Democracia, Educación y Capacitación Cívico - Electoral


CULTURA, POLíTICA E IDEOLOGíA: RECONSTRUCCIóN HISTóRICA DEL DEBATE SOBRE LA EDUCACIóN CíVICA EN AMéRICA LATINA

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El presente ensayo forma parte de una investigación titulada "Las experiencias de educación cívica: programas y campañas. Estudio de algunos casos de América." que han realizado, para la Dirección Ejecutiva de Capacitación Electoral y Educación Cívica, el Dr. Juan Cajas y la Mtra. Norma Ubaldi. Por demás, cabe señalar que las opiniones aquí vertidas son responsabilidad de los autores. Esperamos que este documento sea de utilidad para el público en general y que, además, proporcione elementos para el debate en los círculos especializados.


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1. FUNDAMENTOS IDEOLÓGICOS DE LA EDUCACIÓN Y DE LA EDUCACIÓN CÍVICA

Para desentrañar las raíces ideológicas de cualquier experiencia político-cultural es necesario, entre otras tareas, historizar las filosofías educativas puestas en práctica a través de políticas culturales concretas. Estas, a partir de determinado sustrato ideológico, moldean y modelan "formas de participación" y de "ciudadanía". Realizar esta tarea nos ayudará a situarnos, finalmente, en la discusión respecto al (los) contenido(s) asignado(s) a la(s) educación(es) cívica(s). Sin embargo, para llegar a ello es preciso realizar un ejercicio previo: desandar el camino que siguieron las políticas educativas desde la misma constitución de los diferentes Estados-naciones. Estas fueron el resultado de adaptaciones, copias, híbridos o praxis eclécticas de teorías desarrolladas en Europa; por ello justamente, en ciertos casos, han evidenciado sus límites.

Varios fueron los modelos o pedagogías aplicados en América, algunos desarrollados en forma pura, pero en la mayoría de los casos se optó por una suerte de eclecticismo. Sin embargo, cabe destacar que todos los modelos aplicados comparten la idea de que la educación sirve para potenciar y socializar las cualidades humanas: cívicas, morales, virtuosas, vitales, para algunos; ciudadanas, objetivas, concretas, transformadoras, para otros. Pasemos ahora a presentar, de una manera panorámica y sucinta, las "filosofías" de la educación puestas en práctica en nuestro continente desde la conquista hasta nuestros días:

  1. La educación cristiana: de modelo cristocéntrico, cuyo objetivo más inmediato es educar para redimir al hombre del pecado original. La Encíclica de Pío X Divinis illius Magistri (De la educación) del 3 de diciembre de 1929 resume con claridad los presupuestos básicos de la pedagogía cristiana que orientan la educación en los centros bajo su jurisdicción. En esta propuesta educativa destacan autores como Pedro Alberto Cruchaga en Chile e Isidro Almazón en Costa Rica y Nicaragua.

  2. La educación positiva: basada en el método filosófico positivo de Augusto Comte y reinterpretada de acuerdo a la circunstancia, diría Zea (1943), de cada uno de los países latinoamericanos, a partir de la cual la educación servirá para explicar y someter a un orden todo lo existente y generar progreso. La educación será igual y libre de prejuicios y ataduras morales para todos los ciudadanos. El concepto pedagógico de la educación como instrumento del desarrollo social influyó notablemente en la educación latinoamericana. Entre sus autores destacan Gabino Barreda en México, Tobías Barreto en Brasil y Juan Enrique Lagarrigue en Chile. El positivismo genera algunas prácticas educativas importantes, entre éstas destaca el cientificismo educacional. La educación positiva, enriquecida con las ideas de Spencer, Bain y Stuart Mill, Letelier en Chile e Ingenieros en Argentina, postula una moral laica y empírica.

  3. La educación pragmática: basada en las propuestas de J. Dewey y W. James (EE.UU.); esta propuesta pone acento en el ejercicio de la experiencia y de la acción: a la educación por la instrucción se opone la enseñanza por la acción; sólo la acción promueve la experiencia; se acentúa el alcance e importancia de la personalidad.

  4. La educación de la libertad: modelo desarrollado por el pedagogo y educador brasileño Paulo Freire. Esta propuesta promueve la idea de que el objetivo de la educación es la formación de la personalidad humana y que ésta sólo es posible a través del ejercicio de la libertad. Esta propuesta educativa es eje central de la llamada "educación popular", puesta en práctica en las Comunidades Eclesiales de Base de la corriente cristiana de la Teología de la Liberación.

  5. La educación materialista: su idea base es que la educación, en tanto superestructura, está determinada por la base económica en que descansa la sociedad. De inspiración marxista fue desarrollada por Aníbal Ponce y José Carlos Mariátegui, y trata de dotar de contenido a la realidad social con fines de transformación.

  6. La educación de los valores: parte de la idea de que el objetivo de la educación es el cultivo de la personalidad, la cual se constituye a partir de variables valorativas: económicas, sociales, estéticas, lógicas. Ha sido difundida por Alejandro Korn en Argentina.

  7. La educación del personalismo: en esta propuesta la atención se centra en la persona como categoría principal de la educación. Es un modelo educativo que parte de criterios filosóficos y antropológicos. La persona es entendida como un ser humano que vive y siente la cultura de la que forma parte. Su principal impulsor fue el guatemalteco Juan José Arévalo.

  8. La educación conductista: se basa en la reacción estímulo-respuesta en el proceso de enseñanza-aprendizaje; tiene como fundamento el estructural funcionalismo. Es desarrollado por Watson, quien define la educación como un instrumento para predecir y controlar las conductas. Se basa en ciertas "leyes de la conducta". El neoconductismo, con procedimientos matemáticos, desarrolla una particular teoría de la conducta, a partir de la cual se pueden generar modelos de aprendizaje. Destacan en esta corriente Skinner y Tolman.

  9. La educación de la vida: el modelo concibe la educación como una experiencia vivificante; el educando se espiritualiza. Se inspira en las ideas de Dilthey y ha sido trabajada por Juan Roura-Parella.

Cabe señalar que en estos modelos la educación cívica no constituye un campo (o área) autónomo sino que forma parte de la totalidad que constituye la propuesta. Y, en la mayoría de los casos, dado que la formación cívica es fundamentalmente teórica (o sea no existe una confrontación concreta con la realidad o lo que los psicólogos llaman la "experiencia vivida") sus logros son generalmente mínimos, parciales, difícilmente perceptibles. En otras palabras, se puede decir que la "experiencia (o educación) cívica" en estos modelos se reduce a una aprobación e identificación con el sistema democrático, el conocimiento de la Constitución y de las funciones de la sociedad y el individuo en tanto parte de ésta.

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1.1. Colonia e ideología: antecedentes del contenido de la educación cívica

Como ya lo hemos mencionado, la educación cívica como fenómeno político en la agenda política latinoamericana y mundial es reciente, se podría decir que es un patrimonio de los ochenta. En ese sentido, según Susan Reed (1997: 149), de seis años a la fecha se ha venido consolidando una corriente mundial que pretende fortalecer la cohesión de los sistemas políticos mediante la promoción de la presencia de ciertas características en los ciudadanos por medio de la educación y la promoción cívica.

Sin embargo, la educación cívica en tanto política cultural tiene un espacio de constitución lejano. Su origen se remonta a los proyectos educativos fundacionales de los Estados-Nación de cada uno de los países, donde los diferentes actores políticos y sociales desplegaron, cada uno a su modo, estrategias de desarrollo cultural a través de las cuales educación, composición cultural y desenvolvimiento económico representaron una estructura tripartita fundamental. Estructura hoy en día quizá olvidada, toda vez que se da por hecho que el ciclo de la política cultural destinada a forjar una "república de ciudadanos" ha concluido, privilegiándose en consecuencia el desarrollo estrictamente económico. Un ejemplo de ello, harto significativo, es la ausencia de la cátedra de educación cívica de los planes de estudio, o currícula, en algunos países. En Colombia, por ejemplo, recién a partir de la Constitución de 1991 se plantea como obligatorio el estudio de la constitución y la educación cívica (art. 41 constitucional). Mientras que en nuestro país, "a mediados de 1996, cuatro años después del restablecimiento de la materia de civismo, todavía no existen libros de textos gratuitos de educación cívica para 4o., 5o. y 6o. grado." (Secretaría de Gobernación, 1996: 6).

En América Latina cada país hizo suyo determinado discurso educativo, a partir del cual se dio forma a una peculiar nación. En términos generales, el concepto de "educación cívica" ha estado asociado a la idea de generar cierto "espíritu cívico" dentro de los ciudadanos. Dicho espíritu cívico es, sucintamente, en términos antropológicos una cuestión de lealtades o al menos un sentido de pertenencia identitaria con una sociedad en particular, en nuestro caso: la chilena, costarricense, paraguaya, colombiana, estadounidense, nicaragüense o uruguaya; cada una de ellas con una singular forma de evolución y desarrollo sociocultural, que se prolonga hasta nuestros días.

En ese sentido, podemos señalar como antecedentes remotos de las experiencias de educación cívica a las escuelas gratuitas, descritas por Tocqueville y Borgeau, donde los miembros de la comunidad o humildes ciudadanos de los nacientes Estados Unidos iban a aprender teorías generales sobre la asociación o administración de los asuntos públicos. (Cfr., Entwistle, s.d.e: 14). Esto es un ejemplo de que aunque no haya sido como disciplina autónoma, la educación cívica siempre ha formado parte de los objetivos más generales de la educación, a saber: educar al hombre en el arte de convivir con los demás, es decir, de socializar su experiencia en el seno de la comunidad política; de educarlo en los valores, normas y costumbres de determinada cultura nacional. Es decir que la educación cívica tiene, necesariamente, una dimensión ideológica y también una dimensión ética.

Ahora, para superar este plano de abstracción resulta necesario precisar un espacio histórico concreto. En ese sentido, creemos que cualquier tentativa de análisis sobre los contenidos de la educación cívica en América Latina tiene que partir, inevitablemente, de su historia colonial. Es en este contexto de apoyo y reacción ideológica particular del continente, donde se dirimen las propuestas político-educativas que habrán de definir los rasgos principales y definir la cultura nacional de cada país.

El referente colonial es un indicador básico para diferenciar el uso y contenido que se da en Latinoamérica a conceptos como ciudadanía, pueblo, derechos, nación, libertad, del que se da en Europa o Estados Unidos de América. Al respecto, resulta ilustrativa una precisión de Vega (1996): "el concepto de pueblo en la tradición anglosajona equivale a ciudadanos mientras que en América Latina pueblo es sinónimo de pobres." Homologar teóricamente experiencias tan disímiles es motivo de no pocos equívocos.

Es evidente que la "educación cívica" (o la ausencia de ésta) forma parte de un proyecto político en general o, como diría Gramsci, es el resultado del catálogo ideológico de un "bloque hegemónico". El célebre bando del Virrey Marqués Charles Francois de Croix del 26 de julio de 1767 donde se justifica la expulsión de los jesuitas de Hispanoamérica, a partir de la idea de que los pueblos "nacieron para callar y obedecer y no para discurrir ni opinar en los altos asuntos del gobierno", es una demostración de esto.

El sustrato ideológico-político del bando de de Croix era, hasta hace algunos años, perfectamente válido e institucional en el discurrir político de algunos regímenes autoritarios del Cono Sur. Sin embargo, hoy día, en el marco de cultura(s) política(s) democráticas en recuperación y/o construcción, "contenidos" como éstos resultan fuera de lugar. Aunque no debemos olvidar que aún en este contexto de tendencia a la democratización existen grupos de poder, que también son de interés, para lo que las demandas cívico-culturales ciudadanas resultan poco menos que importantes. Para éstos las ideas de de Croix siguen vigentes: con callar y obedecer, basta. Esta aparente disgresión anecdótica nos sirve para precisar que el legado colonial inaugura un espacio cultural determinado por la subordinación política. La ciudadanía es aún inexistente y el referente identitario más cercano es la comunidad.

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1.1.1. América Latina, una y muchas: identidad y diversidad cultural

El "capital común" del que habla Lévi-Strauss (1973) para referirse a los materiales básicos que conforman al hombre y a sus respectivas culturas son similares en todas partes: siempre y por doquier encontramos una nueva distribución de la misma cosa que va engendrando los múltiples rostros de la alteridad. (Laplantine, 1979:42). Es con base en este metafórico capital común como empiezan a construirse las diferencias, a edificarse las diversidades, las heterogeneidades. Es en ese espacio, en la interrelación hombre-capital común, donde se dirimen las formas de organización social y los modos de acceder a los objetos del conocimiento y donde se construyen los mismos como referentes de cultura. Por ejemplo, los actores sociales del continente colonizado tienen como referente identificatorio la expulsión del invasor y la consecuente fundación de sus respectivos estados nacionales. La actitud es homogénea, lo que varía es la forma en que se accederá a la constitución de un nuevo pacto social.

Se puede decir que en América Latina existía antes de la conquista, utilizando la expresión de Lévi Strauss, un capital común interrumpido de golpe por el proceso de colonización. Con base en aquel capital común evolucionó un particular concepto de nacionalidad que en nada se asemejó al concepto de nacionalidad vigente en la Europa de la conquista.

En este marco histórico de referencia tienen cabida proyectos educativos cuyo origen o influencia más cercana es la "civilizada" Europa: lugar mítico para las élites, paradigma cultural desde donde los protagonistas de la gesta emancipadora extraen las ideas fundamentales para el proceso de forja de sus respectivas naciones. Ideas que, con el transcurso del tiempo, coadyuvarán en la constitución de cierto hibridismo cultural-educativo y en la configuración, a grandes rasgos, del capital cultural latinoamericano, caracterizado, en opinión de Calderón (1995) por una "identidad" de tiempos mixtos, truncos y subordinados. Tiempos diversos y fragmentados, diría Vega (1996), que obligan, hoy en día en el marco de las democratizaciones y re-democratizaciones de América Latina, a la construcción de diagnósticos de los múltiples "propios", que a la vez son el "otro". Punto de partida de una idea de cultura cívica basada en los valores de la moderna democracia liberal.

Desde esta perspectiva, resulta difícil el concepto mismo de América Latina ya que, por su propia historia, ésta constituye un macroespacio de culturas, creencias, proyectos, sistemas sociales y políticos donde se conjugan países pequeños como Costa Rica y Paraguay, con naciones de "pueblos trasplantados", en opinión de Ribeiro (1977), como Chile y Uruguay o, naciones intensamente violentas como Colombia y fragmentadas como Nicaragua, donde el concepto de capital común, utilizado como prolegómeno, se difumina ante la presencia de un capital cultural heterogéneo.

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1.2. La educación y la educación cívica en la construcción de los Estados nacionales

Las tesis primigenias en el terreno educativo formal se configuran, históricamente, en torno de los misioneros jesuitas de origen centroeuropeo que llegaron a la Nueva España portando ideas y libros de la Ilustración. La élite criolla, principal actor social de la época, abrevó en las fuentes de la ciencia y la filosofía moderna que impartían los jesuitas en sus escuelas y seminarios. La Compañía de Jesús llegó a constituir el más grande organismo cultural, siendo además uno de los más altos intereses económicos y políticos del siglo XVIII, cuyo ámbito de influencia se coludía con los intereses, igualmente políticos y económicos de los criollos. Ambos estamentos se declaraban antiautocráticos y partidarios de un sistema social basado en ciertas formas de soberanía popular. Ideas éstas que con el tiempo habrían de desembocar en las rebeliones antimonárquicas que inician en 1810.

La educación, planteada en términos de una política de transformación social, juega un papel importante en el proceso de "forja de las naciones", según atinada expresión de Manuel Gamio. Tempranamente hombres como el jesuita Francisco Javier Clavijero se cuestionaban el problema de la educación. Clavijero, en su obra Historia antigua de México (1780) expresa "que las almas de los mexicanos en nada son inferiores a las de los europeos, que son capaces de todas las ciencias, aún las más abstractas, y que si se cuidara de su educación, si desde niños se criasen en seminarios bajo buenos maestros y si se protegieran y alentaran con premios, se verían entre ellos americanos filósofos, matemáticos y teólogos que pudieran competir con los más famosos de Europa. Pero es muy difícil, por no decir imposible, hacer progresos en las ciencias en medio de una vida miserable y servil y de continuas incomodidades". (1945: 518).

Clavijero, autor cumbre de la Ilustración novohispana, introduce antes que nadie en América las ideas del Siglo de las Luces. El ideal pedagógico de Clavijero encuentra en la educación la única alternativa para la redención del indio. Villoro, en Los grandes momentos del indigenismo en México, (1950), sostiene que el concepto educativo de Clavijero entraña un "inconsciente ideal político" que permite adivinar las ideas fundamentales de la emancipación americana. Clavijero acusa a la organización política impuesta por España de la situación sociocultural de los nativos. En contrapartida, autores como Paw, Raynal, Roberston, Buffón, resaltan en Europa, los rasgos negativos del carácter indígena.

La disputa educativa, que es al mismo tiempo una confrontación político-económica, culminará con la expulsión de cerca de 2.000 mentores de la Compañía de Jesús, entre ellos la más brillante generación del Virreinato, la que tenía a su cargo colegios, escuelas y misiones, donde se educaban los criollos. Algunos autores sostienen que la expulsión de 1767 es uno de los preludios de las guerras de independencia. El papel de la educación como agente movilizador de la élite no queda en duda y ha estado presente a lo largo de la historia de la humanidad.

De las propuestas educativas de los jesuitas surge lo que podríamos llamar "pedagogía cristiana", de amplia influencia hasta nuestros días. Aunque cabe aclarar que en el trasfondo de ésta subyace una "pedagogía religiosa oficial" donde el concepto de ciudadano se equipara a la subordinación, al acatamiento irrestricto del orden establecido: Dios y ley. La colonia es, en términos educativo-religiosos, una batalla por la conciencia: de un lado la España católica, apostólica y romana y, por otro, las ordenes misioneras inspiradas en el humanismo redentorista cristiano.

En la época post-independentista latinoamericana el tema educativo ocupará, de nueva cuenta, un rol central: ¿qué educación para qué nación? Tenemos, entonces, un problema -para expresarlo con Braudel- de "larga duración" que tiene que ver con los diferentes procesos de construcción ciudadana: surge de inmediato un interrogante central ¿qué se entiende por ciudadanía y qué implica ser ciudadano? No podemos, desde luego, dar una respuesta general y única.

Para resolver el interrogante -y acercarnos a la acepción moderna de los contenidos y sujetos de la ciudadanía- debemos realizar un recorrido por las historias nacionales, esto es: las independencias, los procesos de construcción de los Estados-nación, la institucionalización de formas particulares de organización política y social y, además, revisar las características de la relación entre gobernantes y gobernados; todo lo anterior conforma los rasgos político-culturales predominantes de cada una de las naciones en estudio.

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1.2.1. ¿Construcción nacional = construcción de ciudadanía?

En el transcurso de los procesos históricos del siglo XIX las naciones empezaron a estructurarse y a avanzar con pretensiones de modernidad institucional. Lograr esto implicó, también, una definición política y cultural en términos educativos que se tradujera en lealtad hacia las jóvenes naciones, es decir hacia la patria. Ese papel le correspondió a la educación cívica. Los planes educativos del siglo XIX, no antes, dieron forma a la currícula del civismo: lealtad, amor a la patria, a las instituciones, a la Constitución, a los símbolos patrios, a la soberanía. Así, en nombre de la lealtad a la patria los "ciudadanos" mayoritarios (indios, peones, campesinos) fueron a la guerra y los ciudadanos minoritarios (criollos, hacendados, comerciantes; en fin, la élite) a las urnas. Entonces cabe preguntarnos ¿ayudó a construir ciudadanos la currícula del civismo?

Resulta importante no olvidar que las experiencias de construcción nacional fueron al mismo tiempo construcciones de ciudadanía, aunque éstas últimas no incluyeran siempre a la totalidad de una población. La constitución de los diversos Estados-nación está marcada por la diversidad cultural. Este hecho histórico define la particularidad de cada país, y elimina la idea de una ciudadanía única. Idea útil como recurso analítico, pero limitada pues filtra concepciones, según ciertos catálogos de civismo, de una supuesta "naturaleza universal" de orden democrático, inherente a toda comunidad política. Así, la consumación de la independencia, traducida en la declaración de naciones libres, independientes y soberanas no origina automáticamente ciudadanos; el concepto mismo de nación opera como ficción, la unidad política es demasiado frágil: las flamantes naciones sucumben, en sus primeras décadas, al vaivén de los que se podrían llamar "jefecillos militares belicosos". Con atinada razón en Colombia se ha llamado a un fragmento de su historia nacional "la patria boba".

En ese sentido, la oposición amigo-enemigo (Schmitt, 1927) explica el ordenamiento real de los grupos ideológicos en conflicto en el escenario de lo nacional, es decir en el de las "patrias" liberadas. A partir de este concepto (amigo-enemigo) se puede entender el hecho común de que los precursores de las independencias terminen convertidos en adversarios irreconciliables. No obstante, para evitar equívocos, advirtamos que la independencia inaugura y define las bases, la estructura socio-histórica concreta sobre las que se desarrollarán los diversos "tipos de ciudadanos", tal como lo demuestran las experiencias o pactos constitucionales de cada uno de los países. Desde esta perspectiva, bien podríamos hablar de cierta evolución o desenvolvimiento histórico de la ciudadanía, tal como sugiere Murilo De Carvalho (1995), estudioso de la construcción ciudadana en Brasil.

Desde esta perspectiva, la construcción ciudadana se asienta en las demandas de los diversos fragmentos poblacionales por extender la base social de la ciudadanía (por ejemplo, mujeres, negro/as, jóvenes, analfabeto/as) y por la vigencia plena de los derechos políticos y sociales. Estas exigencias complejizan, aún más, el proceso de conformación de los Estados-nación. En ese sentido, buena parte de la historia social latinoamericana puede ser leída o interpretada como una larga lucha, fallida en ocasiones, por la ampliación de los derechos y los sujetos de la ciudadanía. Pero... ¿qué entendemos por ciudadanía?

La definición más difundida identifica a la ciudadanía, antes que nada, con un status jurídico; es decir una serie de derechos y obligaciones establecidos legalmente. A partir de esta definición la ciudadanía es una condición que la Constitución otorga al establecer derechos y deberes políticos que permiten al/la ciudadano/a gobernar y ser gobernado, entre otras garantías. Los textos constitucionales reflejan los cambios introducidos a partir de determinadas demandas sociales; sin embargo que no se puede restringir el análisis de los contenidos concretos y reales de la ciudadanía, sólo a lo establecido en las leyes. Sin lugar a dudas toda Constitución es la cristalización de luchas políticas y sociales, de poderes y por poderes, pero el contenido de ninguna Carta Magna, como texto expuesto a una lectura hermenéutica, logra recuperar la fuerza, el contenido y la riqueza de las dinámicas sociales, como tampoco de los sujetos e intereses que influyeron en su elaboración. Tampoco podrá ayudar a dilucidar nuestras preocupaciones sobre los retos, tensiones y contradicciones de cada uno de los procesos sociales que, en resumidas cuentas, son elementos fundamentales de la construcción de la ciudadanía.

Grosso modo, según señala Balibar, los temas relacionados con la ciudadanía "(...) no pueden ser objeto hoy ni de un tratamiento jurídico puramente normativo (en el nivel legislativo o reglamentario), ni de un tratamiento deductivo (a partir de un concepto preexistente de la ciudadanía y del ciudadano)."(1994: 22). Se requiere de una interpretación global que confronte los aspectos jurídico-normativos con el ejercicio de los sujetos (clases, grupos, movimientos sociales, sectores) involucrados en la vida nacional y con los intereses políticos, sociales y económicos en juego, desde la perspectiva de los deberes y derechos ciudadanos. En definitiva, enfrentar la normatividad con el carácter que va adquiriendo la ciudadanía en las diversas etapas de la historia nacional, de cada uno de los países. La ciudadanía es, antes que nada un proceso. Lo contrario es plantearla como una conquista a ultranza, inmutable, originada en la independencia.


1.3. Bases ideológicas de la educación en el proceso de construcción del Estado-nación

La consumación de la independencia y la existencia legal de Costa Rica, Uruguay, Colombia, Paraguay, Chile y Nicaragua como naciones, hecho que históricamente se confirma con el nombramiento de sus primeros gobiernos independientes, dista mucho de la constitución de Estados nacionales a la usanza occidental. Es decir que, sobre la unidad nacional priman los intereses de estructuras de poder local representadas por los caudillos, las aspiraciones presidenciales y monárquicas de los caudillos criollos, las contradicciones entre monarquistas, republicanos, civiles, militares y burócratas; aunado a todo lo anterior, el desinterés político de la gran masa de la población y la anarquía administrativa.

En otro orden de cosas es de destacar que la independencia significó la conquista de derechos civiles, políticos y sociales solamente para un fragmento minoritario de la sociedad: las élites criollas cultas y acaudaladas, el clero, los comerciantes y ciertos sectores de la clase media; a éstos podríamos denominar los primeros ciudadanos. Las grandes masas de indios en Colombia, Paraguay y Nicaragua; los mestizos, los trabajadores obrajeros, los peones acasillados, los artesanos, las mujeres; y los inmigrantes pobres en Costa Rica, Chile y Uruguay -por ejemplo- quedaron excluidos, del usufructo total de derechos y garantías. Esto/as ciudadano/as sólo ejercieron el derecho de vivir en un país formalmente independiente. Así, la ciudadanía era en la práctica un conjunto de derechos del que sólo gozaba una minoría de la población. Aunque dichos derechos estaban consignados en las leyes fundamentales devenían en retórica.

En el siglo XIX la población rural constituía la mayoría en Nicaragua, Colombia, Chile y Paraguay, sin embargo ésta representaba un "peso muerto" en las acciones que tienen que ver con la política y, por ende, con la ciudadanía. Para la minoría urbana ilustrada de la clase media que acaudilla los procesos sociales, políticos y económicos, los indígenas y los campesinos no eran ni podían ser ciudadanos, porque no poseían capital propio, no eran hacendados, no sabían leer y escribir, carecían de un modo honesto de vivir o simplemente porque ejercían costumbres paganas, opuestas a la tradición judeocristiana. En resumen, los indígenas y los campesinos no reunían las condiciones mínimas para ser ciudadanos de acuerdo con la imagen europeizante de la época y eran, por lo tanto, un obstáculo para el desarrollo del país.

En esta idea coincidían liberales y conservadores. Para éstos el pueblo estaba constituido por los miembros de las élites del Antiguo Régimen: los sacerdotes y religiosos, los hacendados ilustrados, los funcionarios, los estudiantes u hombres nuevos surgidos de la guerra. Esta minoría política formaba una oligarquía que gobernaba una sociedad que permanecía fuera de la política moderna, pero que era ante todo una élite cultural y en la que se penetraba por la adquisición de la cultura democrática. Esta élite cultural es el verdadero "pueblo", el único que está formado por individuos, en el sentido moderno del término, por ciudadanos. Es, (...) el "país real", mientras que los gobernados no son más que el "país legal", en nombre de los cuales se gobierna (...)." (Guerra, 1988, t.I: 166).

Así, el siglo XIX en América Latina se nos presenta como una cadena de vínculos tradicionales, lealtades y solidaridades que actúan como estructuras de poder local. El poder central es raquítico. Las constituciones institucionalizan procedimientos de "participación democrática", como las elecciones; éstas, sin embargo, eran restringidas y en la práctica eran sólo una reafirmación de las lealtades locales. El voto del "pueblo", de la "nación", sólo existía en el imaginario social de las élites.

Es justamente en estos procesos donde surgen posturas concretas frente al problema educativo, que es al mismo tiempo el problema de cómo construir la nación. En esta disputa, que cubre el siglo XIX y buena parte del XX, las corrientes ideológicas, de liberales, conservadores y en menor medida de anarquistas, darán cuenta de sus propios proyectos de nación, a partir de los cuales se estructura o regula la relación entre gobernantes y gobernados. La nacionalidad y la ciudadanía configuran una identidad.

Las influencias ideológicas que determinan la orientación educativa son europeas. Estas construyen ciertos tipos de ciudadanos; de ahí que sea necesario ubicarlas históricamente. En ese sentido, dos fueron las tendencias ideológicas dominantes que con el transcurrir del tiempo se convirtieron en partidos políticos y definieron, al obtener el poder, los "usos" y "contenidos" de la educación cívica: el liberalismo y el conservadurismo.

El liberalismo en América Latina se sustenta ideológicamente en la necesidad de romper vínculos de dependencia política y económica, no tanto culturales, con la corona española. Esta ideología se expresó con fuerza durante el periodo pre independentista. El "ideario" liberal incluía, además, expresiones relacionadas con una actitud general ante la vida. A partir de 1810, es posible reconocer en los diversos procesos revolucionarios la influencia de la ideología liberal, con sus variados matices, primero por las conexiones de las élites criollas con los sectores subalternos y, segundo, según el grado en que se concibiera la relación entre el liberalismo y la democracia. Filósofos y doctrinarios europeos principalmente fueron la fuente más explícita de inspiración de los independentistas liberales.

El conservadurismo, por su parte, se constituye en el proceso mismo de organización del Estado-nación como una ideología que impugna las tesis liberales y se conforma por sectores vinculados a la corona, al clero y a los militares. Los sectores conservadores y tradicionalistas, tempranamente habían vislumbrado posibilidades más propicias para sus pretensiones, primero porque la coyuntura internacional les resultaba favorable y segundo, por las consecuencias que, en la primera mitad del siglo XIX, dejaban las guerras de independencia y las luchas civiles.

En el centro neurálgico de la controversia entre estas dos tendencias ideológicas, que en ocasiones se "confunden", se ubica el modelo de Estado a construir, centralista o federalista. Dentro de estas alternativas de constitución nacional destaca la discusión en torno al papel de la educación, que encontraría en el positivismo su principal influencia y dirección.

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1.4. El positivismo: propuesta filosófica y experiencia educativa

En el escenario anteriormente descrito fue posible la circulación de diversas propuestas culturales y educativas en todo el continente; una de éstas, el positivismo, logró más que ninguna otra influir con fuerza en las políticas educativas de los nacientes Estados independientes. La educación positiva sirvió de formación a las noveles burguesías, dio sustento a sus aspiraciones e, inclusive, justificó la presencia de regímenes autoritarios, inspirados en el lema de libertad, orden y progreso.

Los positivistas latinoamericanos se inspiran en la obra de Comte, Spencer, Stuart Mill y Darwin; críticos de las tendencias centrífugas del liberalismo radical optan por posiciones centralizadoras y autoritarias: el tiempo político de la democracia es sustituido por la primacía el ordenamiento económico. La frase, "menos política y más administración", atribuida a Porfirio Díaz, es un ejemplo que ilustra la influencia positivista. Es decir, antes que nada, los países requieren de poner en marcha su desarrollo económico. Los "pueblos no quieren democracia, lo que quieren es dictadura", afirmaban los "Científicos" mexicanos.

Sin embargo, el proceso de ordenamiento económico no era algo que pudiera realizarse mecánicamente, para ello era necesario desarrollar una estrategia educativa. Al respecto cabe señalar el papel desarrollado por hombres como Gabino Barreda, artífice del diseño del sistema de enseñanza en México; Domingo F. Sarmiento, creador de la Escuela Normal de Paraná; José Pedro Varela, uno de los grandes educadores uruguayos; Miguel Lemos, Benjamin Constant y Raimundo Texeira Méndez en Brasil, bajo cuyas influencias positivistas la bandera brasileña pasó a ostentar el lema de orden y progreso.

Existe, entonces, un hilo conductor que, a favor o en contra de los potenciales ciudadanos, se desarrolla ampliamente en América Latina: el positivismo. Filosofía que termina convertida en ideología, cuyo objetivo sería el de ayudar a transformar, por la vía de prácticas culturales concretas, los grandes problemas sociales y nacionales del continente. Así, con base en el positivismo se construirá una disímil tradición cultural a la que entregaron sus servicios numerosos pensadores, cuyas influencias dejaron huella en la práctica educativa.

La influencia del positivismo hizo posible la elaboración de grandes sistematizaciones filosóficas y sociológicas que remiten fundamentalmente al proceso de constitución del Estado y la Nación en América Latina, a fines del siglo pasado. Y si bien no puede hablarse de una homogeneidad cultural, inexistente en América Latina, sí puede plantearse que el positivismo, en tanto ideología, permeó gran parte de los procesos de construcción nacional, cuyos horizontes se definieron a finales del siglo XIX y principios de nuestro siglo. Por ejemplo, los modelos pedagógicos descritos en las páginas introductorias constituyen, en gran parte, reacciones a favor o en contra de las prédicas positivas o pragmáticas.

La influencia de la filosofía positivista en América Latina es una muestra de que toda experiencia educativa siempre es parte de una concepción particular de Estado, que le imprime un carácter singular a la educación en tanto política; sea que este Estado se adscriba a tradiciones liberales, conservadoras o socialistas. De esta manera se construyen los basamentos ideológicos en los que se forjan los ciudadanos. Estos son una categoría histórica y como tal se constituyen en un espacio de construcción particular.

Teniendo en cuenta todo lo anteriormente expresado, podemos entender que la conducta cívico-política de las personas adultas se deriva en primera instancia de elementos adquiridos durante el proceso de socialización y luego, en las actividades educativas ex profeso, como pueden ser la educación escolar, el civismo y la educación política. En América Latina este proceso, en sentido estricto, tomará forma con la puesta en marcha de planes educativos diseñados por intelectuales criollos formados en el Iluminismo positivista. Son ejemplo de esto, la Escuela Nacional Preparatoria (México) y la apertura de escuelas primarias, medias y superiores, todas gubernamentales, laicas, devotas de la ciencia y de la patria. El área de influencia de estos proyectos educativos se reduce básicamente al ámbito urbano y no rebasa los límites de la clase media. Fuertemente instalado el siglo XX, continúan quedando fuera del sistema educativo la mayoría de la población y los "contenidos" del civismo no sólo se restringen a unos cuantos, sino que se diluyen en la idea de lealtad hacia la patria y desarrollo económico de la nación, en detrimento del ejercicio de derechos y deberes individuales.

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