización esté afectando al espacio público. La izquierda a la que pertenezco ha confundido con frecuencia el objetivo y el instrumento. Entonces creíamos que la nacionalización era el objetivo, cuando el objetivo era una mejor redistribución social, una mayor solidaridad. Mientras que nosotros andábamos creyéndolo, Charles De Gaulle nacionalizaba la banca y la democracia italiana construía un gran sector público de la economía sin ese páthos o sin ese ethos de la izquierda, de la redistribución y la solidaridad; porque en realidad el instrumento, lo que daba, era la imagen de un poder añadido, pero aumentaba el espacio público. El espacio de lo público no aumenta porque el Estado haga pantalones vaqueros o automóviles. La reducción del espacio público se está produciendo por otros fenómenos, y yo no he dicho que el proceso de las privatizaciones sea necesariamente bueno en todos los casos. Hay buenas privatizaciones y bien hechas, y privatizaciones malas. Les diré lo que me preocupa, pero eso es una pregunta que no se responde sin una cierta clave ideológica.

Me preocupa, por ejemplo, que en lo que consideramos derechos ciudadanos universales, como la educación o una asistencia sanitaria básica, la privatización disfrace la responsabilidad del que tiene que dar cuenta, que siempre tiene que ser el poder público, de la satisfacción de eso que llamamos derecho universal. Este problema no es sólo de nuestros países. El presidente de Estados Unidos tiene poder para mandar 850 mil compatriotas a la Guerra del Golfo, pero no tiene poder para hacer una reforma en materia de sanidad. Este es el poder al final del siglo xx. Y cuando dije esto mismo en la New York University, los profesores me decían: "Pero usted sabe que eso tiene una explicación". Contesté entonces: "Tienen ustedes razón. Y lo que más me inquieta es que tiene explicación". Eso es lo que más me inquieta, que alguien tenga el poder para enviar compatriotas a la guerra y no tenga poder para reformar en materia de sanidad. No digo que la idea sea acertada o equivocada, no me meto en eso. Digo que sobre la guerra se puede decidir y no hay obstáculos, o son menores, y se pueden vencer. Pero la reforma de la asistencia sanitaria no se puede hacer. ¡Claro que sé que tiene explicación! Pero viviría mucho más tranquilo si no la tuviera.

En cuanto a los servicios públicos, que no son derechos universales, como por ejemplo las telecomunicaciones o los transportes, lo que me preocupa, desde el punto de vista de la responsabilidad política, no es quién los gestiona sino en qué medida la optimización del beneficio genera desigualdad de oportunidades entre los ciudadanos. Si la única regla es la optimización del beneficio, ¿por qué voy a llevar gas o energía eléctrica fuera de la ciudad de Santiago de Chile? Si en Santiago está el 70% de la población y no es rentable llevar esos servicios a cuatro mil kilómetros al sur, los ciudadanos que estén a cuatro mil kilómetros al sur no tendrán las mismas oportunidades que los ciudadanos que viven en Santiago, y harán una de estas dos cosas: o renunciar a tener las mismas oportunidades y ser, digamos, de segunda categoría, o irse a Santiago. Y después los políticos nos quejaremos de que la concentración urbana es intolerable, imparable e ingobernable.

Entonces, si uno no tiene oportunidades razonablemente iguales sobre el territorio, y eso depende del acceso a determinados servicios públicos, ¿se puede sentir igual a otro? A mi juicio, no. Y esa no es responsabilidad del empresario sino del Estado, aunque de paso debo decir que los empresarios tienen que asumir, en este nuevo modelo de privatizaciones, una dimensión diferente de su responsabilidad ante la sociedad. Sobre todo cuando brindan algunos servicios que generan igualdad o desigualdad de oportunidades, lo cual deben tener en cuenta los empresarios y también los sindicatos, porque ambos, al participar en la producción de un servicio que genera igualdad o desigualdad para los otros, tienen que tener presente la dimensión solidaria con los ciudadanos.

Para promover, decía, la aceptabilidad de la derrota, ¿cómo pueden difundirse valores cívicos relacionados con el respeto a la legalidad en medio de un contexto de banalización de la política? Digamos que es "una pescadilla que se muerde la cola". ¿Es exigible un compromiso cívico de los ciudadanos con la democracia si los responsables políticos no lo tienen? Efectivamente, si éstos no ejemplarizan más allá del discurso, es muy difícil que los ciudadanos se comprometan con el sostenimiento del sistema. Una de las garantías de que los políticos se comprometan, es que los ciudadanos les pasen la factura cuando noten que aquéllos no están comprometidos con la aceptabilidad de la derrota, o cuando banalizan la política. Pero no cabe duda de que los políticos estamos perdiendo espacio, el cual sólo se mide desde el punto de vista de la aceptación de los ciudadanos, de la participación electoral en todas las dimensiones.

La participación en Estados Unidos, una de las grandes democracias del mundo, no es una participación creciente, sino decreciente. Algún elemento del sistema, además de la banalización de la política, que es creciente, está expulsando a los ciudadanos de su compromiso de registrarse y de votar. No se sienten comprometidos con ello. Uno de tales elementos podría ser que la competencia política se ha convertido en una competencia de élites seleccionadas por su capacidad de gasto en la mercadotecnia o en la competencia electoral. Por tanto, quien no tenga esa capacidad de gasto no puede competir electoralmente. Y si tiene deseo de competir y no puede, se desentiende del sistema. Y como esa persona, existe un sinnúmero de ciudadanos. Si yo tuviera el secreto de cómo se valoriza la política y cómo se interesa a los ciudadanos en ella, la verdad es que lo hubiera empleado para no perder las últimas elecciones. Sin embargo, no me siento derrotado, porque realmente la derrota tampoco depende del resultado: depende de la coherencia que uno tenga con uno mismo, con lo que uno cree que es, como oferta a los demás. Por tanto, no me he sentido derrotado.

Y aquí en México tuve la satisfacción hace unos meses de que un ciudadano indígena, que se llama como el futbolista más famoso de este país, me dijera: "Usted que va a ser un derrotado, usted es un triunfador". Digo, pues este señor tiene razón, porque por mucho que hicimos por perder, lo conseguimos, pero por poquito, por 300,000 votos.

Me preguntan cómo se hizo en España para cambiar una cultura política permeada por la dictadura, por otra acorde a los tiempos de la transición, y comentan que en México la cultura política nació del autoritarismo, y aún no muere. Hay una cosa mágica, que es nuestra insensibilidad para percibir los cambios culturales. Esto se da sobre todo entre los que nos dedicamos a la política, aunque también entre la élite social. En España, la cultura política cambió antes de que muriera Franco. Ya era una cultura política de pacto, una cultura política madura para la transición. Los que estábamos menos maduros éramos los que estábamos sobrecargados ideológicamente de un lado y de otro. Los más comprometidos, paradójicamente, teníamos menos sensibilidad para ver que había un profundo cambio social, que había una sociedad que, desde luego, no quería que se repitiera el enfrentamiento en el sangriento ruedo ibérico.

Yo no sé que está pasando en México, pero, ¿no estará sucediendo algo parecido y no se detecta ni en la opinión publicada ni en la sensibilidad de quienes nos dedicamos a la política? Si es verdad lo que dice Varela, de que el primate superior se distingue de los primates inferiores porque es sensible al estado de ánimo de los demás, los políticos tenemos que empezar a ser sensibles a los estados de ánimo de los otros porque, si no, vamos a seguir siendo primates inferiores. Esa insensibilidad recorre, por otra parte, transversalmente, a muchos grupos profesionales. Pero, en fin, en México debe estar pasando lo que decía en su presentación don José Woldenberg, presidente del Consejo General del Instituto Federal Electoral: debe haber una conciencia general entre los ciudadanos de que las cosas han cambiado mucho más de lo que nosotros estamos dispuestos a reconocer. Porque si lo reconocemos, perdemos una buena parte de nuestro discurso político y tenemos que buscar otro. Lo cual no es cómodo.

Para hablar de cuáles son los factores o instrumentos institucionales que permiten un equilibrio entre los ciudadanos y el Estado, hay varias teorías. La liberal es la de menor injerencia del Estado. La teoría liberal de verdad, porque ahora han emergido seguidores de una nueva derecha que nunca ha leído ninguno de los fundamentos del pensamiento liberal, y que más bien son como ácratas de derecha. La verdad es que hay de todo, es la moda. Pero dentro de la teoría liberal, el Estado, con el mínimo de interferencias posibles para la autonomía del individuo, era el Estado ideal. Bueno, yo creo, y por eso comparto la ideología de fondo liberal, que el ser humano no se puede considerar de ninguna manera aislado del contexto tanto social como sociocultural. La dimensión solidaria en ese sentido está implícita en la propia estructura del ser humano. Otra cosa es que se practique o no. Las prácticas pueden ser absolutamente no solidarias, pero no es concebible un ser humano aislado de su contexto. Y el Estado, de alguna manera, es reclamado no sólo para garantizar la autonomía del individuo sino también la armonía del individuo en su dimensión social, del individuo que vive en sociedad. En mi "tribu ideológica" el error era priorizar lo colectivo sobre lo individual, mientras que el liberalismo enfatizaba lo individual y menospreciaba lo colectivo. Creo que es imposible que lo uno viva sin considerar lo otro. Creo que cada ser humano es diferente de los demás, versátil, capaz de una individualidad, que sería incomprensible si no es dentro de una cultura, de una historia, de una identidad y, por tanto, sin relacionarlo con los demás.

Preguntan de qué manera se construye cultura cívica que permita condiciones equivalentes e igualitarias desde los espacios de poder, por ejemplo, en el gobierno vigente. A esto, un británico pondría responder que, aunque nos quejemos de que su Senado no sea electo, en su país han tenido dos siglos de democracia y no les ha ido mal. No tuvieron ni a un Mussolini ni a un Hitler ni a un Franco. Vivieron razonablemente libres. El británico diría: "Mire, el césped en los parques británicos es como es, tan bonito, tan uniforme, porque tienen la constancia de regarlo, segarlo, tapar los huecos que de vez en cuando se hacen; es inevitable: se enferma una parte, lo renuevan, lo riegan, lo abonan; de nuevo lo riegan, lo abonan, lo siegan, y cuando pasan 100 años, el césped está muy bonito". Eso, a veces, desespera a los que creen que la democracia hay que construirla antes de ayer, aunque nunca se haya disfrutado de ella. Como he señalado antes, la democracia es un régimen perfectible, por tanto, tratémosla como al césped, intentemos regarla, cuidarla, tapar los agujeros que se le van formando, abonarla, y así nuestros hijos la tendrán mejor, más perfeccionada, y los hijos de nuestros hijos, aún mejor. Entonces será relevante nuestra declaración de que somos demócratas y no fundamentalistas democráticos que nos preocupamos más de qué hay de lo nuestro, que de que en verdad haya una convivencia armónica en democracia.

Por otra parte, el papel que juega la educación cívica en una transición democrática en la lucha contra la corrupción, es motivo de una o dos conferencias. Yo sigo siendo acusado de corrupto, lo cual siempre me sorprende un poco porque creo que el ser humano se mueve, digámoslo de manera divertida, por unas cuantas pasiones: la pasión por el poder, la pasión por el dinero y la otra, la buena. Uno se orienta más o menos así. Para mí personalmente, tiene muy poca importancia no corromperme por dinero, porque esa pasión no pertenece a mi espacio vital. La pasión por el poder tampoco tiene importancia, de hecho me alegré cuando perdí las últimas elecciones. De la otra pasión, no hablo. Les contaré una cosa divertida. Le pregunta una periodista a Santiago Carrillo: "¿Usted cree que Felipe González está pensando volver?" _hay un estúpido debate en España sobre si debo o no volver, sobre si quiero o no es conveniente que vuelva. Y Carrillo contestó como lo que es, un tipo inteligente y agradablemente malvado: "No, Felipe está preparando la vuelta, pero él todavía no lo sabe".  

Sobre la corrupción me gustaría presentar algo un poco más extenso en otra ocasión. Ahora sólo haré una referencia: la peor de las corrupciones, sin duda, es la corrupción del debate político, porque esa extiende inexorable y universalmente las conductas corruptas. Por eso he empezado por decir que a mí me llamaron corrupto, todavía lo siguen haciendo muchas veces, y como no tiene ningún mérito lo puedo decir con bastante tranquilidad. Mérito tiene el que le gusta el dinero de verdad, y viéndolo pasar no se queda con él. Tiene mérito porque se está conteniendo y está haciendo esos sacrificios tan típicos de nuestra cultura. ¿Qué quiero decir con eso? Que para combatir la corrupción hay que ser absolutamente precisos, hay que decir "este comportamiento es corrupto y estoy en condiciones de demostrarlo". Pero hay que referirse a ese comportamiento individual. Tal individuo es corrupto. No se puede decir que los partidos políticos son corruptos. Los partidos no tienen la posibilidad de corromperse.

La Iglesia tiene una respuesta magnífica que ha durado dos mil años. Siempre la comunidad de la Iglesia dice que ha habido, que hay y habrá fallos, aunque afirma que esos fallos son humanos, y es verdad. Pero luchar seriamente contra la corrupción significa decir: "Fulano hizo tal cosa y estoy en condiciones de demostrarlo". Ahora, como Fulano me parece sospechoso de haberse llevado no sé cuántas cosas, y se relaciona con Zutano y con Mengano, todos son una banda de corruptos. Por definición, político y corrupto es la misma cosa. Y, ¿por qué un funcionario público no político iba a dejar de tener la tentación de la corrupción, si cuando llega a casa alguien podría decirle: "El único o la única que no se aprovecha de la situación eres tú, aquí el único o la única tonta eres tú"? Por tanto, cuando se corrompe el debate político no se frena el proceso de corrupción sino que se extiende, se generaliza y, en cierto modo, se legitima un comportamiento ilegal, porque si se sabe, o se dice o se piensa que lo hacen los más poderosos, ¿por qué no lo harían los menos poderosos?

¿La aceptación y la asimilación de la derrota electoral son problemas sólo de los políticos o, sobre todo, de la ciudadanía? Se trata de un problema de los políticos, pero la ciudadanía y los políticos no están separados. Si un político, al día siguiente de una confrontación electoral o el mismo día porque ha perdido, no digo porque hayan fallado las condiciones de igualdad razonable de oportunidades, sino simplemente porque ha perdido, porque no ha sabido ganar, porque no ha sabido mostrar su oferta como una oferta relevante que interesa más que la otra, aparece en los medios públicos afirmando: "Esto es un fraude, no podemos aceptarlo" _nunca dirá "no puedo aceptar", sino que dice "no podemos aceptar la derrota"_, eso puede provocar una ruptura del sistema extremadamente grave en la que con frecuencia ni siquiera se piensa en ese momento pasional en el que deslegitima el resultado. Quien diga eso sin razón, es decir, habiendo perdido por sus propios méritos y no porque no ha tenido condiciones para ganar, se descalificará definitivamente como líder político o como responsable político.

Eso es lo que normalmente sucede. Los que quitan legitimidad al sistema suelen pagarlo muy caro en términos de apoyo cívico, y este es un camino sin retorno. Aunque es verdad que también hay políticos que no quieren la victoria sino simplemente sobrevivir con un porcentaje de aceptabilidad para lo que sea, y también tienen derecho a hacerlo si hay un electorado que los mantiene. En algunos casos, el electorado de algunos partidos _eso pasa en mi país_ se mantiene con la condición de que tal partido y su fórmula nunca ganen. Dicen: "Yo voto por este señor, pero con la condición de que no gane". Conozco a mucha gente que vota por Anguita, y que tiene un alto nivel de renta, en ocasiones más que los votantes del Partido Popular o del Partido Socialista. ¿Qué significa eso? Que hay un elector que vota por el señor Anguita con la perspectiva de que no gane. Si un día sospechara que éste va a tener el 50% de los votos dejaría de votarlo, porque su propia vida estaría afectada por el proyecto político que aquel dice representar.

Gracias.


Sobre el autor  

Felipe González es licenciado en Derecho por la Universidad de Sevilla, España. Ha impartido clases de Derecho del Trabajo en la misma institución y se desempeñó como abogado laborista durante algunos años. Ha participado en política como militante y como dirigente del Partido Socialista Obrero Español, del que fue primer secretario general. Como representante de su partido y de su país ha tomado parte en importantes proyectos y acuerdos políticos tanto al interior de España como a nivel internacional, entre otros las conversaciones de distintos grupos políticos con el gobierno, que desembocaron en la firma de los "Pactos de la Moncloa", la elaboración de la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico, la mediación ante las autoridades iraníes en el caso de los rehenes estadounidenses en 1980, el impulso al proceso de paz en Centroamérica con los países del Grupo Contadora en 1983 y el Tratado de Adhesión de España a la Comunidad Económica Europea. Fue diputado al Congreso en 1977 y presidente del gobierno español de 1982 a 1996. En 1989 le correspondió durante seis meses el cargo de presidente del Consejo Europeo.