Democracia, Educación y Capacitación Cívico - Electoral


LA DEMOCRACIA Y SUS INSTITUCIONES

Colección: Temas de la Democracia

Serie Ensayos Núm. 5

Jorge Javier Romero

Presentación

Introducción

I. El camino empedrado

II. Las instituciones como reglas del juego

III. La construcción institucional de la democracia

IV. Las instituciones de la democracia

Bibliografía

 


Presentación

"La democracia compleja es una forma de régimen político relativamente nueva en la historia de la humanidad", comienza estableciendo Jorge Javier Romero en este ensayo en el que hace un profundo análisis de la manera en que se han originado y extendido, a lo largo del siglo xx, este sistema político y las formas de Estado que hoy prevalecen. Entrelaza la visión histórica con la revisión teórica para presentar un panorama de la evolución que ha llevado a la instauración de las democracias como una forma de procesar la gran complejidad y multiplicidad de intereses que generan sociedades y mercados cada vez más impersonales y abarcantes, sin incurrir en los altos costos de la violencia.

Según el autor, ello ocurre en un largo proceso de desarrollo institucional, vale decir, de "selección estructural", en que los diversos actores políticos calificados como élites por ser la expresión más o menos acabada de grupos de intereses conforman pactos que optimizan sus posibilidades de ganancia, entendida ésta en sentido amplio. En su reflexión, Romero define a las instituciones como la cristalización de las reglas del juego de la interacción humana, y en ellas incluye tanto los mecanismos formales como los informales y elementos culturales, destacando la cultura política. Para este análisis retoma a autores como Dankwart Rustow, Douglas North, Sidney Winter, Herbert Simon, Fernando Escalante, George Tsebelis y Adam Przeworski.

La democracia, en este trabajo, queda entonces definida como el conjunto de arreglos y entramados institucionales que garantizan una estabilidad social, con reglas claras y generalmente aceptadas, que permiten procesar los conflictos de interés con un grado mínimo de violencia, y que conservan un nivel de incertidumbre suficiente para el desarrollo de economías de mercado avanzadas y complejas. En esta medida, son regímenes políticamente eficientes y pluralistas, pues deben incorporar la mayor cantidad posible de intereses en pugna, a fin de lograr la estabilidad.

Más en concreto, subraya que esta forma política debe tratar de evitar el control monopólico del Estado de su ejercicio legítimo de la violencia y de su capacidad redistributiva a fin de acotar la incertidumbre y asegurar a los distintos actores una cierta equidad que lo convierta en un "agente de coaliciones entre las fuerzas políticas". Esta necesidad de mantener un equilibrio de poder interno viene dada por la competitividad en el mercado internacional del sistema globalizado contemporáneo. Para lograrlo, el autor señala la necesidad de "una cierta clase de empresariado político", así como de una cultura cívica específica que resuma reglas formales e informales en las que estos empresarios políticos funden voluntariamente su acción sin recurrir a la violencia.

Más adelante, ya en el plano del análisis histórico, Jorge Javier Romero establece una distinción entre los procesos de democratización y de transición democrática, asignando al primero lo referente a los "filtros estructurales" y al segundo la acción intencional, si bien aclara que la frontera entre ambos es ciertamente difusa. En estos procesos de ajuste institucional deben reconocerse las distintas estrategias utilizadas por los actores políticos a fin de alcanzar nuevos pactos y construir nuevos entramados de reglas del juego, en periodos más o menos largos.

Finalmente, hace una revisión de las formas concretas que asumen los regímenes democráticos, derivadas del proceso histórico específico que condujo a su establecimiento, en términos de los equilibrios de fuerza logrados por los grupos de interés en pugna. Así, las formas de representación, los balances entre mayoría y minorías, los mecanismos de supervisión ciudadana del Estado y del gobierno, los sistemas electorales, la incorporación de los poderes locales, el papel del parlamentarismo, las autonomías regionales, entre otros elementos, se combinarán de diversas formas, respondiendo a las fuerzas que les dieron origen.

Este trabajo, por su pertinencia en el debate actual en torno a los diversos temas de la democracia, particularmente en lo que concierne al diseño de instituciones que permitan la expansión y consolidación de la democracia, se incluye en la serie "Ensayos" con que, dentro de la colección "Temas de la Democracia", el Instituto Federal Electoral pretende coadyuvar a la difusión de la cultura política democrática.

Instituto Federal Electoral

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Introducción

La democracia compleja es una forma de régimen político relativamente nueva en la historia de la humanidad. Es cierto que tanto el nombre como algunas de sus características se conocieron y se practicaron desde la antigüedad, sin embargo, las formas democráticas modernas nada tienen que ver con aquellas que imperaron en la polis ateniense o sobre las que teorizaron los filósofos de la Grecia clásica; de aquellas expresiones políticas, la moderna poliarquía ha heredado poco más que el nombre.

La democracia moderna no comenzó a abrirse paso en el mundo occidental sino hasta el siglo xix y se trató de un fenómeno político aislado, con pocas e inestables expresiones fuera de Estados Unidos y Gran Bretaña, hasta después de la Segunda Guerra Mundial, cuando comenzó a generalizarse en distintas regiones del planeta. Es en esta lógica que suele plantearse una correspondencia entre el desarrollo de los marcos de mercado en la economía y el surgimiento de los arreglos democráticos ya que, aun cuando no todas las sociedades del capitalismo avanzado son democráticas, sólo en sociedades con mercados complejos y extensos se han generado formas democráticas estables, y los países que han alcanzado los grados mundiales más altos de desarrollo económico tienen regímenes democráticos. Por tanto, es posible establecer un paralelismo entre el proceso de búsqueda de la eficiencia económica y el desarrollo de equilibrios cada vez más propicios para el intercambio en las instituciones políticas.

No resulta sencillo dar una explicación convincente del por qué de esta relación. Sin embargo, parece evidente que el desarrollo de los intercambios impersonales, que implica la generalización de las sociedades de mercado, provocó una crisis en la organización de las sociedades y en sus formas de legitimación ideológica. El intercambio personalizado, propio de las sociedades que de manera esquemática podemos llamar tradicionales, implica la existencia no sólo de contactos de carácter personal sino una repetición en los intercambios, que minimiza las ganancias del fraude y del oportunismo, a la vez que se sustenta en una idea ética, socialmente definida, de la justicia de las reglas establecidas y de los derechos de propiedad. Estos códigos de comportamiento consensuados, en los que, indudablemente, la reciprocidad jugaba un papel relevante, constituían formas de vida con una institucionalización que requería de pocas reglas formales para regular el intercambio y establecer controles. El consenso implicaba una percepción de la realidad prácticamente unánime.

Por el contrario, el proceso de intercambio en mercados impersonales que comenzó a abrirse paso en el mundo a partir del siglo xvi, pero que no se generalizó realmente hasta bien entrado el siglo xix, fomentó, en primer lugar, la aparición de percepciones distintas de la realidad, lo que provocó el surgimiento de ideologías diferentes y competitivas. Douglas North, el historiador económico que recibió el premio Nobel de Economía en 1993, describe el origen de este cambio en las formas de organización social de la siguiente manera:

Aquellas experiencias que los trabajadores tenían en común fueron progresivamente separándose de las relaciones personales que habían producido un conjunto común de valores. Los contratos formales tuvieron que reemplazar a los acuerdos informales; la estructura consiguiente de la organización de los mercados impersonales fomentaba las mismas características de conducta planteadas en el dilema hobessiano. Es decir, se desarrolló un conjunto formal de reglas que limitaba el comportamiento en los intercambios de mercado, pero que también creaba las condiciones por las que aparecían grandes incentivos al incumplimento de dichas reglas. Aquellos que veían limitado su comportamiento por la ideología consensuada de los intercambios personalizados pronto se dieron cuenta de que estaban siendo explotados, que se estaban aprovechando de ellos, en estas nuevas condiciones en las que era muy rentable el comportamiento maximizador de las partes contractuales. La competencia en los mercados impersonales introdujo en el intercambio una relación básicamente antagonista. El conflicto omnipresente sobre los términos del intercambio reemplazó a aquellos factores tradicionales como las relaciones entre individuos de igual status, la honestidad y la integridad.1

La extensión de los mercados complejos trajo consigo un cambio mayor, sin precedentes, en las formas de organización social y, por lo mismo, en las fuentes del conflicto político. Las consecuencias de la especialización ocupacional y la división del trabajo fueron la ruptura de la comunicación y los lazos personales, que habían constituido el tejido social de la ideología tradicional, lo que produjo la aparición de ideologías diferentes, construidas sobre las nuevas y rivales percepciones de la realidad. Con las ciudades y la industria surgió el movimiento laboral fundamentalmente socialista y comunista en Inglaterra y el resto de Europa; este sindicalismo fue el principal responsable del nacimiento de sistemas y partidos políticos socialistas en el viejo continente. A la vez, los movimientos campesinos, orientados a protegerse de la competencia del mercado, alcanzaron nuevas formas de expresión, mientras que los distintos grupos de industriales o comerciantes buscaban las formas de obtener ventajas en el intercambio sin someterse simplemente a la competencia en el terreno del mercado. La nueva división del trabajo y las condiciones impersonales del intercambio generaron, así, una lucha política que tenía como objeto la conquista del Estado o, por lo menos, el control parcial del mismo; el proceso político comenzó a ser utilizado por diversos grupos con el fin de salvaguardar los términos de intercambio que les eran favorables.

En otras palabras, se puede decir que el desarrollo de los mercados impersonales eso que como tópico se ha llamado desarrollo del capitalismo propicia el crecimiento y la diversificación de la sociedad civil2 debido a que incrementa el nivel de urbanización, junta a los obreros en fábricas, mejora sustantivamente los medios de comunicación y transporte, y eleva los niveles de alfabetización. El hecho de extender la organización y la capacidad organizativa de los trabajadores y de la gente de clase media motiva que aumenten sus recursos y les permite plantearse como posible su actuación para inclinar en su favor los equilibrios de poder. Esto los haría constituirse en nuevos contrapesos, lo que complica la lucha política y hace que surjan los arreglos democráticos como nuevas soluciones de equilibrio.

No se trata simplemente de establecer un refuerzo mutuo entre el libre mercado de bienes y servicios y el libre mercado de resultados políticos. Tampoco se trata de ver a la democracia como una forma política altamente diferenciada, que corresponde a la cada vez más diferenciada estructura social producto del desarrollo del capitalismo. La conclusión más acertada radica en entender que las soluciones democráticas se han ido abriendo paso paralelamente al desarrollo capitalista porque éste transforma la estructura de la sociedad (al extender a las clases trabajadoras y medias, y al debilitar a las clases altas terratenientes), lo que genera múltiples contradicciones que tienden a resolverse a través de la violencia. Es debido a esas contradicciones y a la necesidad social de resolverlas, sin recurrir a la violencia, que han ido surgiendo los arreglos políticos pluralistas.3

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I. El camino empedrado

La capacidad del Estado para imponer las normas reguladoras del intercambio lo convirtió en el espacio privilegiado del conflicto social. Desde las grandes revoluciones sociales hasta los recursos dedicados por los grupos de interés para intentar influir o controlar las políticas del Estado, la lucha política adquirió una complejidad nunca antes vista y pasó de la intriga palaciega a las fábricas y a las calles, a los salones burgueses y a las bolsas de valores. La multiplicación de los grupos de interés en litigio por el control del aparato estatal (y la diversidad de estrategias desarrolladas por éstos) provocó que los conflictos se multiplicaran y derivaran muchas veces en violencia, dictaduras excluyentes y guerras de una crudeza antes desconocida.

La solución democrática, que implica un control pluralista del Estado, se ha ido abriendo paso paulatinamente como un desarrollo institucional relativamente eficaz para procesar la lucha política entre grupos con intereses contrapuestos, después de un escabroso y sangriento camino. Por ello, para comprender a la democracia en toda la complejidad de sus equilibrios institucionales, me parece necesario tratar de esclarecer el proceso de construcción institucional de los entramados pluralistas, pues se ha generalizado la opinión de que a la democracia se llega como resultado de un pacto entre los actores políticos, lo que acaba presentándola como un acuerdo de buena voluntad.

El punto de partida para toda explicación de este desarrollo es que la democracia es, básicamente, una cuestión de poder. La democratización significa un aumento en la igualdad política, esto es, que un conjunto cada vez más amplio de actores tiene acceso a la lucha por el control parcial del Estado. Por eso son las relaciones de poder las que de manera más relevante determinan cómo una democracia puede surgir, estabilizarse y mantenerse a sí misma, incluso en condiciones adversas.

Muchos son los autores que se han dedicado a explicar cómo nace un arreglo político pluralista en sociedades con regímenes autoritarios y excluyentes. Los trabajos más conocidos sobre los procesos de transición a la democracia desde situaciones autoritarias o totalitarias entre los que sin duda destacan los enmarcados en los cuatro volúmenes dirigidos por Schmitter, ODonnell y Whitehead4 se han centrado, sobre todo, en el análisis del momento coyuntural de la crisis del régimen anterior y la consecución de los acuerdos y pactos entre élites que dan origen al nuevo régimen, de carácter democrático o no. En general, el concepto más generalmente aceptado de transición política hace referencia al intervalo que se extiende entre un régimen y otro, lo que significa que las transiciones están delimitadas, de un lado, por el inicio de la disolución de un régimen autoritario y, del otro, por el establecimiento de alguna forma de democracia, el retorno a algún tipo de régimen autoritario o a la aparición de una alternativa revolucionaria. Las transiciones, en este sentido, se caracterizan por la ausencia de reglas del juego político claramente determinadas, lo que supone una ardua contienda entre los actores por definirlas.5

A pesar de la amplia difusión que ha tenido durante los últimos años, este enfoque resulta muy limitado para explicar las condiciones históricas que hacen que el resultado de la crisis del autoritarismo sea un régimen de carácter democrático. Cualquier revisión superficial de la historia occidental de los últimos dos siglos nos muestra una lucha encarnizada entre grupos con intereses tan fuertes y contrapuestos que hacen caer por ingenua la idea de la democratización como resultado de las buenas intenciones de los empresarios políticos. Las democracias, por el contrario, son soluciones al conflicto social que requieren de un complejo desarrollo institucional para consolidarse, ya que lo que está en juego es, precisamente, la manera en que se genera y se distribuye la riqueza social. Me parece más útil el análisis desde aquello que últimamente se ha dado en llamar transición democrática como un proceso histórico, que implica un intrincado desarrollo de los entramados políticos para ajustar sus rutinas hasta alcanzar lo que conocemos como comportamiento democrático. Ello, porque la democracia no es un pacto social al que se llega por consenso sino un desarrollo institucional relativamente eficaz para gestionar políticamente los conflictos derivados de la diversidad social; está constituida por cuerpos de reglas del juego consideradas equitativas por la mayoría de los entes políticos y que, por tanto, son acatadas de manera autónoma por periodos prolongados. Los arreglos democráticos obedecen a la gran heterogeneidad de las sociedades modernas con sus consecuentes conflictos que, de no resolverse a través del entramado institucional, se solucionarían por medio de la violencia.

Las democracias han resultado, hasta ahora, los regímenes más eficaces para procesar la complejidad de intereses que generan los mercados impersonales. Pero su construcción no ha sido, ni mucho menos, un paseo florido. Sirva de ejemplo la tan llevada y traída transición española: cuando se habla de lo pacífica que resultó la instauración del régimen pluralista, muchas veces se olvida que detrás del civilismo que imperó en los años posteriores a la muerte del dictador Franco está la terrible experiencia de una guerra civil y la feroz represión que la siguió. Para que los distintos grupos de interés españoles llegaran a la conclusión de que sólo podrían aspirar a un control parcial del aparato estatal, antes debieron experimentar los altos costos que implicaron los diversos intentos de controlarlo totalmente.

Para superar las visiones coyunturales se hace necesaria la construcción de una teoría genética de la transición a la democracia que adopte una perspectiva político-económica enfocada en los actores tanto individuales como colectivos, cuyo poder se basa en el control de recursos económicos u organizativos, o en el control de las fuerzas de coerción, y que se enfrentan unos a otros por recursos escasos con objetivos contrapuestos. Dankwart A. Rustow avanzó por este camino en un trabajo ya clásico que considera los procesos de transición a la democracia como desarrollos de largo plazo en cuyo análisis deben ser tomados en cuenta flujos de causalidad dobles, donde las condiciones económicas y sociales interactúan con la política de forma circular y no existe determinación unívoca.6 No obstante, la mayoría de los trabajos posteriores se han preocupado más por analizar las estrategias políticas de actores concretos en situaciones de crisis del autoritarismo, que por desarrollar una explicación teórica del proceso de democratización; su valor, así, es fundamentalmente descriptivo.

El estudio de Rustow plantea pistas muy interesantes para comprender por qué las sociedades han acabado por desarrollar entramados institucionales democráticos: a pesar de que el análisis político debe centrarse en los elementos políticos, no pueden dejarse de lado los factores económicos, sociales, psicológicos y de cultura política que componen el fenómeno democrático. El argumento metodológico de Rustow hace énfasis en la diferencia entre los elementos que le dan estabilidad a una democracia y los que le dan origen, y sostiene que una teoría que explique la transición debe centrarse en estos últimos. También insiste en que no hay uniformidad geográfica, temporal ni social en la génesis democrática, por lo que existen distintos caminos hacia la democratización.7

Desde esta perspectiva, la elección es uno de los principios centrales del proceso político, por lo que buena parte del camino a la transición depende de la actitud de los actores en cada momento.8 Un análisis de este tipo enfrenta la dificultad de definir las restricciones a la elección que imponen las condiciones objetivas, lo que puede conducir a equivocaciones respecto de las posibilidades inherentes a una determinada situación histórica soslayando algunas que de hecho son posibles o esperando engañosamente lo imposible. Esto no quiere decir que las condiciones objetivas determinen todo el proceso sino que ponen límites a los espacios de decisión, lo que significa que las transiciones dependen de las características de los actores que las protagonizan y de las decisiones que éstos toman en las condiciones sociales, políticas y económicas dadas.

La debilidad de esta visión radica en que no llega a definir el carácter de las limitaciones que el entorno pone a la decisión de los actores. Si bien los actores
las élites, los empresarios políticos son los sujetos del cambio, queda hasta aquí un tanto difuso el objeto de dicho cambio, la materialidad de esas condiciones sociales, políticas y económicas a las que me he referido antes: las instituciones.

Por ello, me parece que el modelo propuesto por Rustow requiere de dos elaboraciones que lo complementen: por un lado es necesario aclarar cuáles son las características de los sujetos del cambio político, mientras que por otro es preciso contar con una teoría de las instituciones y del cambio institucional, de manera que resulte comprensible la relación entre la elección de los actores y las limitaciones que el entorno impone. Así, la perspectiva que he adoptado incluye el reconocimiento del papel de las ideas, los valores y los intereses no materiales, especialmente cuando éstos se asientan sobre instituciones y organizaciones colectivas.

En este ensayo me interesa, sobre todo, discutir la idea de que es posible instaurar la democracia sólo a partir de un pacto entre élites, ya que la posibilidad misma de que ese pacto ocurra y sea exitoso depende de un conjunto de modificaciones graduales que afectan a todo el entramado social en un proceso largo de aprendizaje y evolución históricos. Como se ha podido ver durante los últimos 35 años, en los países de reciente descolonización la instauración de la democracia es prácticamente imposible si no existen las condiciones sociales élites dispuestas al pacto e institucionales adecuadas incluidas aquí cuestiones relativas a eso que se ha dado en llamar cultura política.

Para comprender en el largo plazo por qué surgen los arreglos democráticos es necesario considerar que éstos se dan sobre la base de determinados balances de poder entre los actores y las coaliciones de actores individuales o colectivos, incluyendo las expresiones que podemos llamar de clase. Este aspecto, de importancia central, debe complementarse con otras dos configuraciones del poder: la extensión y autonomía del aparato del Estado y su interrelación con los actores, y el impacto de las relaciones de poder transnacionales, tanto sobre el balance de poder entre los actores como sobre las relaciones entre el Estado y la sociedad. Pero estas configuraciones del poder están sometidas a la existencia de reglas que dan continuidad al intercambio entre los actores y determinan, en buena medida, la manera en que pueden echar mano de sus recursos. Por ello me ha parecido necesario detenerme un poco y tratar de resolver algunas cuestiones que nos aproximen a una teoría del cambio institucional, útil para comprender por qué los arreglos democráticos se han ido abriendo paso durante los últimos años: ¿por qué importan las instituciones?; ¿son las instituciones susceptibles de diseño o, por el contrario, son producto de la evolución social?; ¿qué intereses promueven las instituciones, los de un grupo o los de toda la sociedad?

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II. Las instituciones como reglas del juego

En los últimos años diversos autores han puesto a las instituciones como parte central del análisis político, económico y social. Se puede hablar de la existencia de una corriente contemporánea en las ciencias sociales, llamada nuevo institucionalismo, que pretende abordar la historia como un proceso de cambio institucional continuo en el que, desde la división más elemental del trabajo hasta la constitución de los Estados modernos, se han establecido cuerpos cada vez más complejos de rutinas de comportamiento o reglas del juego, las cuales surgen para reducir la incertidumbre en la interacción de los entes sociales y que carecen a priori de información sobre el posible comportamiento de los otros. La repetición durante periodos prolongados de estas rutinas constituye el mundo de las instituciones. O como lo ha planteado Douglas C. North:

Las instituciones son las reglas del juego en una sociedad o, más formalmente, los constreñimientos u obligaciones creados por los humanos que le dan forma a la interacción humana. En consecuencia, éstas estructuran los alicientes en el intercambio humano, ya sea político, social o económico. El cambio institucional delinea la forma en la que la sociedad evoluciona en el tiempo y es, a la vez, la clave para entender el cambio histórico.9

Pero en esta relación compleja entre constreñimientos formales e informales, ¿qué son y cómo cambian las instituciones? En este punto es necesario contar con una visión del comportamiento humano que nos permita explicar la acción social y la manera en que influye sobre el entorno, de modo que resulte comprensible la relación entre acción intencional y filtro estructural que existe en todos los procesos de cambio social.

La idea de que los actores sociales son racionales y llevan a cabo sus elecciones con una concepción maximizadora de sus ganancias ha sido un aporte de la economía neoclásica a la teoría social. En su origen esta idea pretende subrayar que la autonomía de lo económico está asociada con una forma particular de conducta apoyada en el cálculo y orientada hacia la obtención del máximo beneficio. Contra las formas tradicionales de observar la conducta, la teoría neoclásica supuso que la conducta económica tenía su motor en el interés y que era, por ello, desapasionada y calculadora. El homo oeconómicus no era, pues, un hombre egoísta sino un hombre interesado, esto es, racional.

A partir de ahí se ha intentado trasladar la teoría de la elección racional al resto del análisis social, con diversas fortunas. Este enfoque, que tiene múltiples defensores pero también muchísimos detractores, constituye el núcleo del individualismo metodológico:

probablemente (...) el más vigoroso programa de investigación en metodología de las ciencias sociales, en parte por la fuerza que le da la utilización de un formalismo tan elaborado como el de la microeconomía, y en parte porque su claridad y rigor, y su ambición explicativa lo convierten en una línea de trabajo mucho más sugestiva que la sociología fenomenológica o interpretativa, o cualquier otra escuela de las que compiten por ofrecer un paradigma a la ciencia social.10

Ciertamente, si se le considera en su forma más clásica, como la expuesta por Sidney Winter,11 el enfoque de la elección racional encuentra rápidamente muchas limitaciones. Los supuestos conductuales que emplean los economistas no implican que el comportamiento de todo el mundo debe ser congruente con la elección racional, más bien descansan en la idea de que las fuerzas competitivas propiciarán la supervivencia de quienes se conduzcan de una manera racional, mientras que quienes no lo hagan fracasarán. Por consiguiente, en una situación evolutiva y competitiva (que cumple el presupuesto básico de toda la economía neoclásica: escasez y competencia) la conducta más generalizada será la de la gente que ha obrado de acuerdo con tales normas.

El núcleo del modelo económico de la racionalidad es la capacidad de preferir una cosa sobre otra. Esto significa la posibilidad de valorar las cosas y ordenarlas de manera que se pueda elegir. Por tanto, una de sus principales debilidades radica, tal como lo ha señalado Jon Elster,12 en el problema de la formación de preferencias. Otra limitación evidente es que las teorías de la elección racional tienden a dejar de lado las distorsiones, por decirlo de alguna manera, que las visiones del mundo, precisamente los conjuntos valorativos, introducen en las decisiones racionales. Además, de acuerdo con Fernando Escalante, fuera de la economía suele ser difícil encontrar alguna unidad de cálculo de intereses y difícil también asimilar otras situaciones a la forma paradigmática del mercado. En el mercado mismo, que es para la teoría neoclásica el espacio privilegiado de los actores racionales, la concurrencia de individuos interesados sólo proporciona estabilidad y prosperidad si, aparte de egoístas, los actores son respetuosos de la legalidad y obedientes de la autoridad estatal, o si ésta es capaz de hacer cumplir las normas como un tercer actor coercitivo: "el punto no es trivial, porque una orientación utilitaria, sostenida por el afán egoísta de la acumulación, en principio sólo produce una actitud predatoria".13

A pesar de todas las consideraciones anteriores, la teoría de la elección racional puede ser una herramienta muy útil para explicar el comportamiento de los actores tanto en la política como en otros ámbitos de las relaciones sociales y económicas, siempre y cuando la identidad de los actores y sus objetivos estén establecidos y las reglas de interacción sean precisas y conocidas por los agentes interactuantes. Resulta fácil, según George Tsebelis,14 estar de acuerdo con el valor normativo de la teoría de la acción racional, pero es un tanto más complejo aceptar su valor descriptivo. Podría ser verdad que en un mundo racional ideal la gente se comportara de acuerdo con las prescripciones de esta teoría; en el mundo real la gente también está sujeta a pagar el precio de sus errores y sus creencias, pero incluso si la gente real quisiera adecuar su comportamiento a esas prescripciones sería incapaz de hacer todos los cálculos y predicciones que se requieren.

Por tanto, la primera acotación que es necesario introducir en la teoría de la elección racional, para hacerla útil en el análisis político, es que la racionalidad de los actores es limitada como lo afirma Herbert Simon en buena parte de su obra tanto por el entorno como por la capacidad de medir y conocer dicho entorno:

En la economía neoclásica, la persona racional siempre alcanza la decisión que, objetiva o sustantivamente, es mejor en términos de una función de utilidad. La persona racional de la psicología cognoscitiva se desplaza de un lado a otro tomando sus decisiones de un modo tal que sea procesalmente razonable a la luz del conocimiento y de los medios de computación disponibles.15

El procesamiento subjetivo e incompleto de la información juega un papel sustantivo en la toma de decisiones, lo mismo que la ideología, concebida como las percepciones subjetivas (modelos o teorías) que todos poseen para explicar el mundo que los rodea. Como lo señala Douglas North,16 resulta obvio que la conducta humana es más compleja de lo que suponen los modelos de función utilitaria individual; en la realidad los hombres no maximizan en todos los casos la riqueza sino que incorporan criterios como el altruismo o limitaciones autoimpuestas que modifican sustancialmente los resultados de sus elecciones. La complejidad y parcialidad de la información que poseemos, y los titubeantes esfuerzos que hacemos por descifrarla, hacen necesario el desarrollo de patrones regulares de interacción humana para enfrentar esas complejidades.

Escalante ha resumido de manera acertada la cuestión: en la realidad nunca encontramos acciones aisladas cuyos fines y medios puedan ser premeditados y calculados. Los hombres están inmersos en corrientes de actividad y sólo en la práctica pueden saber cómo se hacen las cosas. En esas condiciones, una acción es "racional" si es coherente con una manera de hacer las cosas. La acción frecuentemente se basa más en identificar el comportamiento normativamente apropiado que en calcular los beneficios esperados de opciones alternativas. Por tanto, en la vida cotidiana los hombres actúan como si siguieran reglas; saben cómo hacer las cosas y ese saber incluye una experiencia práctica, una experiencia reflexiva y una orientación normativa.

La existencia de un entorno de instituciones, en tanto que rutinas de comportamiento, es lo que permite no tener que pensar en muchos problemas o no tener que tomar decisiones complejas. Se dan por hecho las soluciones ya que la estructura de intercambio ha sido institucionalizada, de manera que se reduce la incertidumbre. "En el origen, pues, no tenemos propiamente individuos que razonan, ni acciones ni aun relaciones elementales, sino pautas, maneras de hacer las cosas: formas de vida".17

Pero decir que el comportamiento está gobernado por reglas no significa que sea trivial o no razonado. La conducta acotada por reglas es, o puede ser, profundamente reflexiva. Las reglas pueden reflejar lecciones complejas producto de la experiencia acumulada, y el proceso a través del cual se determinan y aplican las reglas apropiadas implica altos niveles de inteligencia, deliberación y discurso humanos.18

El enfoque basado en la teoría de la elección racional que me parece útil, por tanto, es aquel que centra su atención en las "maneras de hacer las cosas" y en los constreñimientos impuestos a los actores racionales las instituciones de una sociedad. Como dice Tsebelis,

que el enfoque de la elección racional no se refiera a los individuos o a los actores y centre su atención en las instituciones políticas y sociales parece paradójico. La razón de esa parodoja es simple: la acción individual se supone como una adaptación óptima a un entorno institucional, y la interacción entre individuos se supone como una respuesta óptima entre unos y otros. Por tanto, las instituciones prevalecientes (las reglas del juego) determinan el comportamiento de los actores, el cual, en su momento, tiene consecuencias políticas o sociales.19

Sin embargo, en la relación entre individuos existen incertidumbres producto de la información incompleta sobre la conducta de otros individuos:

Las limitaciones computacionales del individuo están determinadas por la capacidad de la mente para procesar, organizar y utilizar información. A partir de esta capacidad considerada junto con las incertidumbres propias del desciframiento del medio, evolucionan normas y procedimientos que simplifican el proceso. El consiguiente marco institucional, como estructura de la interacción humana, limita las elecciones que se ofrecen a los actores.20

Esas interacciones regulares que llamamos instituciones pueden ser muy inadecuadas o estar muy lejos de lo óptimo, en cualquier sentido del término, debido a que las limitaciones en la información y en el conocimiento del entorno obstaculizan necesariamente la racionalidad humana. El proceso de reproducción social, en tenso equilibrio entre la paz y la violencia, ha ido generando dos tipos de reglas para normar el comportamiento: por un lado, las que establecen constreñimientos de carácter informal, prácticas sociales provenientes de una información socialmente transmitida y que forman parte de la herencia que llamamos cultura; por el otro, aquellas normas formales jerárquicamente ordenadas que constituyen el mundo del derecho. 21 La diferencia entre un tipo de regla y otro, dice North, es de grado, y añade:

El largo y escabroso movimiento de las tradiciones no escritas y las costumbres a las leyes escritas ha sido unidireccional, en la medida en que la humanidad ha transitado de sociedades más simples a otras más complicadas, y está claramente relacionado con la creciente especialización y división del trabajo asociadas a las sociedades complejas.22

Resulta que en las sociedades cerradas, esas que he llamado tradicionales al principio de este trabajo, el predominio de las reglas no escritas se basa en los intercambios personalizados y repetidos para sancionar los comportamientos no cooperativos, los que contravienen las reglas. Sin embargo, los mercados complejos con intercambios impersonales facilitan el comportamiento del free rider (polizón o gorrón, traduciendo la expresión inglesa), es decir, aquellas conductas no cooperativas que evaden la reciprocidad en el intercambio para maximizar el bienestar personal en detrimento de la eficiencia general del sistema de intercambio. De ahí que se haga necesario el desarrollo de mecanismos descentralizados de coerción capaces de vigilar el cumplimiento de reglas de carácter general tan despersonalizadas como el intercambio mismo.

En todas las sociedades contemporáneas donde los mercados complejos han terminado por predominar coexisten, en diferentes combinaciones, ambos tipos de reglas (las informales o tradicionales, y las formales o escritas) por lo que los regímenes políticos constituyen entramados institucionales dados por una combinación muy intrincada de constreñimientos u obligaciones que permiten el intercambio complejo entre los humanos en un entorno dilatado tanto temporal como espacialmente. Empero, no en todos los regímenes el carácter de las obligaciones formales es el mismo; en algunos casos las prácticas informales pesan más y determinan el sentido que se da a las reglas formales. Una misma norma jurídica puede tener implicaciones diversas de acuerdo con el conjunto de prácticas socialmente aceptadas que subsisten en una sociedad.

La historia está marcada precisamente por el proceso de cambio y adecuación de esas rutinas de intercambio. Pero antes de analizar propiamente las transformaciones institucionales me parece necesario hacer algunas consideraciones adicionales sobre la naturaleza de los actores sociales y la manera en que actúan sobre su entorno.

En primer término, merece la pena aclarar que los sujetos del cambio no son individuos aislados sino actores que muchas veces tienen expresión colectiva, si bien la acción social está determinada por los intereses individuales.23 Sin embargo, los problemas que plantea la acción colectiva hacen necesaria la concepción de entidades intermedias que permitan explicar satisfactoriamente la conducta de los individuos agregados. Uno de los principales problemas que pone de relieve la teoría de la acción racional es que no siempre la existencia de intereses comunes lleva a la movilización (y mucho menos completa) del colectivo que comparte dichos intereses a fin de lograr su satisfacción. Esta es la conocida paradoja del free rider a la que me he referido antes. En grupos extensos la conducta individual más racional ante un conflicto entre los intereses del grupo y los ajenos puede ser la de no participar, esperar que la acción de otros miembros obtenga los resultados esperados (en beneficio de todos los miembros del grupo) y dejar que sólo los involucrados en el conflicto carguen con los riesgos y costos de la movilización. Cuando el colectivo es una clase social, es evidente que sus considerables dimensiones hacen especialmente posible la aparición de una mayoría de free riders frente a una minoría movilizada.

Esto no tiene por qué suceder si el conflicto de clase se plantea en una comunidad de dimensiones reducidas, en la que las relaciones personales desempeñan un importante papel para la consecución de los intereses individuales.24 Las comunidades cerradas de origen rural son una forma de expresión colectiva fácilmente comprensible, pero en la medida en que éstas se disuelven deben surgir otras formas de organización social para estructurar la acción colectiva a partir de incentivos selectivos que promuevan la participación de los individuos. En los grupos sociales grandes son las organizaciones formales las que deben cumplir con el papel de ofrecer dichos incentivos.

Para North, por ejemplo, las organizaciones son los espacios que dotan de una estructura a la acción humana y le permiten cumplir su papel en la división social del trabajo. Las organizaciones en sí mismas funcionan a partir de rutinas repetidas que evitan tener que definir cada vez el comportamiento que hay que seguir frente a los conflictos. La existencia de rutinas reduce los problemas de elección de estrategias y, por tanto, la incertidumbre en la acción de la organización. La capacidad de estas rutinas para predecir eficazmente las situaciones que el medio ambiente presentará a la organización acaba por darles un carácter institucional. En este sentido, son organizaciones las empresas que pretenden maximizar sus ganancias a partir de alguna ventaja comparativa en el mercado, los partidos políticos que actúan en determinado régimen, el Congreso, las universidades, los aparatos burocráticos, etcétera.

Las organizaciones están dirigidas por empresarios, que son los diseñadores de la estrategia de adaptación asumida por la organización en cada momento. En el caso de la política, la idea del empresario representa a "un núcleo organizativo normalmente procedente de la clase media educada, que va a proporcionar a los movimientos las destrezas comunicativas precisas para hacer valer sus demandas".25

Cuando son eficaces, los empresarios políticos se convierten en élites que

...son grupos de personas que por su posición estratégica en organizaciones poderosas tienen la posibilidad de influir en los resultados de la política nacional regular y sustancialmente. Las élites están formadas por los principales tomadores de decisiones en las organizaciones políticas, gubernamentales, económicas, militares, profesionales, de comunicaciones o culturales más grandes o con más recursos de una sociedad.26

Ahora bien, la relación de los empresarios con el entorno institucional en el que se desempeñan, así como el papel que juegan en el cambio institucional, puede ser explicada ya sea a través de la teoría de los costos de transacción que desarrolla North o por medio de la teoría de juegos, tal como lo hace Tsebelis. Las conclusiones a las que llegan ambos, empero, resultan similares.

Para North27 la incertidumbre sobre el comportamiento de los otros dificulta la capacidad de los entes sociales, o mejor dicho de las organizaciones, para cumplir los fines que socialmente se les ha atribuido en la división del trabajo. Es por ello que tienen que dedicar parte de sus recursos a averiguar cómo se comportarán tanto el entorno natural como el entorno social, esto es, los llamados costos de transacción del intercambio social. Se trata de costos derivados de deficiencias y asimetrías en la información que poseen las organizaciones sobre el entorno en el que se desarrollan.28 Las rutinas institucionales existen fundamentalmente para reducir estos costos.

La estabilidad de los entramados políticos, que hace posible el desempeño de las organizaciones económicas y permite el intercambio complejo en el tiempo y el espacio ya que mantiene en términos aceptables los costos de transacción de las organizaciones políticas y económicas, consiste en un equilibrio perdurable entre la eficacia de las rutinas sociales para reproducirse autónomamente y la violencia heterónoma que imponga su reproducción. Pero a priori no hay ninguna lógica por la que la acción social en función de intereses conduzca a soluciones estables.29

Además, la estabilidad de las urdimbres institucionales no significa que éstas sean eficientes.30 Tsebelis,31 por ejemplo, hace una división de los entramados institucionales: los que son eficientes (que promueven los intereses de todos o casi todos los actores) y los que él llama redistributivos (que promueven los intereses de una coalición frente a otra). A los últimos los subdivide en instituciones de consolidación (diseñadas para promover los intereses del ganador) e instituciones de nuevo arreglo new deal institutions (creadas para modificar a la coalición existente e incorporar a algunos actores hasta entonces excluidos). Así, las instituciones ni necesaria ni frecuentemente son diseñadas para ser socialmente eficientes; al contrario, por lo general al menos las reglas formales son creadas para servir a los intereses de aquéllos con el poder de negociación suficiente para desarrollar nuevas reglas.

North, por su parte, entiende que la relación simbiótica surgida entre una institución y las organizaciones en su entorno tiende a perpetuar arreglos ineficientes, pero que se reproducen por inercia durante largos periodos y desarrollan gran capacidad adaptativa.

Se puede encontrar en la historia, sin embargo, cierta tendencia a eliminar a las instituciones económicas y políticas obsoletas o fallidas, lo que mostraría una eficiencia adaptativa vinculada, sin duda, al desarrollo de mercados complejos y a la competencia extensa. Ludolfo Paramio ha resumido con claridad esta percepción:

Este es claramente el caso de las sociedades altamente desarrolladas, con economías de mercado y Estados democráticos con alta capacidad redistributiva. En un contexto de sociedades pretecnológicas, una sociedad sin desarrollo productivo puede sobrevivir largo tiempo, pero en competencia con sociedades desarrolladas sucumbirá en breve plazo: es el caso de las culturas indígenas en América, pese a las notables diferencias que se pueden observar entre la cultura inca y las culturas nómadas de América del Norte, ante la llegada de los europeos. De la misma forma, a iguales niveles tecnológicos la existencia de una economía de mercado ofrece ventajas comparativas (Europa a partir del siglo xvi frente a China, el Occidente capitalista frente a la Unión Soviética en el siglo xx). Y la existencia de un Estado democrático parece ofrecer mayores garantías de estabilidad interna frente al conflicto interno (en situaciones de crisis económica, por ejemplo) que la persistencia de regímenes autoritarios, lo que podría explicar el colapso de las dictaduras latinoamericanas en la década de los ochenta.32

Desde este punto de vista, los conflictos de interés y la acción colectiva que se deriva de ellos sólo conducen a formas nuevas de organización social tras un largo proceso de selección estructural en el que se imponen finalmente las formas más eficientes, más competitivas y más equilibradas internamente. Pero para que no se trate de un proceso tan caótico como el de las mutaciones aleatorias, previstas en la teoría neodarwiniana, es preciso contar con la capacidad de los agentes para aprender no sólo a lo largo del mismo juego sino de la experiencia de otros jugadores en juegos análogos, tratando de introducir intencionalmente estrategias que conduzcan al equilibrio. La eficacia adaptativa tiene, por tanto, una explicación en la que los sujetos juegan un papel central, siempre y cuando se encuentren sometidos a la competencia.

Resulta evidente, sin embargo, que en un mundo donde gran parte de las decisiones se toman fuera del mercado, las estructuras políticas ineficientes sobreviven durante largos periodos de tiempo. De no ser así no tendría ninguna importancia que los individuos, grupos y clases tuvieran percepciones diferentes y contradictorias:

"Falsas" teorías de las que se derivan consecuencias ineficientes llevarían a la desaparición de esos grupos respecto a aquellos que tienen teorías que producen resultados más eficientes. Pero la persistencia de estructuras políticas y económicas ineficientes, a su vez, hace que la existencia de ideologías rivales sea una cuestión fundamental en la comprensión de la historia económica. Las intuiciones sociobiologistas sobre las características de la supervivencia de la sociedad humana son una contribución importante, pero deben acompañarse por el hecho evidente de que, por lo menos durante largos periodos de tiempo, cruciales para el historiador, la cultura humana ha producido diversas soluciones ineficientes y en conflicto.33

El cambio en las instituciones se desencadena, en consecuencia, "por la percepción de los empresarios de las organizaciones políticas y económicas de que las cosas podrían marchar mejor si el entramado institucional fuere alterado en algún grado",34 por lo que depende en buena medida de la capacidad de negociación e influencia que desarrollen los actores, lo mismo que de su capacidad de aprendizaje.35 La percepción depende tanto de la información que los empresarios reciben como de la manera en que procesan dicha información, por lo que está estrechamente relacionada con el proceso de difusión y aceptación de nuevos conocimientos que generen nuevas rutinas.

La experiencia histórica no permite ser muy optimista en torno a los procesos de cambio intencionales: a pesar de que un entramado institucional puede ver limitada su capacidad de permitir el intercambio debido a modificaciones en el entorno, la relación simbiótica entre las instituciones y las organizaciones, que se han desarrollado como consecuencia de la estructura de incentivos provista por esas instituciones, tiende a reproducir los comportamientos rutinarios:36

Y la capacidad de aprendizaje, cuando se tienen en cuenta los procesos de relevo generacional en los agentes sociales, la consiguiente modificación de expectativas y la tendencia a mantener repertorios estratégicos heredados, pero inadecuados para jugadores con las nuevas expectativas, no parece que pueda suponerse tampoco suficientemente alta para eliminar resultados malos o mediocres en juegos teóricamente (ahistóricamente) sencillos.37

Puede suceder que la opción de modificar el escenario institucional no siempre resulte interesante a los actores, que pueden preferir en primer término cambiar sus estrategias para obtener recompensas dentro del mismo conjunto de reglas del juego; o bien que la posibilidad de alterar el entorno institucional simplemente no esté a su alcance, debido a limitaciones en sus recursos. Los actores están constantemente jugando un conjunto de juegos iterados y entrelazados con múltiples jugadores, entre los cuales se encuentra el del cambio institucional.38 Dado que la esperanza de vida de las instituciones es mucho mayor que la de las políticas concretas, tanto las consecuencias de determinada opción institucional como la incertidumbre que dicha opción acarrea son elementos mucho más importantes en el cálculo de las preferencias para modificar la estrategia o involucrarse en un juego de cambio institucional:

Así, los cambios institucionales pueden tardar mucho tiempo en ocurrir y esto frecuentemente crea la impresión falsa de estabilidad o evolución lenta de las instituciones. De cualquier manera, la razón de la lentitud en el cambio institucional es la incertidumbre que rodea a las instituciones políticas, lo que las hace similares a las inversiones a largo plazo. Una vez que los actores políticos ven que un resultado es desventajoso para ellos, no necesariamente tratarán de modificar las instituciones políticas existentes. Por el contrario, continuarán trabajando dentro del mismo marco institucional, con la expectativa de que en la siguiente ocasión las condiciones externas trabajarán a su favor. Sólo después de una serie de fallos, una institución comenzará a ser cuestionada. Incluso entonces, sin embargo, tomará tiempo construir las coaliciones políticas en torno a nuevas soluciones institucionales.39

En consecuencia, la pertinacia de las rutinas reproducidas culturalmente, lo mismo que la relación entre preferencias y recursos al alcance de los actores, imponen al cambio institucional un carácter fundamentalmente progresivo. Incluso después de cambios violentos en el orden social, las nuevas reglas del juego acaban por incorporar muchas de las rutinas previamente existentes, por lo que no se dan soluciones de continuidad en la historia institucional. Aun los cambios revolucionarios se enfrentan a la supervivencia de las reglas no formales, las cuales cambian muy lentamente; los resultados de los procesos revolucionarios generalmente dependen más de los legados del antiguo régimen y de las situaciones concretas en las que se encuentran actuando los dirigentes, que de las visiones del mundo contenidas en las nuevas ideologías.40

La intencionalidad en los procesos de reforma de las instituciones políticas se enfrenta, así, con el problema ya señalado de la pertinacia de las rutinas autónomamente seguidas por los actores. La autonomía de la instituciones hace que el sentido de los cambios sea difícil de controlar racionalmente. Con todo, es posible afirmar que las instituciones no deben ser consideradas solamente como constreñimientos heredados que limitan la acción de los actores sino que también son objeto de cambio a partir de la actividad humana. Si bien los equilibrios estables en los entramados se alcanzan de manera gradual y acumulativa, el motor de los cambios está, como he dicho antes, en la voluntad de transformar las reglas del juego que los empresarios políticos generan a partir de la necesidad de modificar sus costos de transacción, o de cambios en sus preferencias o en sus recursos. El problema central del cambio institucional radica, sin embargo, en que es más fácil iniciarlo que controlar sus resultados.41

Que el cambio institucional tenga un carácter fundamentalmente progresivo no quiere decir que no existan momentos de ajuste intenso en las reglas del juego, situaciones en las cuales los actores deciden involucrarse en un juego de tranformación institucional. Se trata de eso que March y Olsen han llamado oportunidad de cambio.42 En ciertos momentos los recursos acumulados por los actores, sus preferencias o sus necesidades de modificar sus costos de transacción, los conducen a apostar por una modificación mayor en las reglas del juego, por lo que las estrategias de todos o de una buena parte de los actores relevantes se orientan a conseguir nuevas situaciones de equilibrio. En ese momento se hace posible la construcción de una coalición favorable a un cambio mayor en el entramado institucional. El resultado puede ser una tranformación sustancial en las reglas formales que, sin embargo, será filtrada por el conjunto de constreñimientos informales que son parte del bagaje cultural de una sociedad pero que, a su vez, influirá en la modificación de ésta y de sus rutinas de reproducción.

En el esquema que he tratado de esbozar las instituciones son tanto el marco que limita y da certidumbre a la acción humana como el objeto de su actividad, ya que las reglas del juego son endógenas y, por tanto, modificables. Esta relación compleja entre continuidad y cambio en las urdimbres institucionales juega un papel central en el esquema de análisis que propongo para comprender la construcción de la democracia.

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III. La construcción institucional de la democracia

La cuestión de la democracia está, en el enfoque que he adoptado, estrechamente vinculada al desarrollo de instituciones cada vez más eficientes en el sentido que Tsebelis da al término, en las cuales el arreglo político tiende a promover los intereses de todos o casi todos los actores relevantes. Las democracias resultan entramados políticos relativamente eficientes gracias a que garantizan la estabilidad con niveles muy bajos de utilización de la violencia y permiten el intercambio a partir de reglas claras, pero que dejan espacio a la incertidumbre o, dicho en términos de Przeworski, con una incertidumbre institucionalizada, por lo que pueden constituir un entorno apropiado para el desempeño de las economías avanzadas de mercado.

Según North, existe un movimiento orientado hacia una mayor eficiencia de los entramados políticos:

La evolución de la política desde los gobiernos unipersonales y absolutos hasta la democracia es concebida típicamente como un movimiento para alcanzar mayor eficiencia política. En la medida en que el gobierno democrático permite un porcentaje cada vez mayor de acceso popular al proceso de toma de decisiones políticas, elimina la capacidad caprichosa del gobernante autoritario para confiscar el bienestar; además, la democracia desarrolla una judicatura independiente capaz de ejercer la coacción como tercero. Todo ello tiene como resultado un movimiento hacia una mayor eficiencia política.43

En esta misma lógica, dos son las cuestiones claves que debe abarcar cualquier proceso de diseño institucional para conseguir un equilibrio de carácter democrático, independientemente de las características del entramado precedente.

El primer problema es el relativo al tipo de instituciones que puede generar el acuerdo es decir, la sumisión de las fuerzas políticas relevantes y garantizar la neutralidad de las estructuras de coerción que constituyen la parte propiamente estatal de la organización social. Sobre esto dice Przeworski:

Si el comportamiento sancionador del Estado no está, a su vez, sujeto a las sanciones de la sociedad, entonces el Estado es autónomo; el costo del orden para la sociedad es el Leviatán. Pero el Leviatán un acuerdo cooperativo sancionado externamente no es democracia. El costo de la paz es un Estado independiente de los ciudadanos. En cambio, si el Estado es en sí mismo un (aunque imperfecto) agente de coaliciones diseñado para asegurar la sumisión un pacto de dominación, entonces la democracia es un equilibrio, no un contrato social.44

La clave de este equilibrio está en alcanzar un diseño institucional en el cual el Estado no se constituya en un tercer partido con intereses propios sino en un agente de coaliciones entre las fuerzas políticas. Como he señalado antes, el papel que juega el Estado como sancionador del cumplimiento de las normas le otorga una capacidad distributiva evidente, que lo convierte en el espacio privilegiado de la lucha entre los grupos de interés para conseguir ventajas comparativas en el proceso de intercambio. La contienda política de los últimos dos siglos ha estado marcada por los intentos de controlar completamente el Estado por parte de grupos específicos de interés. El desarrollo de los arreglos democráticos, en cambio, garantiza que ninguna fuerza pueda controlar totalmente los resultados del proceso político y, por tanto, atempera las características redistributivas del entramado institucional.

El peligro constante de que el Estado se autonomice se debe a su calidad de agencia especializada en forzar la sumisión a las reglas. De ahí la importancia fundamental que adquiere para la democracia un entramado institucional que controle la autonomía del Estado, de manera que el vigilante sea vigilado por todas las fuerzas relevantes, a la vez que éstas son capaces de reproducir las rutinas institucionales de manera autónoma.

El segundo problema que quiero subrayar consiste en encontrar el tipo de instituciones que puedan ofrecer a las fuerzas políticas relevantes una perspectiva de apoyo a sus intereses lo suficientemente atractiva como para que acepten sus derrotas inmediatas, es decir, un entramado institucional que brinde a todos los actores una visión de futuro.45 A pesar de que los resultados de la democracia son aparentemente inciertos, las reglas, custodiadas de manera descentralizada por el conjunto de actores relevantes, le ponen fronteras a la incertidumbre.

Estos dos asuntos son significativos ya que las instituciones políticas la manera en que están diseñadas, vale la pena repetirlo tienen consecuencias distributivas, por lo que benefician a unos actores frente a otros y ofrecen oportunidades diferentes a cada grupo particular. Así, las condiciones de consolidación de un entramado institucional dependen de características económicas y políticas singulares. En los equilibrios desiguales las organizaciones afectadas por arreglos inequitativos pueden actuar con costos de transacción muy altos (debido a deficiencias en la información que poseen sobre el entorno o a la debi-lidad de los recursos capacidad de negociación con que cuentan para modificar las reglas que afectan sus intereses), lo que podría hacer racional la utilización de la violencia. Las democracias, en cambio, para garantizar el acatamiento autónomo de las reglas por parte de las organizaciones, requieren de la generación de instituciones consideradas equitativas por los actores más importantes y de una descentralización generalizada de la coerción, de manera que el uso de la violencia se reduzca a expresiones mínimas. No sólo se trata de generar instituciones que garanticen la independencia de la judicatura, por ejemplo, o la equidad de las normas electorales, sino también se hace necesaria la creación de una burocracia no patrimonial, neutra políticamente tanto en sus métodos de selección de personal como en su actuación.

Sin embargo, alcanzar equilibrios de estas características implica un sinuoso camino que no sigue una dirección única y que supone, junto al desarrollo institucional pertinente, el desenvolvimiento de una forma específica de moral pública: el modelo cívico. Requiere también de cierto tipo de actores: una clase especial de empresariado político.

Las limitaciones o constreñimientos informales juegan un papel determinante en la estructuración de los entramados institucionales. Resulta mucho más fácil describir de manera precisa las reglas formales que desarrollan las sociedades que describir con alguna precisión los modos informales a través de los cuales los seres humanos han estructurado su interacción. Las limitaciones informales carecen, las más de las veces, de una clara especificidad y resulta extremadamente difícil desarrollar pruebas inequívocas de su signifi-cado y su importancia; sin embargo, son muy relevantes. Que los constreñimientos informales son importantes en sí mismos, y no como simples apéndices de las reglas formales, se hace evidente cuando observamos que una misma regla formal (ley o precepto constitucional) impuesta en diferentes sociedades produce resultados distintos. Asimismo, la fuerza de las limitaciones informales se puede advertir cuando se producen cambios institucionales abruptos o discontinuos, como las revoluciones o las conquistas militares: ciertamente, éstos producen nuevos desenlaces pero lo que resulta más relevante es la supervivencia de muchos aspectos del arreglo social precedente, independientemente del cambio total en las reglas formales. Esto no quiere decir que la modificación de las reglas formales no tenga efectos sobre los constreñimientos de carácter informal. Si bien los constreñimientos formales e informales se influyen biunívocamente, es pertinente recordar que la resistencia de las maneras de hacer las cosas, transmitidas a través del aprendizaje cultural, muchas veces frustra los procesos de cambio basados únicamente en la modi-ficación de las reglas formales. En general, se ha dicho que para que sea posible el desarrollo de formas democráticas de arreglo social es necesario el despliegue de cierto tipo específico de constreñimientos informales, que deben irse abriendo paso históricamente, a contrapelo de las inercias culturales más resistentes. Se trata de los valores de la llamada cultura cívica que, a grandes rasgos, supone el respeto del orden jurídico, la responsabilidad de los funcionarios, la participación ciudadana y la protección de los derechos individuales.

El modelo general de cultura cívica más conocido es el propuesto por Almond y Verba, quienes la definen como una cultura pluralista, fundada en la comunicación y la persuasión, una cultura orientada hacia el consenso pero respetuosa de la diversidad, que favorece el cambio y también lo mantiene dentro de límites moderados. Para resumirlo en palabras de Salvador Giner (citado por Escalante): "El civismo es el arte de dirimir conflictos públicos o de vivarlos sin optar por la violencia".46

No cabe duda que detrás de esta imagen, un tanto idealizada, hay un conjunto complejo de constreñimientos informales, resultado histórico en el que se conjugan diversas tradiciones desarrolladas en la cultura de occidente,47 pero que en lo fundamental es producto de la disolución de las solidaridades colectivas imperantes en las sociedades de carácter eminentemente rural.

El surgimiento de identidades individuales, y la cultura ciudadana que conlleva, implica en esencia, para lo que aquí nos ocupa, una nueva forma de obediencia política basada en el respeto a las instituciones políticas no personalizadas que asumen la forma del Estado.

Este desarrollo se ha dando en la medida en que la autoridad estatal ha adquirido mayor solidez y estabilidad. Las comunidades, los vínculos de vasallaje y las relaciones clientelares sirven para dar protección a los individuos allí donde el Estado no puede con la tarea, lo que hace difusos los límites entre lo público y lo privado.

El despliegue del mercado, en relación biunívoca con el desenvolvimiento del Estado ya que las instituciones formales desarrolladas para garantizar derechos claros de propiedad requirieron de la extensión de la capacidad estatal para obligar su ejecución, ha reducido la utilidad de las formas tradicionales de protección y patronazgo, lo que a su vez ha estimulado la capacidad privada de acumulación no patrimonial:

En estas condiciones es fácil entender por qué lo público del modelo cívico tiene una estructura individualista. Lo forman los individuos que ha creado el mercado. Pero también ayuda a entender por qué, si su raíz es inequívocamente liberal, lleva consigo una inercia democrática.

Ahora bien, esta organización del espacio público también ha necesitado una imagen del hombre y una moral. Así se ha inventado al ciudadano.48

De esta manera, una modificación mayor en las instituciones formales nada menos que vinculada al surgimiento del derecho explícito y escrito, y al fortalecimiento de una capacidad de coerción centralizada ha provocado la disolución de las formas de integración basadas en vínculos de dominación de carácter eminentemente personal: simplemente, esas formas tradicionales han ido perdiendo su utilidad.

Este proceso ha propiciado el surgimiento de identidades sociales individuales, construidas en contra de las fórmulas jerárquicas y corporativas, que se expresan a través de una cultura política ciudadana con su corolario de respeto a la legalidad, de moderación del propio interés por el bien público, de participación desinteresada en la vida pública, de contribución en una opinión pública racional y que transforman la trama entera de las relaciones políticas.

Tal desarrollo supone una configuración histórica muy peculiar, en la que se imbrican el despliegue del mercado y el desenvolvimiento del Estado con la generación de identidades sociales individuales (lo que no implica que no representen intereses que pueden ser de clase) propias de la existencia de intercambios impersonales en una cada vez más compleja división del trabajo, lo que motiva el despliegue de intereses diversos en pugna por el control del Estado.

En cuanto a la cuestión del tipo de empresariado político que requiere la democracia, idealmente se puede decir que los arreglos democráticos precisan de élites con alto grado de integración tanto estructuralmente como en su capacidad de lograr consensos. La integración estructural implica la relativa posibilidad de inclusión de las redes formales e informales de comunicación e influencia entre personas, grupos y facciones de las élites. La integración de consensos en cuanto a valores supone el acuerdo relativo entre las élites en torno a las reglas del juego tanto formales como informales, así como sobre los códigos de la conducta política y sobre la legitimidad de las instituciones existentes. A pesar de que la existencia de dichas élites es condición necesaria para la vigencia de un arreglo de carácter democrático, esto no es suficiente ya que pueden darse coaliciones con exclusiones significativas o que, a pesar de ser altamente incluyentes, no se apeguen a las reglas del juego democrático y lleven a cabo su circulación a través de otros mecanismos. En efecto, en este modelo las exclusiones implican una falta de integración en alguno de los dos sentidos antes expuestos y también pueden existir élites unificadas ideológicamente, como en el caso de los países del casi extinto socialismo real. Es posible, sin embargo, que se dé un proceso de integración estructural y de consensos en las élites sin que el resultado sea alguna forma de democracia. Por el contrario, se puede hablar de regímenes autoritarios relativamente incluyentes en cuanto a sus élites sin que la integración sea propiamente ideológica.

Las élites políticas producto del modelo ciudadano, en cambio, son menos intermediarias y más gestoras de bienes públicos bien definidos. A partir de que es el individuo, y ya no el grupo, el concebido como ser real, la jerarquía desaparece y con ella la atribución inmediata de la autoridad a una persona específica. Al quedar únicamente una colección de individuos el ejercicio de la autoridad sólo es posible con base en su consentimiento, por lo que el monopolio de la violencia deja de ser propiedad de alguien en particular para convertirse en un bien público. Las élites que surgen entonces tienen que competir por el poder entre iguales y renunciar al uso de la violencia para hacerse con la autoridad, en buena medida porque no la tienen ya a su alcance pues se ha centralizado e institucionalizado. En ese momento surgen empresarios políticos que hacen de la disputa por el voto su ventaja comparativa.

Es evidente que la conjunción plena de estas características no es más que un tipo ideal.49 En la realidad no encontramos ni entramados institucionales plenamente eficientes todos tienen algo de redistributivo ni sociedades donde sólo existan identidades individuales con culturas plenamente ciudadanas
ya que pueden coexistir grupos de orientación cívica con otros que se rijan por una moralidad corporativa, comunitaria, señorial y, sobre todo, con una mayoría de gorrones, sin ninguna cultura de participación, ni élites que sólo disputen el poder a través de los mecanismos plenamente democráticos en todas las sociedades modernas subsisten, en mayor o menor medida, formas clientelares y grupos de presión que pretenden hacer avanzar sus intereses sin someterse a las urnas. Por lo general, lo que ocurre es que uno de los modelos resulta dominante y decide, en términos gruesos, la organización formal de la vida pública. Si bien el modelo ciudadano supone la existencia de identidades individuales aparentemente iguales, en tanto que sujetos del intercambio, en la realidad la extensión del mercado genera contraposiciones de intereses que acaban por tener, gracias a la actuación de los empresarios políticos, expresiones orgánicas que entran en disputa por el poder debido a las consecuencias distributivas del control del mismo.

Por lo demás cabe afirmar, como lo hace Paramio, que la historia...

lejos de ser un proceso lineal (ascendente o no) se nos presentaría como un tallo en el que lenta y dolorosamente van convergiendo raíces extremadamente complejas y profundas, tallo común que sería el moderno sistema mundial (cuyos orígenes algunos autores remontan a la formación de una economíamundo capitalista europea en el siglo xvi) con altos recursos tecnológicos, recientemente mercantilizado y en el que hoy bien cabe hablar de una convergencia hacia las formas democráticas de organización estatal (aunque pudiera tratarse sólo de un espejismo temporal que se quebrará en los próximos años ante una nueva oleada de autoritarismo), como ya sucumbieran las anteriores mareas democráticas que siguieron a la primera y la segunda guerras mundiales.50

Parece claro que la modificación progresiva de rutinas sociales, de manera que el conjunto de la organización de la vida pública se aproxime al tipo ideal descrito, es lo que en términos históricos puede ser concebido como proceso de democratización. Así, las democracias no nacen simplemente de pactos entre élites sino que son producto de cambios graduales en el conjunto de rutinas sociales, en los que sin duda juega un papel determinante la acción racional de los empresarios políticos, los cuales, empero, encuentran su actuación limitada tanto por las inercias que las rutinas formales e informales les imponen como por el conocimiento que tienen del entorno y los recursos que son capaces de desplegar. El cambio social se caracteriza, como he tratado de subrayar, por alguna combinación de dos tipos de mecanismos: acción intencional y filtro estructural.

El surgimiento de una forma fundamentalmente democrática de organización de lo público resulta, así, un equilibrio institucional que impide el control monopólico del Estado por alguno de los grupos en pugna, inmerso, por lo demás, en un conjunto de relaciones internacionales dominadas por la extensión del mercado, lo que marca la capacidad de adaptación funcional de una sociedad para sobrevivir en competencia con otras. Así, se ponen en juego dos variables: competitividad exterior y equilibrio interno.51

Es necesario, por tanto, distinguir entre proceso de democratización y transición democrática. El primer término correspondería a los filtros estructurales, mientras que el segundo se referiría más a la acción intencional, aunque la frontera entre ambos es difusa. Dicho de otra forma, la idea de democratización tendría que ver con el proceso progresivo de ajustes de rutinas y creación de condiciones estructurales propicias para la democracia. Transición a la democracia conlleva la idea de acción frente a una oportunidad de cambio, con las estrategias que las élites pusieran en marcha para dirimir un juego de cambio institucional en el que el resultado fueran reglas del juego democráticas.

Es aquí donde se juntan los caminos de lo hasta ahora descrito: para que exista una transición a la democracia tienen que existir élites capaces de aprovechar una oportunidad de cambio y conducirla por la vía democratizadora. Para que esto ocurra es necesaria una ciudadanía significativa (sin que esto quiera decir que deba ser mayoritaria); la extensión de la ciudadanía es producto de una generalización de los mercados impersonales, de la división compleja del trabajo y de la urbanización que, a su vez, acarrean el surgimiento de una enorme heterogeneidad social que se expresa en la existencia de intereses irreductibles por su posición frente al intercambio. Se trata de un conjunto de cambios institucionales en el margen, que obligan a un cambio mayor en las reglas del juego.

Mi idea de proceso de democratización incluye los intentos fallidos de democratización; y me referiré más a transición a la democracia como al desarrollo de estrategias que dan como resultado una democracia con tendencia a estabilizarse y consolidarse, y un régimen capaz de alcanzar el equilibrio interno en los términos impuestos por la competencia exterior, es decir, a la creación de un entramado institucional relativamente eficiente.

La transición a la democracia es, por tanto, producto de un proceso de democratización en una sociedad determinada. Generalmente, según lo demuestran los análisis empíricos de democratizaciones recientes, tiene como antecedente un proceso de liberalización una modificación de las reglas del juego impulsada por una parte de los miembros de la coalición en el poder, que tiene como objetivo transformar sus recursos a través de una ampliación de sus alianzas. Esta liberalización es inestable porque altera los equilibrios y modifica los recursos, lo que influye en las estrategias de los actores.

En términos gruesos, el proceso de democratización, que incluye la creación de nuevas identidades políticas de carácter ciudadano, aun cuando representen intereses específicos de grupos sociales diferenciados se puede ir produciendo en el marco de situaciones autoritarias de larga duración, en donde las nuevas identidades encuentran grandes dificultades para su expresión y para su acción colectiva. Sin embargo, una vez desatado el proceso de liberalización, como producto de ajustes en las relaciones entre los miembros de la coalición dominante, las organizaciones hasta entonces reprimidas o inexistentes encuentran vías de expresión, nuevos recursos se ponen en manos de los empresarios emergentes y se abre la oportunidad de cambio.

Aquí cabe subrayar, como lo hace Przeworski, que los regímenes autoritarios o redistributivos no se quiebran por falta de legitimidad.52 El monopolio de la violencia ha permitido la larga duración de regímenes nacidos ilegítimos, que se han mantenido por el temor generalizado y, sobre todo, por la inexistencia de alternativas colectivas de futuro. Lo que se convierte en una auténtica amenaza contra un régimen autoritario es la organización de posibilidades de futuro contrahegemónicas, capaces de convertirse en verdaderas op-ciones políticas para los individuos aislados.

La aparición de liberalizadores en la coalición dominante ha sido ampliamente discutida por diversos autores. Me parece que el análisis de Pzeworski es el más completo sobre la cuestión: la liberalización es resultado de la combinación de las fisuras en el régimen autoritario y la organización autónoma de la sociedad civil, que logra abrirse paso frente a las condiciones represivas. La movilización popular es una señal para los potenciales liberalizadores de la oportunidad de una alianza para cambiar a su favor la correlación
de fuerzas en el bloque en el poder. Por su parte, las fisuras visibles en la coalición en el poder indican a los empresarios de la sociedad civil que el espacio político puede abrirse para las organizaciones autónomas. Así, la movilización popular y las fisuras en el régimen se retroalimentan mutuamente.53

No importa si se dan primero las fisuras en el bloque de poder o si son precedidas por una activación de la movilización social. La lógica de la liberalización es la misma, aunque cambien sus ritmos y sus posibles desenlaces. Si bien este proceso puede durar años, meses o días, tanto el régimen como la oposición acaban enfrentando un conjunto de opciones similares.

Los proyectos de liberalización impulsados por fuerzas del establishment autoritario son invariablemente intentos de aperturas controladas del espacio político. Típicamente son el resultado de divisiones en el bloque autoritario desatadas por diversas señales que barruntan una crisis inminente, entre las que se pueden contar los signos de descontento popular. Se trata de relajar la tensión social y fortalecer su posición en la coalición de poder, ampliando la base social del régimen. Tal liberalización se enfrenta continuamente a la contingencia de la compatibilidad de sus resultados con los intereses o valores del bloque autoritario, por lo que es inherentemente inestable.

La única posibilidad de que la liberalización sea exitosa y tenga como resultado una ampliación de la base del régimen autoritario (sin devenir en una transición ni en una represión de la sociedad movilizada) radica en que la información de los actores sea completa: que los actores se conozcan en sus preferencias y recursos, que los reformadores conozcan las posibilidades de la oposición para resistir una represión y sus recursos efectivos para una insurrección y que, al mismo tiempo, los empresarios de la oposición sepan si el régimen está dispuesto a reprimirlos en caso de una movilización que pretenda profundizar la liberalización, además de conocer sus limitaciones organizativas para enfrentar dicha represión.

En cualquier otro caso los resultados son transición o represión. La consecuencia de un endurecimiento del régimen o represión puede traer como respuesta la insurrección.

Lo que tenemos es un conjunto de juegos entrelazados que marcan la dinámica de la liberalización, en la que se mezclan los intentos de los liberalizadores por modificar su posición frente a los conservadores del régimen con los intentos de la oposición por ampliar sus recursos y aprovechar óptimamente la oportunidad de cambio, y la reacción de quienes quieren mantener el statu quo. El producto final dependerá del grado de veracidad de las percepciones que sobre los otros actores tenga cada uno de los protagonistas y del conocimiento sobre los propios recursos. Es decir, las estrategias de los actores definirán el resultado en un marco limitado de alternativas.

Las posibilidades de que una liberalización se estabilice son, por tanto, muy raras; son más probables los desenlaces no deseados o deseados pero escondidos hábilmente por los liberalizadores. La transición es, sin embargo, sólo uno de los resultados posibles y se da cuando la liberalización genera un proceso de organización de la sociedad no abarcable por los intentos de inclusión del régimen pero lo suficientemente extenso para descartar la represión como respuesta. En ese momento los liberalizadores se ven obligados a convertirse en renovadores, o el régimen se desmorona y queda en manos de la oposición. Si, por el contrario, la violencia se ve como opción real para contener la expansión de la fuerza de las organizaciones autónomas de la sociedad, los resultados pueden ser un recrudecimiento del régimen con la consiguiente derrota de los liberalizadores o una rebelión popular:

En algún momento la sociedad civil se moviliza, se forman nuevas organizaciones, se declaran independientes del régimen, proclaman sus objetivos, intereses y proyectos. Pero el régimen tiene instituciones centralizadas, no competitivas, que incorporan sólo a aquellos grupos que aceptan su dirección y su control ex post de los resultados de todo proceso político. Así, por un lado emergen organizaciones autónomas en la sociedad civil, por el otro, no existen instituciones donde esas organizaciones puedan presentar sus puntos de vista y negociar sus intereses. Debido a este hiato entre las organizaciones autónomas de la sociedad civil y el carácter cerrado de las instituciones estatales, el único lugar donde los grupos recientemente organizados pueden eventualmente luchar por sus valores e intereses es en las calles.

Una vez que esto sucede, la liberalización no puede continuar. El gas lacrimógeno que empaña las calles salpica los ojos de los liberalizadores; la irrupción de movimientos de masas, la inestabilidad y el desorden constituyen la evidencia de que la política de liberalización ha fracasado.54

La debilidad de este planteamiento radica en que se supone siempre la eclosión de las organizaciones de la sociedad civil. Puede ocurrir, empero, no sólo que la apertura propuesta sea suficiente para incorporar a nuevas identidades en la base social del régimen, sino también que la estrategia de la liberalización sea adoptada como rutina y se convierta en un juego iterado, siempre y cuando las organizaciones de la sociedad civil no cuenten con los recursos suficientes para superar la liberalización en los términos que he descrito arriba, es decir, no sean capaces de convertirse en coaliciones contrahegemónicas.

En otros términos, pueden existir juegos de ajuste institucional periódico en los que las reglas se modifiquen gradualmente a medida que crecen los recursos de la oposición. La modificación gradual de los espacios institucionales, en los cuales puedan expresar sus puntos de vista y negociar sus intereses los grupos no incorporados, puede prolongar la liberalización por mucho tiempo, ya que amplía gradualmente la base de apoyo del régimen.55

Sin embargo, incluso cuando la liberalización es un juego iterado, llega un momento en que se tiene que optar entre la represión o la democratización, cuando lo que está en juego es la capacidad de definir ex post los resultados del intercambio político. Llegado ese punto el caso de unas elecciones ganadas por la oposición el proceso de liberalización termina, ya sea para dar marcha atrás o para dar paso a la democracia. No obstante, es factible que para entonces el proceso de construcción institucional de la democracia esté prácticamente perfilado y no exista una transición propiamente dicha, ya que no se produce un momento de crisis del régimen autoritario sino que éste se disuelve en el proceso continuado de liberalización.56

Por lo demás, el análisis de Przeworski es muy útil para comprender la relación entre estrategias y recursos de los actores con los resultados obtenidos, una vez que se desata la oportunidad de cambio a la que nos referimos cuando hablamos de transición: ese periodo en el que las reglas no están claras y los actores políticos luchan intensamente por definirlas. Las transiciones, en este sentido restringido, son etapas de ajuste institucional intenso en las que existen momentos fundacionales precisos que tienen como punto de partida el desmoronamiento de un régimen y como punto de llegada uno nuevo claramente perfilado aunque aún esté incompleto, como ocurre con todo conjunto institucional.

Las condiciones en las que se abre una oportunidad de cambio determinan el entorno para los actores. Siempre que fuerzas relevantes del antiguo régimen negocian su salida del poder la estrategia óptima de la democratización es inconsistente: requiere de compro-misos ex ante y resolución ex post. Si resulta, por ejemplo, que las fuerzas armadas juegan un papel activo en el antiguo régimen y llegan a la transición con fuerza suficiente para imponer condiciones, podrán mantenerse autónomas y ser una amenaza para la nueva democracia.57 Los rastros institucionales que deja este tipo de acuerdos dificultan la consolidación del nuevo régimen. Por ello son más prolongadas y problemáticas las transiciones en aquellos países en que se producen como resultado de pactos con fuerzas del antiguo régimen, sobre todo cuando el ejército se mantiene independiente del control civil; en esos casos la cuestión militar se mantiene como una fuente permanente de inestabilidad para las instituciones democráticas.

Por otra parte, cuando se conoce de antemano la correlación de fuerzas entre los actores del proceso de transición suelen adoptarse arreglos institucionales inequitativos, producto del predominio de una de las fuerzas, que generalmente sólo duran el mismo tiempo que los equilibrios inestables de los que nacieron. Puede ocurrir también que un balance catastrófico de fuerzas aquellas que pueden dar origen a una guerra civil se resuelva con un arreglo institucional ineficiente, que se adopta únicamente para evitar el caos. En ambas situaciones las nuevas democracias están expuestas a conflictos continuos en torno a la cuestión institucional: las fuerzas políticas que sufren derrotas como resultado de las condiciones así establecidas, continuamente abrirán de nuevo la discusión sobre el entramado institucional.

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IV. Las instituciones de la democracia

La discusión en torno a las condiciones institucionales de la democracia tiene que ver con las consecuencias distributivas de las instituciones. Si la elección de las instituciones fuera sólo cuestión de eficiencia no provocarían ninguna controversia, ya que nadie tendría motivos para temer a un sistema que mejorara a todos sin costos para alguien más. Pero dada la distribución de los recursos económicos, políticos e ideológicos, las instituciones afectan el grado y el modo en que los valores y los intereses particulares pueden avanzar. Por ello, las preferencias concernientes a las instituciones difieren y los resultados institucionales de los procesos intensos de ajuste dependen de las correlaciones de fuerzas que se establecen en el momento en que el juego se convierte en cambio
institucional.

Esa es la razón de que ningún entramado institucional sea plenamente eficiente y de que, por el contrario, todos los regímenes tengan cierto carácter redistributivo en el que alguna coalición salga más beneficiada que otras.

De ahí que el surgimiento de un arreglo político de carácter democrático implica una evolución sustancial de los actores políticos para ajustarse a las implicaciones distributivas de un entramado pluralista, donde sólo se puede aspirar a un control parcial del Estado. Los partidos políticos emergen como la forma primordial de agrupar los intereses de los actores tanto en el proceso de democratización como en la consolidación de las reglas del juego democrático, por lo que de su actitud depende, en buena medida, el éxito de la empresa. En el proceso de democratización los partidos políticos sirven como vehículos para movilizar las presiones de los actores subordinados, pero si
sus programas son demasiado radicales agudizan las resistencias de los actores dominantes en contra de la democracia. Una vez que la democracia ha sido instalada el sistema de partidos resulta determinante para proteger los intereses de los grupos dominantes, ya que les da una perspectiva de futuro que los hace abstenerse de recurrir a soluciones autoritarias. La democracia sólo puede consolidarse ahí donde existen dos o más partidos fuertes y competitivos, y donde por lo menos uno de ellos proteje efectivamente los intereses de los grupos económicamente poderosos.

La mayor eficiencia de los arreglos democráticos, aun cuando contengan algunas instituciones de carácter redistributivo, está dada por la incertidumbre respecto a sus consecuencias más que por su duración. Esto es así porque si los actores que diseñan las instituciones pueden conocer de antemano los resultados para distintos grupos políticos o sociales, podrán beneficiar sistemáticamente a alguno de esos grupos. Si, en cambio, no pueden prever las consecuencias redistributivas la única vía será el incremento en la eficiencia de la institución.

Sólo pueden alcanzarse soluciones de equilibrio en estrategias puras cuando no se conoce de antemano la correlación de fuerzas entre los actores relevantes durante un proceso de transición. Si quien diseña una institución no tiene ninguna certeza sobre la posición que ocupará en la nueva sociedad, será esa misma ignorancia la que motive el diseño de una sociedad que resulte mejor para todos. Esto es lo que Rawls58 ha llamado el "velo de la ignorancia". Sin embargo, es precisamente debido a que los humanos no actuamos bajo ese velo sino que poseemos información (aunque ciertamente incompleta) o expectativas acerca de los acontecimientos futuros, que las instituciones no son totalmente eficientes.59 En resumen, las condiciones en las que se da la transición y la correlación de fuerzas que se establece entre los actores durante el periodo de ajuste institucional agudo dejan trazas institucionales que dificultan la consolidación del nuevo régimen y que le restan capacidad para alcanzar un grado pleno de eficiencia. La necesidad de terminar conflictos que podrían desembocar en violencia provoca, sin embargo, que los actores acepten arreglos que no necesariamente satisfacen sus expectativas. Las instituciones adoptadas cuando la correlación de fuerzas es desconocida o poco clara son más proclives a durar a través de condiciones variadas. Las instituciones asumidas como soluciones contemporizadoras cuando se sabe que la relación de fuerzas es balanceada y grupos diferentes tienen preferencias marcadas hacia algunas soluciones alternativas, requieren de la fuerza de la convención para sobrevivir, aunque no es frecuente que perduren. Por su parte, las instituciones que ratifican una ventaja transitoria suelen ser tan durables como las condiciones que las generaron.

Las democracias son regímenes relativamente eficientes ya que institucionalizan cierto grado de incertidumbre, lo que reduce en buena medida las características redistributivas de las instituciones. No obstante, es difícil alcanzar equilibrios de este tipo a través de estrategias puras. Todo entramado democrático contiene trazas de instituciones redistributivas producto de las condiciones en las que se dio la transición, además de los filtros que los constreñimientos formales imponen a los procesos de diseño institucional.

Las democracias, entonces, dan cabida, como cualquier régimen, a instituciones formales e informales pero el peso que adquieren las primeras debe ser mayor ya que constituyen el marco general de certidumbres a las que se atienen los jugadores; los resultados pueden aparecer como inciertos, pero no las reglas del juego. La clave de la aceptación de las reglas radica en que, a pesar de que en una ronda determinada los resultados sean adversos para alguna fuerza, ésta puede jugar de nuevo en condiciones de equidad para revertir el resultado de la ronda anterior, si es capaz de desplegar sus recursos de manera más eficaz. De ahí que las reglas electorales equitativas se encuentren en la base de toda aceptación de la normatividad democrática.

Sin embargo, las reglas electorales no son más que un punto de partida. Difícilmente se puede imaginar que fuerzas políticas con recursos amplios y aspiraciones igualmente grandes acepten de buen grado un juego en el cual el que gana se queda con todo y el que pierde se va a su casa a esperar la siguiente ronda. No basta, para lograr la aceptación de los resultados por parte de los perdedores, que las elecciones sean equitativas y sus resultados inobjetables; también debe haber espacios de representación que den a los que no obtuvieron la mayoría oportunidad de mantenerse en el juego político y empleos suficientes para sus principales cuadros, ya que la fuerza de una organización no sólo depende de su cohesión ideológica o programática sino que requiere demostrar que es un instrumento eficaz para participar en el control del poder. Por ello, las democracias necesitan de espacios de representación plurales, donde las fuerzas que aspiran a ejercer el control de los principales resortes del Estado vigilen y cuestionen a los que los ejercen en el presente. De ahí que las democracias tiendan a generar ámbitos donde las minorías estén representadas.

No existe, por lo demás, un modelo único de representación en las democracias. Algunos regímenes están diseñados para mantener en el juego a dos partidos principales; otros cuentan con estructuras propicias a una mayor diversidad política. La forma en que se eligen los representantes define el resultado: si el sistema es de mayoría la tendencia será al bipartidismo; si la elección es por representación proporcional habrá más de dos partidos. También hay sistemas mixtos orientados a lograr mayorías claras pero con representación plural. La fórmula de integración de la representación depende, en buena medida, de las fuerzas concurrentes en el momento de la instauración democrática y de la manera en que desplieguen sus recursos cuando se abre el juego de cambio institucional.

A pesar de ello, las democracias deben ser capaces de conducir con claridad los asuntos del Estado; de ahí la importancia de los mecanismos que se desarrollen para formar la mayoría que va a sustentar al gobierno. También en este aspecto las fórmulas son diversas. Cuando las reglas del juego están diseñadas para que el electorado determine directamente la mayoría, por lo general el poder ejecutivo recae en un presidente electo de manera separada del órgano legislativo, lo que le da un mandato distinto al del parlamento y lo hace relativamente independiente de él, como ocurre en los regímenes presidenciales. En otros casos se abren espacios para la negociación poselectoral entre las fuerzas políticas, por lo que se pueden crear coaliciones de gobierno aun cuando el mandato electoral esté muy fragmentado; ese es el caso de los regímenes parlamentarios. También en esto existen fórmulas mixtas, con presidentes electos de manera directa, pero que requieren de la aprobación parlamentaria para formar sus gobiernos.

Las experiencias históricas nos dicen que, en condiciones de competencia democrática de más de dos fuerzas políticas, los regímenes parlamentarios tienden a generar mejores condiciones de gobernabilidad (de eficacia gubernamental), ya que la coincidencia entre el mandato legislativo y el ejecutivo facilita la tarea del gobierno. Son, además, más flexibles frente a los cambios en las situaciones políticas, porque los presidentes electos por un periodo irreductible pueden enfrentar modificaciones en la mayoría legislativa que les resten capacidad para promover los proyectos que requieran de apoyo del Congreso. La posibilidad que el parlamentarismo ofrece para adelantar las elecciones o alterar la composición de la coalición gobernante suele ser muy eficaz para sortear las parálisis a que lleva con frecuencia el desencuentro entre Congreso y presidente. Sin embargo, se dan excepciones, como lo demuestra la inestabilidad del parlamentarismo italiano y la fortaleza del presidencialismo estadounidense (aunque, según se ha visto, tampoco en Estados Unidos la relación entre Congreso y presidencia es siempre miel sobre hojuelas). Las fórmulas mixtas gozan de muy buena salud, como lo demuestran los casos de Francia y Portugal.

Como he señalado, en las democracias el Estado debe erigirse en un espacio de coaliciones entre las fuerzas políticas, con el fin de resolver el conflicto que surge de la diversidad de opciones propia de las sociedades donde los intercambios son impersonales. En este espacio institucional ninguna fuerza debe controlar de manera absoluta al Estado; de ahí que el funcionamiento de un conjunto de reglas democráticas necesite de la separación entre Estado y gobierno, en que el primero adquiera cierta apariencia de neutra-lidad en su actuación, a la vez que se garantice la continuidad técnica por encima de la competencia democrática.

Así, la instauración democrática tiene como requisito la creación de una permanente burocracia capacitada técnicamente que asegure el seguimiento más general de las políticas, independientemente del color del gobierno en turno, lo que implica la existencia de funcionarios de carrera con criterios de selección técnicos y no políticos. De otra manera cualquier democracia se vería sin posibilidades de superar los más arraigados defectos redistributivos (otra vez en términos de Tsebelis) de los Estados controlados por una sola fuerza política. Los cambios en el gobierno implicarían una inestabilidad constante en el funcionamiento cotidiano del Estado, además de que aumentarían exponencialmente los costos de aprendizaje, con los consiguientes efectos negativos sobre la eficacia de su acción. Todo esto se debe al natural deseo de toda fuerza política de dar acomodo y empleo al mayor número posible de sus seguidores, lo que no hay que perder de vista en cualquier proceso de diseño institucional.

La distribución del poder tiene también un componente territorial, por lo que las democracias han
desarrollado conjuntos de reglas del juego para procesar la variedad de intereses locales que suelen componer los espectros políticos. Distintas formas de federalismos y autonomías regionales forman parte de los entramados institucionales de las poliarquías, lo que implica la existencia de complicados mecanismos para que las relaciones intergubernamentales resulten fluidas ahí donde pueden existir gobiernos de signos contrarios obligados a la concurrencia, incluidos mecanismos judiciales de arbitraje.

Si se trata de que el Estado no se autonomice, de que no acabe siendo controlado de manera monopólica por un solo grupo de interés (es decir, que se garantice su carácter de espacio de coaliciones políticas), resulta central la existencia de agentes sancionadores externos que observen el cumplimiento de las reglas por parte de los actores, más allá de la vigilancia política que pueden ejercer los órganos de representación. Si bien los actores políticos están sujetos, en una democracia, a ser sancionados electoralmente por su compor-tamiento eficaz o ineficaz, lo que implica que su continuidad en las funciones será evaluada en cada elección (de ahí que la reelección sea importante para el funcionamiento cabal de las democracias), es necesaria también la sanción legal por parte de un órgano autónomo relativamente ajeno al litigio redistributivo implícito en todo proceso político. Por ello, la separación del poder judicial de la competencia política es aquí el elemento nodal. La inamovilidad de los jueces y las estructuras organizativas del poder judicial, como pueden ser los consejos de la judicatura, que lo inmunicen de las tentaciones clientelares, resultan vitales para el funcionamiento de las democracias, lo mismo que las instancias judiciales de arbitraje y de vigilancia de la constitucionalidad de las leyes, que de otra manera no tendrían más requisitos para su aprobación que la mayoría legislativa, de suyo politizada.

La autonomía judicial es clave para poner fronteras a las tendencias redistributivas del proceso político, conocidas por mal nombre como corrupción. Los actores políticos se ven, así, restringidos por dos tipos de sanción: la política, que ejercen tanto los contrincantes en los espacios de representación como los electores en los comicios, y la jurídica, que queda en manos del poder judicial relativamente despolitizado. Es por ello que se puede hablar de un poder limitado cuando nos referimos a las democracias. Por un lado, se trata de un poder pro tempore, que requiere de un refrendo electoral; por el otro, es un poder vigilado por un ente distinto e independiente con capacidad de sanción.

Sin duda, el conjunto más delicado de reglas del juego para una democracia es aquel que garantiza
el sometimiento de los cuerpos armados al poder instituido. El Estado es una organización cuya ventaja comparativa radica en la posibilidad del uso de la violencia, en última instancia. De ahí que aquellos que tienen las armas materialmente pueden convertirse en un grupo de interés en sí mismo y lograr su autonomía. Para que el acatamiento de las reglas del juego democrático se vuelva autónomo en las fuerzas armadas, el consenso en torno a tales reglas entre las fuerzas políticas debe ser sólido, de manera que no surjan litigios severos que polaricen a los actores. Las irrupciones de los ejércitos en la política suelen darse cuando el conflicto en torno a las características redistributivas de las instituciones se manifiesta como irresoluble y parece necesaria la utilización de la fuerza para definir los resultados. Por tanto, para el establecimiento de un arreglo democrático perdurable deben estar solucionados de antemano los conflictos esenciales en torno a las reglas de la propiedad y del funcionamiento del mercado.

Este último punto no es trivial porque la democracia, para su funcionamiento en equilibrio, supone la existencia de una aceptación elemental de la justeza de las reglas que norman la propiedad. De nuevo en términos de North:

En la medida en que los participantes consideren justo el sistema, los costos de hacer respetar las reglas y los derechos de propiedad se reducen enormemente por el simple hecho de que los individuos no desobedecerán las reglas ni violarán los derechos de propiedad, aunque el cálculo privado costo-beneficio señale tal acción como ventajosa.60

Esta cuestión puede asociarse a la idea de legitimidad de un régimen y no es exclusiva de las democracias, pero en las condiciones contemporáneas de competencia entre Estados y de mercados cada vez más abiertos, con sociedades cada vez más complejas, son los arreglos democráticos los que tienen más posibilidades de alcanzarla, ya que a pesar de que el litigio básico en torno a las reglas de propiedad esté cerrado, la competencia por el control parcial del Estado abre en los actores la perspectiva de alcanzar ajustes que los beneficien sin poner en riesgo el funcionamiento general del entramado.

En conclusión: la democracia implica el traslado del poder de un conjunto de actores a un conjunto de normas que permitan la competencia por el control parcial de los mecanismos redistributivos del Estado. La continuidad básica de las instituciones de la democracia está garantizada precisamente por el
hecho de que la capacidad de un grupo para controlar el poder está limitada temporalmente, lo que impide que éste desarrolle, durante el tiempo que dura su dominio, reglas que lo pudieran perjudicar una vez que se encuentre en la oposición. De ahí que se diga que la democracia es un entramado de reglas que institucionalizan la incertidumbre.

No debe perderse de vista, empero, que la posibilidad de alcanzar esta incertidumbre institucionalizada no aparece nunca como la primera mejor opción de los actores políticos: como he mantenido a lo largo de este trabajo, lo que está en litigio es la capacidad del Estado para limitar al mercado, con sus consecuencias redistributivas. En la medida en que determinado grupo de actores advierta que puede controlar monopólicamente los resortes del poder, el resultado no será una democracia sino eso que de manera imprecisa he llamado en este ensayo autoritarismo. Sólo cuando el conflicto en torno al control del Estado aparece como irresoluble la democracia puede abrirse paso como solución de equilibrio, porque de otra manera el único horizonte posible sería la violencia. Por ello, la democracia siempre aparece como la segunda mejor opción para resolver la disputa por el poder, ya que la reabre periódicamente. La democracia no resuelve definitivamente la lucha por el control del Estado; sólo la suspende temporalmente para reabrirla una y otra vez, lo que da a los actores políticos una perspectiva de futuro.

Por último, si bien una de las ventajas comparativas de las democracias es precisamente su sujeción a reglas explícitas que garantizan la incertidumbre, es necesario señalar que no existe ningún entramado institucional en el que no pervivan reglas informales, producto de la experiencia social, que acaban por dar un perfil singular a cualquier régimen. Los procedimientos formales siempre acaban siendo filtrados por las particulares maneras de hacer las cosas de las sociedades concretas; los repertorios institucionales se suman a lo largo de la historia, precisamente, debido al carácter progresivo del cambio. Por ello, las democracias son diversas y más diversos son sus funcionamientos concretos: muchas veces se hacen evidentes procedimientos propios del manejo de clientelas y no dejan de aparecer mecanismos de agregación de los intereses de lo que aquí he esquematizado como sociedades tradicionales. Sin embargo, las formas democráticas se han abierto paso precisamente por su enorme capacidad para convertirse en síntesis de diversos repertorios de rutinas, ya que su razón de existir es precisamente la heterogeneidad social.

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Citas:

  1. Douglas North, Estructura y cambio en la historia económica, Alianza Universidad, Madrid, 1984, p. 207.
  2. 2 Por sociedad civil entiendo sin caer en los frecuentes abusos que del término se han hecho al conjunto de los actores sociales y sus expresiones organizadas, tanto formales como informales, que no están estrictamente vinculadas a la producción y no tienen un carácter gubernamental o familiar.

  3. 3 Sobre esta cuestión, véase Rueschemeyer, Huber Stephens and Stephens, Capitalist Development and Democracy, Polity Press, Cambridge, 1992.

  4. 4 Véase Guillermo ODonnell, Phillip Schmitter y Alfred Whitehead, "Conclusiones tentativas sobre democracias inciertas", en Transiciones desde un gobierno autoritario, Paidós, Buenos Aires, 1988.

  5. 5 Ibid., pp. 19-30.

  6. Véase Dankwart A. Rustow, "Transition to Democracy; Toward a Dynamic Model", en Comparative Politics, s. n., 1970, pp. 337-363. El periodo que Rustow considera relevante estudiar empíricamente es el que va desde justo antes del inicio de la transición hasta justo después de que ésta ha concluido, y pone como condición sine qua non para que se dé un proceso democratizador que la unidad nacional esté concluida. Desde su perspectiva, una generación es probablemente el tiempo mínimo para una transición. Es importante señalar que en este enfoque deben tomarse en cuenta intentos fallidos de democratización como parte del proceso mismo.

Esta visión contrasta con las de estudios más recientes, que centran sus enfoques en el periodo que va de la crisis del régimen autoritario a la celebración de elecciones democráticas, en algunos casos, o a la aprobación de una nueva Constitución, en otros. Ambas perspectivas no son necesariamente contradictorias y la segunda puede ser considerada dentro de la primera, a la vez que permite analizar con mayor eficacia los aspectos coyunturales de las transiciones, precisamente aquéllos donde la elección, que Rustow considera central, adquiere especial relevancia.

  1. 7 De acuerdo con este modelo, el proceso dinámico de democratización comienza a través de una prolongada e inconclusa lucha política: los protagonistas deben representar fuerzas enfrentadas y sus planteamientos tener significados profundos para ellos mismos. "Una lucha así suele comenzar como el resultado de la emergencia de una nueva élite, que obliga al grupo social dominante anterior, ya deprimido, a una acción concertada." El conflicto político sin solución, entre fuerzas que se neutralizan mutuamente, sería en consecuencia un momento clave de la "fase preparatoria", aunque ese conflicto "puede evolucionar sin que los protagonistas ni sus planteamientos encuentren ningún tipo de solución democrática. Puede ocurrir, por ejemplo, que uno de los grupos descubra un camino para destruir a sus oponentes; en estas u otras circunstancias, una aparente evolución hacia la democracia puede detenerse y en ningún momento con tanta facilidad como en la fase preparatoria".

  2. 8 La fase preparatoria concluye, por ejemplo, con la decisión deliberada, al menos por una parte de los líderes políticos, de aceptar la existencia de la diversidad política dentro de la unidad nacional; comienza así la fase decisiva, aunque ésta no sea protagonizada, necesariamente, por los mismos líderes que encabezaron el conflicto inicial. Sin embargo, también la voluntad de resolver un conflicto político por métodos democráticos puede ser frágil ya que, en primer lugar, "la decisión puede ser incidental en relación con otros planteamientos sustantivos; en segundo término, en la medida en que se trata de un compromiso genuino puede aparecer como una segunda opción para los partidos, que no represente ningún acuerdo en lo fundamental. En tercer sitio, incluso en los procedimientos suele haber continuas diferencias de método. Y cuarto, el acuerdo preparado por los líderes (después del conflicto) está lejos de ser universal: debe transmitirse a los políticos profesionales y a los ciudadanos en general, lo que constituye dos aspectos de la fase final, de habituación al modelo". Véase Dankwart A. Rustow, "Transition to Democracy...", op.cit., p. 357.

  3. 9 Douglas North, lnstitutions, Institutional Change and Economic Performance, Cambridge University Press, Cambridge, 1990, p. 3. El planteamiento de North intenta dar respuesta a la difícil cuestión de por qué unos entramados institucionales son eficientes para promover el desarrollo económico mientras que otros no lo son. En el camino por encontrar una respuesta a la vinculación entre las instituciones y el desempeño de la economía, North articula una teoría de las instituciones que no sólo resulta útil para el análisis político sino que genera una reflexión muy interesante en torno a la vinculación entre régimen político y estructura económica.

  4. 10 Ludolfo Paramio, El materialismo histórico como programa de investigación, Instituto de Estudios Sociales Avanzados, Madrid, 1992.

  5. 11 Véase Sidney Winter, "Comments on Arrow and on Lucas", en Robin M. Hogart y Melvin W. Reder (eds.), The Behavioral Foundations of Economic Theory. Journal of Busines (Suplemento), 59: S427-34, 1986. Winter afirma que hay siete pasos para llegar a lo que él llama la defensa clásica de los supuestos de comportamiento neoclásicos:

1. El mundo económico puede ser observado, razonablemente, como en equilibrio.

2. Los actores económicos individuales enfrentan repetidamente las mismas situaciones de elección o una secuencia de elecciones muy similares.

3. Los actores tienen preferencias estables y, por ello, evalúan los resultados de sus opciones individuales de acuerdo a criterios estables.

4. Ante situaciones repetidas un actor individual puede identificar y aprovechar cualquier oportunidad para mejorar sus resultados; las empresas de negocios están obligadas a hacerlo para no ser castigadas con la eliminación por la competencia.

5. Por tanto, no puede alcanzarse ningún equilibrio si los actores individuales no maximizan sus preferencias.

6. Debido a que el mundo está relativamente en equilibrio presenta, al menos aproximadamente, las mismas pautas que permiten la presunción de que los actores actúan de manera maximizadora.

7. Los detalles del proceso de adaptación son complejos y probablemente específicos para cada actor y situación. En cambio, las regularidades asociadas al equilibrio optimizador son comparativamente simples; la prudencia indica, por tanto, que la manera de avanzar en la comprensión de la economía radica en explorar teóricamente esas regularidades y comparar los resultados con otras observaciones.

12 Véase Jon Elster, "The Possibility of Rational Politics", en David Held (ed.), Political Theory Today, Polity Press, Oxford, 1991.

13 Véase Fernando Escalante, Ciudadanos imaginarios, El Colegio de México, México, 1992.

14 Véase George Tsebelis, Nested Games, University of California Press, Berkeley, 1990.

15 Herbert Simon, "De la racionalidad sustantiva a la procesal", en Franck Hahn y Martin Hollis (eds.), Filosofía y teoría económica, Fondo de Cultura Económica, México, 1986, pp. 210 y 211.

16 Douglas North, Institutions..., op. cit.

17 Fernando Escalante, Ciudadanos imaginarios, op. cit., p. 30.

18 Sobre esta cuestión véase también a March y Olsen, Rediscovering Institutions. The Organizational Basis of Politics, The Free Press, Nueva York,1989, p. 22.

19 George Tsebelis, Nested Games, op. cit.

20 Douglas North, Institutions..., op. cit., p. 25.

21 "Por reglas nos referimos a las rutinas, procedimientos, convenciones, papeles, estrategias, formas organizativas y tecnologías en torno a las cuales se construye la actividad política. También nos referimos a las creencias, paradigmas, códigos, culturas y conocimientos que rodean, apoyan, elaboran y contradicen esos papeles y rutinas. (...) Las rutinas son independientes de los actores individuales que las ejecutan y son capaces de sobrevivir considerablemente a los individuos". March y Olsen, Rediscovering Insti-tutions..., op. cit., p. 22.

22 Douglas North, Institutions..., op. cit., p. 46.

23 Como dice Ludolfo Paramio: "Lo interesante, sin embargo, es subrayar que los problemas de la acción de clase como acción colectiva pueden plantearse en el marco del individualismo metodológico y que los resultados explicativos son muy superiores a los ofrecidos por el paradigma clásico. En consecuencia, parece prudente aceptar el reto de Elster y tratar de comprender la acción de clase desde la perspectiva de la elección racional. Y al hacerlo así no precisamos rechazar el concepto de clase sino solamente reconocer que los intereses de clase no son la clave única y absoluta de la acción social". El materialismo histórico..., op. cit.

24 Mancur Olson, The Logic of Colective Action, Harvard University Press, Cambridge, Massachusetts, 1965; Ludolfo Paramio, El materialismo histórico..., op. cit.

25 Lufolfo Paramio, El materialismo histórico..., op. cit., p. 16.

26 Michael Burton, Richard Gunther y John Higley, "Introduction: Elite Transformation and Democratic Regimes", en John Higley y Richard Gunther (eds.), Elites and Democratic Consolidation in Latin America and Southern Europe, Cambridge University Press, Cambridge, 1992, p. 8.

27 Véase Douglas North, Institutions..., op. cit., p. 4.

28 "La creciente literatura sobre los costes de transacción nos ofrece toda una familia de conceptos diseñados para aclarar los costes asociados con las interacciones económicas humanas. Los costes de información, los costes de intermediación, los del fraude y del oportunismo, son todos importantes. Otra parte de la literatura subraya los costes que nacen de la incertidumbre, de la disminución del riesgo a través de los seguros y los problemas de una selección adversa y de las dudas morales. Los costes de cumplimiento son aquéllos derivados de detectar las violaciones de los acuerdos contractuales y de establecer su penalización. El coste de detectar la violación es el coste de medirla y, en un intercambio entre sujetos, tanto la medición de los atributos de los bienes o servicios intercambiados como los efectos externos de la medición imperfecta son costosos. En las relaciones entre agentes y gobernantes están los costes de medir los resultados de la actuación del agente y las deficiencias derivadas de una medición imperfecta. Los costes de establecer la penalización apropiada incluyen los derivados de la evaluación de los daños y perjuicios". Douglas North, Estructura y cambio en la historia económica, Alianza Universidad, Madrid, 1984, p. 230.

29 "Utilizando la jerga de la teoría de juegos se podría decir que el conflicto social es un juego iterado del que a la larga surge una estrategia dominante, pero en el que en sus primeros ensayos los jugadores obtienen resultados muy malos o mediocres, muy lejanos del equilibrio". Ludolfo Paramio, El materialismo histórico..., op. cit., p. 36.

30 Por lo demás, el término eficiencia puede no tener en este modelo evolucionista, de acuerdo con North, las agradables propiedades que los economistas le asignan, sino que frecuentemente está asociado con la dominación de un grupo sobre otro. Douglas North, Institutions..., op. cit., p. 21.

31 Véase George Tsebelis, Nested Games, op. cit.

32 Ludolfo Paramio, El materialismo histórico..., op.cit. Es evidente que Paramio utiliza el término redistribución en un sentido distinto al de Tsebelis.

33 Douglas North, Estructura y cambio en la historia económica, op. cit., p. 21.

34 Douglas North, Institutions..., p.8.

35 Cabe aquí subrayar una cuestión que me parece relevante: entre los actores que desarrollan la acción intencional deben distinguirse, al menos, dos planos bien diferenciados: los agentes sociales (movimientos o grupos de interés) y los actores políticos capaces de procesar las demandas de aquéllos dentro del sistema político. "El marxismo clásico reduce la política al conflicto de clases, considera excepcional la autonomía del Estado y ve en todo actor político un actor de clase. Dicho de otra forma, niega la existencia del sistema político como regulador de los conflictos sociales, al reducirlo biunívocamente a la estructura de clase". Ludolfo Paramio, El materialismo histórico..., op. cit., p. 37.

36 El cambio institucional en la historia se puede explicar, en los términos de North, por la modificación de los precios relativos que al transformar la estructura productiva crea nuevos grupos de interés o modifica el poder de negociación de los existentes y los cambios en los gustos y las preferencias de los sujetos el mundo de eso que llamamos ideología, que pueden obedecer a un conocimiento diferente del entorno (el descubrimiento de una nueva tecnología, que repercute en las rutinas para aprovechar el nuevo saber) o a una alteración en el marco de la relación de las organizaciones que se desempeñan en determinado entorno (por ejemplo, por el crecimiento de la población o la creciente urbanización). Estos cambios implican modificaciones en los costos de transacción que deben ser subsanadas a través de transformaciones en el entramado institucional.

37 Ludolfo Paramio, El materialismo histórico..., op. cit. p. 37.

38 Tsebelis considera instituciones sólo a las reglas formales, a las que estima como las únicas susceptibles de ser modificadas a partir de opciones racionales.

39 George Tsebelis, Nested Games, op. cit., p. 103.

40 Sobre este tema resulta notable el trabajo de Theda Skocpol, States and Social Revolutions: a Comparative Analysis of France, Russia and China, Cambridge University Press, Cambridge, 1979.

41 Sobre la transformación de las instituciones políticas y la relación entre intencionalidad y cambio institucional, véase también March y Olsen, Rediscovering Institutions..., op. cit., pp. 53-67.

42 Ibídem.

43 Douglas North, Institutions..., op. cit., p. 51.

44 Adam Przeworski, Democracy and the Market, Cambridge University Press, Cambridge, 1990, p. 23.

45 Parto de que la democracia es una forma de gobierno pro tempore. Los conflictos terminan (o se solucionan) periódicamente bajo reglas establecidas o, como dice Przeworski: "(...) Al mismo tiempo, estos resultados son temporales, ya que los derrotados no pierden el derecho a participar en las elecciones, ni de negociar de nuevo, influir en la legislatura, presionar a la burocracia o presentar recursos en las cortes. Ni siquiera las normas constitucionales son inmutables; las reglas, también, pueden ser modificadas según reglas". Ibid, p. 11.

46 Salvador Giner, Ensayos civiles, Península, Barcelona, 1987, p. 17.

47 Fernando Escalante considera que el modelo cívico es un precipitado producto de la conjunción de la tradición republicana con las tradiciones liberal y demócrata. Véase Ciudadanos imaginarios, op. cit., p. 35.

48 Fernando Escalante, op. cit., p. 37.

49 "[El tipo ideal] es un cuadro mental. No es la realidad histórica y mucho menos la realidad auténtica, como tampoco es en modo alguno una especie de esquema en el cual se pudiera incluir la realidad a modo de ejemplar. Tiene más bien el significado de un concepto límite puramente ideal, con el cual se mide la realidad a fin de esclarecer determinados elementos importantes de su contenido empírico, con el cual se la compara". Max Weber, La acción social: ensayos metodológicos, Península, Barcelona, 1984, p. 167.

50 Ludolfo Paramio, El materialismo histórico..., op. cit.

51 Tanto la idea de los dos mecanismos como la de las dos variables las he tomado de Paramio: "Es curioso observar (...) que mientras la primera variable (capacidad para competir en un entorno darwiniano) apunta a los aspectos más oscuros del mundo en que vivimos, esa fase final de la prehistoria de la que hablaba Marx, la segunda variable, el mayor equilibrio interno, remite a lo que podríamos llamar progreso civilizatorio: la mayor estabilidad de sociedades con un Estado representativo y cierta integración social significa que una sociedad que mantiene una dinámica de progreso material dentro del marco de ciertos ideales morales compartidos es más sólida que aquella que descansa en la dominación desnuda o en una desigualdad consagrada por la tradición pero que se puede hacer explosiva si la tradición es quebrantada por cambios inesperados o/e indeseados". Ludolfo Paramio, El materialismo histórico..., op. cit.

52 Véase Adam Przeworski, Democracy..., op. cit., p. 54. Se trata de un término conflictivo pues es evidente que en este caso no puede tener el sentido puramente de correspondencia con una legalidad determinada; sin embargo, el poder tiene, por definición, una necesidad de legitimarse a los ojos de la sociedad, de justificarse. En términos de Weber, la legitimidad del poder se puede reducir a la creencia popular en esa legitimidad, pero tal definición puede resultar muy limitada; tal vez la idea de Beetham de que el poder es legítimo en la medida en que sus reglas sean justificables, en términos de creencias compartidas por el dominador y los subordinados, puede resultar más útil. Sin un marco de creencias, las reglas de las cuales el poderoso deriva su poder no pueden ser justificadas a los ojos del subordinado, el poderoso no contaría con la autoridad moral para ejercer su poder, independientemente de su validez legal, y sus requerimientos no podrían ser eficazmente obligatorios sin coerción. La legitimidad es una construcción social que justifica la obediencia del subordinado. Véase también David Beetham, The Legitimation of Power, McMillan, Londres, 1991.

53 En este tema Adam Przeworski sigue, sin duda, a José María Maravall, cuando en su análisis de la transición española señala que ésta fue producto de la combinación de presiones desde abajo y cambios desde arriba.

54 Adam Przeworski, Democracy..., op. cit., pp. 59 y 60.

55 Tiene razón Przeworski cuando dice que la falta de legitimidad no implica la caída de un régimen autoritario, ya que la represión o el miedo a que ocurra puede mantenerlo en el poder durante mucho tiempo. En cambio, no parece tomar en cuenta la posibilidad de arreglos institucionales no democráticos capaces de incluir y permitir la circulación de empresarios políticos diversos, sin poner en juego el control de los resultados del proceso político ex post; es decir, parece no contemplar la alternativa de regímenes autoritarios con un alto grado de legitimidad.

56 En este caso, el diseño institucional de la nueva democracia tendrá la impronta de los liberalizadores, que habrán jugado durante todo el proceso desde una posición hegemónica.

57 Adam Przeworski, Democracy..., op. cit., pp. 67-79. El autor llama transiciones por eximición a este tipo de procesos en los que la sociedad queda liberada del yugo autoritario, pero se mantiene cierta tutela de una fuerza autónoma sobre el proceso democrático.

58 Véase John Rawls, A Theory of Justice, Harvard University Press, Cambridge, 1971.

59 Si las constituciones son escritas cuando la correlación de fuerzas no es todavía conocida plenamente, suelen contrarrestar las consecuencias distributivas por medio de garantías para los perdedores y reducen los riesgos de la competencia. Las instituciones que se derivan de esta situación son más propicias para inducir a los perdedores a aceptar los resultados y a participar; son, por tanto, más estables a través de un amplio rango de condiciones históricas. Véase Adam Przeworski, Democracy..., op. cit., pp. 87-88.

60 Douglas North, Estructura y cambio en la historia económica, op. cit., p. 70.



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